La
fértil tradición del humanismo desde el
Derecho y la Política: el apogeo de los apotegmas y las sentencias o la sabiduría clásica moral quintaesenciada.
Tenía ganas de detenerme
con continuidad en estos dos libros de mi biblioteca en los que piqué, de
estudiantón, sin ceder a la exigencia imperativa del detenimiento en ellos que
aquellos tiempos de nefasta formación requerían. ¡Cuánto más hubiera ganado con
su lectura que con la inmersión alocada en aquellas pilas infectas de
bibliografía barata con que los malos profesores sustituían la palabra luminosa
que ellos no tenían sobre los textos originales cuyas bondades debían, en
principio, esclarecernos! El viejo debate con una profesora estirada y
enmohecida: “descubrir mediterráneos”, llamaba ella a sacar conclusiones de una
lectura individual de las obras que ella sepultaba bajo una tonelada de
volúmenes de sus comentaristas canónicos, en los que, a su parecer, ya “todo”
estaba dicho. Solo “descubriendo mediterráneos puede uno, ejercitándose en
ello, descubrir, después, algún océano ignoto”, le contradecía. ¡Lo que le
hubiera gustado suspenderme! Y me puso un 6 en un trabajo sobre El criticón de Gracián que escribí,
íntegro, en el viejo Café Zúrich de Plaza Cataluña, reconociendo a
regañadientes que le habían sorprendido algunas conclusiones… Pero de lo que yo
quiero hablar no es de mi pernicioso paso por las aulas de la UB, auténtica alma madráster
del conocimiento, excepto por el magisterio del insigne José Manuel Blecua, que
en gloria de Hermes esté, sino del placer inequívoco que cualquier lector no
especializado ni filólogo de profesión va a hallar en la lectura, quizás un
pelín exigente por su hermoso castellano antiguo, lleno de sabor a raíz germinal
de nuestra lengua, de dos obras hijas de un mismo género aforístico y epigramático. Si Alciato es hijo de Erasmo;
Saavedra Fajardo lo es de ambos, pero también de Maquiavelo. La diferencia
notable entre el libro de Alciato y el de Saavedra Fajardo es el planteamiento
general ético del primero y el carácter inequívocamente político, de “manual de
príncipes”, del de Saavedra Fajardo, un curtido embajador que reflexiona, al
final de su vida, sobre un arte al que le dedicó una asendereada existencia.
Son, pues, libros complementarios e ilustrativos de una corriente de
pensamiento humanista de origen greco-latino que está en la base de la
civilización europea y a la que conviene volver de vez en cuando la vista para
saber de dónde venimos y cuál es nuestro mejor equipaje para nuestras aventuras
personales y colectiva. La originalidad de los emblemas de Alciato radica en la
unión del texto, en principio de origen griego, y de la ilustración alusiva.
Aunque parezca mentira, dada la simplicidad de la fórmula, me ha costado lo mío
averiguar que Breuil, tal cual, a secas, fue el ilustrador de la edición de
1531 y que los ilustradores fueron variando según quién editara los Emblemas.
Así, la traducción que he leído de Bernardino Daza, el “Pinciano”, de 1549 ya
lleva ilustraciones de Pierre Eskreich o Pierre Vase, pues ambos nombres aluden
a la misma persona. Así pues, la responsabilidad de Alciato se ciñe a los
textos y, junto a ellos, los editores o reproducen las ilustraciones ya
existentes o crean otras nuevas. Lo llamativo, frente a otras ilustraciones
anteriores de libros de contenido parecido, es el aprovechamiento de toda la
página con una decoración profusa en arabescos y vegetales con voluntad de
marco escénico del contenido. Las preocupaciones del autor van diseminándose en
esas “ventanas” decoradas junto a dibujos que reflejan lo que los textos
indican, textos en los que predomina la intención de una lección moral, cívica
o política, ajustada al saber tradicional y al de los grandes autores de la
filosofía. Pocos ámbitos de la realidad y de la reflexión moral caen fuera de
los Emblemas, e incluso hay una serie de ellos dedicados a los árboles, como si
fueran nuestros parientes más cercanos, un pensamiento que se sustenta en la
protección especial que exige la Biblia para con ellos, cuya tala está
radicalmente prohibida, y ya se entiende, en aquellos terrenos desérticos del
Asia Menor. Daza, es el traductor del libro de Alciato, escrito en latín, la
lengua culta de entonces, y no solo se siente orgulloso de su traducción, sino
que reta a cualquiera a llevarla a cabo sin haber leído la suya previamente: El que quisiere ver quánto trabajo me aya
costado hacer este librillo de buen latino mal Castellano, procure de traducirle
otra vez sin tener este nuestro delante.No soy quién para discernir el buen
o mal latín de Alciato, pero sí pedo asegurar que el castellano de Daza
sorprenderá gratamente a los lectores, sobre todo si se mantienen las grafías
originales. Reconozco que lo mío es vicio -como ver las películas en versión
original, sea cual sea la lengua en que en ellas se hable-, pero leer el
castellano antiguo sin adaptación al tiempo presente le añade a la lectura un
placer diacrónico de muchos quilates. En cualquier caso, la sabiduría reunida
en los Emblema traza un panorama de un estado moral europeo que no debería
sernos tan ajeno como la antigüedad de la obra da a entender, porque esta
colección de “avisos” que conviene tener presente para mejorar nuestra vida cotidiana
y ajustarla a principios morales incontrovertibles, sigue teniendo hoy idéntico
valor al que tuvo en su época. No olvidemos que la obra de Alciato tiene mucho
que ver con una de las obras cumbre de Erasmo, los famosos Adagia, una colección de proverbios griegos y latinos, que se
adelantan un tercio de siglo a la obra del jurista italiano. Este movimiento
literario centrado en ese campo prodigioso de los proverbios, los refranes, las
sentencias, los aforismos, los adagios, los apotegmas, etc. va preparando la
eclosión de libros dedicados al tema que, en nuestra literatura, culminará en
esa obra prodigiosa que es Agudeza y arte
de ingenio, de Baltasar Gracián, lectura en la que disfrutará quien se
pierda para ganarse más avisado y, acaso, algo más ingenioso de como en ella
entró. Finalmente, antes de entrar en algunas muestras de la traducción de Daza, quiero recordar que la
obra se publicó en Lyon, en 1549, pero, para encontrar una edición hecha en
España, en castellano, habrá de esperarse hasta la que publicó en Nájera, en
1615, Diego López, en la imprenta de Juan de Mongastón, en la que se
reproducían los grabados de la de 1549 pero con algunos errores. Lo propio es
que el titular del Emblema sintetice en breves palabras el contenido
-propiamente lo representado en el dibujo- que se explicita a través de la
composición poética breve en que se declara. Como reproducir texto e imagen
alargaría al infinito esta entrada, he escogido ciertas expresiones felices de
la traducción de Daza que inducirán, ¡eso espero!, a la lectura de su obra:
La concordia: De la concordia muy clara figura/son las
cornejas, en quien la pureza/(sin ser jamás rota) de amor dura.
Que en el matrimonio se requiere
reverencia: Quando de Venus en
furor se enciende/la bívora y se allega a la ribera,/pidiendo con silvar lo que
pretende,/a la Murena faz’ salir afuera,/que con presteza da lo que ya
entiende,/mostrando a los casados la manera/ como a de ser el tálamo tratado/
con ánimo de entrambos concertado.
Sí, choca, en efecto, que
la morena o la corneja sean animales “ejemplares”, pero en estos emblemas hay
no poco de los lapidarios, herbolarios y bestiarios que dominaron la Edad Media,
y en la que el valor de piedras, animales y plantas no necesariamente coinciden
con la visión de ellos que tenemos en nuestro presente.
La Amistad que dura aun después
de la muerte: Pues no es perfetto
amor el que no dura/ al menos hasta el ir de aquesta vida,/bueno será buscar
amigos tales/ que quedos siempre estén a nuestros males.
Que los doctos lexos de su tierra
son más estimados: De Persia vino
el árbor que esta fruta/nos da, porque, después que es desterrada,/como antes
su veneno no executa. /La lengua humana en su hoja está pintada,/ y el fruto
tien’ la imagen absoluta/ del corazón. Tu sciencia transplantada/ (Alciato que
en hablar y saber vales)/honrras acanzará más inmortales.
Que el señorío no admite
compañero: Quán mal admitta el
mando compañero/ declara el ave que en Grecia es llamada/ Erythaco, que jamás
por entero/tuvo consorte, en rama d’él morada.
Contra los que aman a las rameras: El Sargo pez (cosa maravillosa)/ del amor
de la cabra es encendido,/de donde el pescador, con la vellosa/ piel de la
cabra todo bien vestido,/echando la sotil red engañosa/ le engaña con amor
falso y fingido./ La cabra es la ramera, y el sargo peze/ el triste amante de
que de amor pereze.
Que del estudio de las letras
nace la inmortalidad: Tritón que
es de Neptuno trompetero,/medio hombre y medio pez, está cercado/de una
serpiente que por lo postrero/tiene su cola asida de un bocado. /La Fama
favorece a el hombre entero/en letras, y pregona ansí su estado,/ que le hace
retumbar hasta que asombre/La tierra y mar con gloria de su nombre.
La necedad: L. ¿Qué monstruo es este? A. Sfinge. L.
¿Por qué tiene/ el rostro de muger, y plumas de ave,/ y piernas de león? A.
Porque es la llave/ de la ignorancia lo que aquí contiene./ Que aquesta
enfermedad, a uno viene/por la sobervia, a otro por suave/ deleite, a otro
porque antes que acave/de madurar su liviandad mantiene;/
Sí, también se emplea el
diálogo en los emblema, uno de los géneros predilectos del humanismo. Y es
innovación formal de Daza señalar los interlocutores explícitamente.
Que todo se debe hazer con sazón: Un medio entre pararnos e ir
depriesa./Aquesto aqueste pez mostrar desea,/porque él es tardo y la saeta
amuesa*. [Latinismo de amissa,
“enviada”]
La estatua de Baco: [Baco] Porque quien moderarse sabe/ en
mocedad perpetuamente dura.(…) De allí fue cuerdo quien la fuerxa mía/ mezcló
con agua, y quien me beve puro/abrasa sus entrañas a porfía. (…) Un vaso de
buen vino ser aguado/ con doblada agua (por lo menos) quiere. (…) No ay bien
que no se agüe en esta vida.
Recuérdese que aguar el
vino era también una exigencia socrática, según se lee en los Diálogos de Platón. Se tardará mucho, en
Europa en beber el vino puro, que antes de ser bebida del placer fue medicina,
administrado sin agua.
Que el virtuoso Amor venze a
Cupido: Al fuego del Amor con otro fuego/ con arco al
arco, a alas con las alas/ la Némesis amó, porque Amor ciego/ (como las hizo)
suffra cosas malas./ No le basta llorar, no basta ruego,/escúpese tres vezes en
sus galas,/con fuego el fuego (gran cosa) se inflama/del Amor aborreze Amor la
llama.
Que la letra mata y el Spíritu da
vida: Las letras halló Cadmo, que
fatigan/el alma, mas las sciencias la mitigan.
La temeridad: En vano aprieta el freno el carretero/a
quien lleva el cavallo desbocado/a derribarle de un despeñadero. /No te confíes
de hombre sonlocado,/en quien no ay uso de razón entero,/siendo por su alvedrío
gobernado.
Contra los suzios: La Ibis en el Nilo conoscida,/que con el
pico a cámara provoca/su vientre, como quien recibe ayuda,/es afrentoso nombre,
con que toca/Battiades y Publio ser la vida/de su enemigo baxa, sucia y loca. [Los
egipcios, observadores como eran, comprobaron que esta singular ave exótica
introducía su largo pico encorvado lleno de agua en el ano para limpiarlo, y he
aquí que aparece la idea de los enemas (2.500 a.C.). Tanto Calímaco(Battiades)
como Ovidio, escribieron sendos poemas contra dos enemigos suyos a quienes
encubrieron bajo el nombre de Ibis.]
Curiosamente, el emblema
LXXX original de Alciato, que tenía que ver con una defecación en un pozo, después en una vasija en una
alcoba, fue, finalmente, expurgada y desapareció de la colección.
Decía así, en su original
latino: Adversus naturam peccantes
Turpe
quidem factu, sed et est res improba dictu,
Excipiat siquis choenice ventris onus.
Mensuram, legisque modum hoc excedere sanctae est,
Quale sit incesto pollui adulterio.
Excipiat siquis choenice ventris onus.
Mensuram, legisque modum hoc excedere sanctae est,
Quale sit incesto pollui adulterio.
La luxuria: El Fauno con la oruga coronado/da señal de
luxuria y de su llama,/que en el cabrón y oruga esto es notado,/y el Sátiro a
las Ninfas sigue y ama. [La oruga es la rúcula, que tiene fama, al parecer
de afrodisíaco.]
Bivir templadamente y no creer de
ligero: El ser templado y no
creer fácilmente/ser certidumbre de la vida humana/ dixo Epicarmo. Mira la
prudente/mano con ojos, que jamás fue vana/por creer o que ve tan
solamente./Mira el Poleo, señal de la anciana/templanza, con el qual apartar
pudo/Heráclito del bando al pueblo rudo. [La anécdota de Heráclito
tomándose un poleo-menta en medio de los disturbios de Éfeso para llamar a la
reflexión a sus habitantes.]
Sería muy injusto con Alciato y la tradición clásica de los herbolarios, si no añadiera aquí, aun de manera muy resumida, el fervoroso homenaje que a los árboles -seres tan amados por mí- les dedica en sus emblemas: Ciprés; enzina; laurel (“con polvo haze el sueño verdadero”); abeto(Nasce en los altos montes el Abeto,/para el mar conveniente. En la adversas/cosas, siempre ay de bien algún secreto.); pino; membrillo (Precepto de Solón fue que a la esposa/el membrillo por don se presentase,/por ser muy sana fruta y deleitosa,/y que en la boca suave olor dexasse.); coscoja; yedra(Es verde por de fuera su semblante,/y en lo demás la amarillez la abona,/como al que en los estudios se envejece,/de do siempre su fama reverdece.): box (…de amarillez está teñido/ como el que del Amor se siente herido.); naranjo (De Venus es este fruto dorado:/su amargor dulce claro lo demuestra/que ansí el Amor dulzagro fue llamado.); álamo blanco; sauze (Al Sauze llamó Homero pierdefruto,/y dio a entender que el que aborrece el vino/ jamás en sciencia alguna es absoluto.); moral (Nunca el moral prudente reverdece/hasta que todo el frío sea pasado,/y tiene nombre que no le merece/pues necio (con ser sabio) fue llamado).
Sería muy injusto con Alciato y la tradición clásica de los herbolarios, si no añadiera aquí, aun de manera muy resumida, el fervoroso homenaje que a los árboles -seres tan amados por mí- les dedica en sus emblemas: Ciprés; enzina; laurel (“con polvo haze el sueño verdadero”); abeto(Nasce en los altos montes el Abeto,/para el mar conveniente. En la adversas/cosas, siempre ay de bien algún secreto.); pino; membrillo (Precepto de Solón fue que a la esposa/el membrillo por don se presentase,/por ser muy sana fruta y deleitosa,/y que en la boca suave olor dexasse.); coscoja; yedra(Es verde por de fuera su semblante,/y en lo demás la amarillez la abona,/como al que en los estudios se envejece,/de do siempre su fama reverdece.): box (…de amarillez está teñido/ como el que del Amor se siente herido.); naranjo (De Venus es este fruto dorado:/su amargor dulce claro lo demuestra/que ansí el Amor dulzagro fue llamado.); álamo blanco; sauze (Al Sauze llamó Homero pierdefruto,/y dio a entender que el que aborrece el vino/ jamás en sciencia alguna es absoluto.); moral (Nunca el moral prudente reverdece/hasta que todo el frío sea pasado,/y tiene nombre que no le merece/pues necio (con ser sabio) fue llamado).
Los emblemas de las Empresas políticas, cuyo verdadero título fue Idea de un príncipe político cristiano, representada en cien empresas, son mucho más discretos en lo que se refiere a la ilustración, porque son pequeños dibujos alegóricos de lo que desarrolla Saavedra Fajardo en cada una de las ciento una empresas que configuran una obra de madurez con fuertes componentes autobiográficos y con un afán memorialístico de primera magnitud. Queda claro, desde el principio de la obra, que Saavedra no quiere que se pierda el caudal de experiencias que ha atesorado a lo largo de su ajetreada vida como embajador y negociador en las corte de Europa. Su modelo es El príncipe de Maquiavelo, aunque coincide en sus fechas con otro libro paradigmático de ese género, El político, de Baltasar Gracián, que toma como modelo a Fernando de Aragón. El libro de Saavedra tiene un enfoque práctico que le da una personalidad muy marcada a la obra, porque, lejos de perderse en reflexiones sobre la naturaleza del Poder o de los límites de su ejercicio, Saavedra concibe el suyo casi como un libro de autoayuda al que pueda recurrir el Príncipe cada vez que la gobernación de la república le ponga en un aprieto, que es el estado natural del gobernar, como nadie ignora: [He] procurado cultivar este libro por si acaso entre sus hojas pudiese nacer algún fruto, que cogiese mi príncipe y señor natural, y no se perdiesen conmigo las experiencias adquiridas en treinta y cuatro años que, después de cinco en los estudios de la Universidad de Salamanca, he empleado en las cortes más principales de Europa. (…) Toda la obra está compuesta de sentencias y máximas de estado, porque estas son las piedras con que se levantan los edificios políticos. No van sueltas, sino atadas al discurso y aplicadas al caso, por huir del peligro de los preceptos universales. Con estudio particular he procurado que el estilo sea levantado sin afectación, y breve sin oscuridad. (…) Bien sé, ¡oh, lector!, que semejantes libros de razón de estado son como los estafermos, que todos se ensayan en ellos y todos los hieren; y que quien saca a luz sus obras h de pasar por el humo y prensa de la murmuración (que es lo que significa la empresa antecedente, cuyo cuerpo es la emprenta); pero también sé que cuanto es más oscuro el humo que baña las letras u más rigurosa la prensa que las oprime, salen a la luz más claras y resplandecientes. Vale.
Las Empresas políticas es un libro más citado que leído, eso seguro, y
mi propósito es invitar a los
intelectores a recuperarlo como lectura de horas sueltas y provechosas. En
estos tiempos en que Pablo Casado es cuestionado intelectualmente como líder
recién elegido del PP, quiero mencionar que la edición de Anaya que he leído es
una edición de Manuel Fraga Iribarne, quien no solo derrama sus saberes en un
documentado prólogo, muy interesante, sino que, además, se ha encargado de
seleccionar el texto definitivo de cada Empresa,
con lo cual, quien lea el libro, lee, a su vez, la lectura de Fraga, y a ese
respecto pueden estar tranquilos: Don Manuel, en su vertiente intelectual de catedrático,
ha escogido la veta y ha dejado fuera la escasa ganga que hay en estos textos
escogidos de Saavedra Fajardo, de tal manera que abe agradecerle esa “poda” que
aligera una obra propiamente “torrencial” -364 pp en la edición de Fraga- ,
porque Saavedra tiene poca contención a la hora de escribir, por más que sea
propenso a una formulación aforística que, sin embargo, acaba traicionando con
prolijas explicaciones. De ese pensamiento vivo sobre lo que ha de ser una
república, sobre cómo ha de ser y qué ha de hacer el Príncipe que la gobierna,
iré extractando algunos fragmentos que podríamos considerar de aplicación
preceptiva en nuestro presente, salvadas
todas las distancias. No estamos en presencia de un escéptico o de un
librepensador, pero Saavedra se acerca mucho a la imagen del intelectual
desprejuiciado que se encara con la realidad y no quiere ni que le engañen ni
engañar él a otros, y menos, por supuesto, al Príncipe que puede beneficiarse
de sus enseñanzas. Dejamos de lado tópicos recurrentes, como que la historia es maestra de la verdadera
política, y entramos en lo que las Empresas tienen de auténtico tratado antropológico
en el cual el estudio de las pasiones del alma ocupan un lugar preferente, dado
que el Príncipe, para poder serlo con eficacia y justicia, ha de ser, antes que
nada, un perfecto ejemplo de hombre templado, equilibrado, de ahí que no haya
de ser, jamás, juguete de pasiones ni arrebatos que, como la ira, por ejemplo,
pueden acarrearle grandes daños: En la
ira no es un hombre el mismo que antes, porque con ella sale de sí. No la ha
menester la fortaleza para obrar, porque esta es constante, aquella varía; esta
sana, y aquella enferma. (…) No se
vencen las batallas con la liviandad y ligereza de la ira. Ni es fortaleza la
que se mueve sin razón. Y, finalmente, el
príncipe que se deja llevar por la ira, pone en la mano de quien le irrita las
llaves de su corazón, y le da potestad sobre sí mismo. Todo el libro está
lleno de un conjunto de aforismos morales que, adecuadamente extractados,
podrían habernos dado un volumen como el de los aforismos de Antonio Pérez, tan
celebrados en su momento cuando fueron extractados de sus cartas españolas y
latinas: No es menos peligrosa la buena
fama que la mala. (…) No se teme a
los hombres el vicio, porque los hace esclavos; la virtud sí, porque los hace
señores. (…) La pompa engendra
soberbia, y la soberbia ira. Hay una permanente loa de la contención y la brevedad,
ya digo, como muestra de la necesaria sindéresis que ha de manifestarse en las
palabras y obras del Príncipe: Los razonamientos breves son eficaces y dan
mucho que pensar. Ninguna cosa más propia del oficio de rey que hablar poco y
oír mucho, porque, como es bien sabido, desde la sabiduría popular, los
locos tienen el corazón en la boca, y los cuerdos la boca en el corazón.
Saavedra Fajardo se me ha revelado como un autor sorprendentemente “moderno” para
su época, en la medida en que ni siquiera comparte algo que fue doctrina incuestionable
de los reinos europeos hasta la Revolución Francesa, propiamente: el origen
divino de los reyes: La naturaleza no
hizo reyes; que la purpura es símbolo de la sangre que ha de derramar por el
pueblo, si conviniere, no para fomentar en ella la polilla de los vicios; que
el nacer príncipe es fortuito, y solamente propio bien del hombre la virtud;
que la dominación es gobierno, y no poder absoluto, y los vasallos súbditos, y
no esclavos. (…) No se eligió el príncipe para que solamente fuese cabeza, sino
para que, siendo respetado como tal, sirviese a todos. Esta misma
visión del Príncipe como sujeto de
deberes, más que de derechos, no deja de ser, en cierto modo, un visión
adelantada a su época ¡y aun a la nuestra!, a juzgar por cómo ciertos
representantes democráticos más parece que hayan sido elegidos para “aprovecharse”
del Poder que para usarlo en provecho de la comunidad. De hecho, es curiosa su
teoría de la fiscalidad, tan progresista: No
se han de imponer los tributos en aquellas cosas que son precisamente
necesarias para la vida, sino en las que sirven a las delicias, a la
curiosidad, al ornato y a la pompa; con lo cual, quedando castigado el exceso,
cae el mayor peso sobre los ricos y poderosos y quedan aliviados los labradores
y oficiales, que son la parte que más conviene mantener en la república.
Llama la atención de cualquier intelector avezado la defensa de la libertad de
expresión que invoca Saavedra Fajardo, quien siempre está presto a recordar que
el pueblo tiene derechos y, entre ellos, el de ser oído, por más que en los palacios se procura divertir con los
entretenimientos y la música los oídos del príncipe, para que no oiga los
gemidos del pueblo. Esa libertad de expresión la extiende Saavedra incluso
a los libelos contra el rey y sus consejeros, como medida higiénica para la
salud de la república: La murmuración es
argumento de la libertad de la república, porque en la tiranizada no se permite.
(…) “Dejadlos murmurar, pues nos dejan
mandar”, decía Sixto V a quien le
refería cuán mal se hablaba de él en Roma. (…) Por las alabanzas y murmuraciones se ha de pasar, sin dejarse halagar
de aquellas ni vencer de estas. (…) Es
de príncipes saberlo todo; pero indigna de un corazón magnánimo la puntualidad
en fiscalear las palabras. La república romana las despreciaba, y solamente
atendía a los hechos. Y. finalmente, esta apelación sorprendente a la
verdadera necesidad del Príncipe para evaluar su acción de gobierno, ¡y que
tanto contrasta con el rigorismo con que se tratan en nuestros días ciertas
libertades expresivas!: Procure también el príncipe que lleguen a
sus ojos los libelos infamatorios que salieren contra él; porque, si bien los
dicta la malicia, los escribe la verdad, y en ellos hallará lo que le encubren
los cortesanos, y quedará escarmentado en su misma infamia. Como no podía ser de otro modo, dado lo que
vamos leyendo de este autor tan injustamente olvidado…(quizás sea necesario que
vaya preparando un entrada sobre el descuido e incluso indiferencia con que tratamos
todo lo “nuestro”, sin pecar de chovinismo, pero defendiéndolo con convicción),
son muchas las páginas que Saavedra dedica al fundamento de la república, que
no es, como pudiera pensarse, la institución real, el Príncipe, sino la ley,
que precede a quienes, solo gracias a ella, ejercen su ministerio: La ley le constituye y conserva al príncipe,
y le arma de fuerza. Si no se interpusiera la ley, no hubiera distinción entre
el dominar y el obedecer. Sobre las piedras de las leyes, no de la voluntad, se
funda la verdadera política. Líneas son del gobierno, y caminos reales de la
razón de estado. ¿No me digan que esa manera de concluir los razonamientos,
esos broches retóricos no son una joya elocuente de muchísimos quilates: líneas son del gobierno, y caminos reales de
la razón de estado. ¡Y luego quieren algunos que leamos artículos,
memoriales, informes y proyectos de ley de nuestros contemporáneos! Meterse en
este jardín manierista, porque el arte de los emblemas tiene mucho de esa
transición entre el Renacimiento y el Barroco que fue el Manierismo, ¡cómo
soporta la comparación con esos textos abstrusos, anodinos y desaliñados? Denme
cientos como esta de Saavedra y apártenme de esos centones insufribles que pretenden
pasar por teoría política, crítica ideológica o ensayo sobre la moral y las
costumbres… Estábamos, sin embargo, que es lo que importa, en lo que a Saavedra
le parece el fundamento del orden social: la ley: Mejor
se gobierna la república que tiene leyes fijas, aunque sean imperfectas, que
aquella que las muda frecuentemente. O, como lo dice con esplendente
claridad: El fundamento principal de la monarquía de
España, y el que la levantó y la mantiene, es la inviolable observación de la
justicia, y el rigor con que obligaron siempre los reyes a que fuese respetada.
Ningún desacato contra ella se perdona, aunque sea grande la dignidad y
autoridad de quien la comete. Entre esos desacatos, curiosamente, ha de
incluirse el delito de secesión, tan de moda en estos momentos en el actual
reino de España. Y es aleccionador lo que nos dice Saavedra al respecto,
porque, a mi entender, tanto la pasividad de Rajoy en su momento, como la
política de distensión absurda de Sánchez ahora, no atajan un problema que amenaza
con escapárseles de las manos a las autoridades del Estado, si siguen con la
política de paños calientes: En estos y
en los demás remedios de las sediciones es muy conveniente la celeridad, porque
la multitud se anima y se ensoberbece cuando no ve luego el castigo o la
oposición; el empeño la hace más insolente, y con el tiempo se declaran los
dudosos y peligran los confidentes. (…) Como se levantan aprisa las sediciones,
se han de remediar aprisa; más es menester entonces el hecho que la consulta,
antes que eche raíces la malicia y crezca con la tardanza y con la licencia.
Por todo ello, Saavedra tiene muy claro que la mano blanda no es el mejor
remedio para atajar ciertos males que amenazan con enquistarse en el cuerpo
social: Ninguna cosa más dañosa que un príncipe demasiado misericordioso. (…) A
veces se peca más con la absolución que con el delito. Es la malicia muy
atrevida cuando se promete el perdón. (…) La confianza del perdón hace
atrevidos a los súbditos, y la clemencia desordenada cría desprecios, ocasiona
desacatos y causa la ruina de los estados. Como vengo diciendo, se trata de
una lectura en la que quien entre me agradecerá haberlo movido a dar el paso,
si es que esta breve reseña de la magna obra tiene ese poder movilizador. Está
tan lleno de “perlas” de la experiencia, y expresadas con ese amor al laconismo
que acredita de verdadero orador clásico a quien lo usa, que quiero acabar con
un pequeño ramillete de ellas para sola de los intelectores que han tenido la
osadía de llegar hasta esta recompensa…
Lo que se promete y no se cumple lo recibe por afrenta el superior, por
injusticia el igual, y por tiranía el inferior; y así, es menester que la
lengua no se arroje a ofrecer lo que no sabe que puede cumplir.
Ningunos consejeros mejores que las murmuraciones, porque nacen de la
experiencia de los daños.
Un espíritu grande mira a lo extremo: o a ser César o nada, o a ser
estrella o ceniza.
No puede ser virtud la que no es hábito constante.
Mantener una maldad es multiplicar inconvenientes; peligrosa fábrica,
que presto cae sobe quien la levanta.
Ninguna maldad mayor que vestirse de la virtud para ejercitar mejor la
malicia. Cometer los vicios es fragilidad; disimular virtudes, malicia. Los
hombres se compadecen de los vicios y aborrecen la hipocresía; porque en
aquellos se engaña uno a sí mismo, y en esta a los demás.
Es la prudencia regla y medida de las virtudes; sin ella pasan a ser
vicios. Áncora es la prudencia de los estados, aguja de marear: si en él falta
esta virtud, falta el alma del gobierno.
Gran maestro de príncipes es el tiempo. Hospitales son los siglos
pasados, donde la política hace anatomía de los cadáveres de las repúblicas y
monarquías que florecieron, para curar mejor las presentes.
No siempre las novedades son peligrosas; a veces conviene
introducirlas; no se perfeccionaría el mundo si no innovase; (…) lo que seguimos
por experiencia se empezó sin ella.
Los naufragios, vistos desde la arena, conmueven el ánimo, pero no el
escarmiento; el que escapó de ellos, cuelga para siempre el timón en el templo
del desengaño.
A más príncipes ha destruido la lisonja que la fuerza. ¿Qué púrpura
real no roe esta polilla, que cetro no barrena esta corona?
¡Oh, infeliz suerte de la majestad, que aún no tiene segura la verdad
de los libros, siendo los más fieles amigos del hombre!
No se ha de lisonjear a un enemigo declarado. Lo que se deja de obrar
con las armas, no se interpreta a benignidad, sino a flaqueza, y, perdido el
crédito, aun los más poderosos peligran.
A título informativo, incluyo
una brevísima selección de algunos de los emblemas usados por Saavedra para
ilustrar sus Empresas: