Voces reunidas, de Antonio Porchia:
la discreta sabia voz de la humildad, el
pasmo y la serenidad vitales..
Como
tantas otras lecturas fundamentales de mi vida, debo el conocimiento de Antonio
Porchia a Luis Valdesueiro, a cuya sombra generosa he ido creciendo en la
experiencia lectora, en la exigencia de la reflexión, en el escarmiento vital y
en la continencia grafómana. En su blog leí una antología del decidor italo-argentino
y después, impactado, he acabado en su único libro, Voces, sobre el cual quisiera expresar algunas ideas, pocas y en
agraz, por si a algún intelector pudiera interesarle acercarse a tan curioso
personaje.
El
hecho de que Antonio Porchia sólo haya dicho –y posteriormente escrito– un
libro en su vida, por más que fuera añadiendo voces –que así llama él a sus pensamientos, denominación que hemos
de respetar por exigencia del propio autor: Jamás
digan que escribo aforismos. Me sentiría humillado–, en entregas sucesivas
del mismo volumen, es ya, me parece, un signo tan aplastante de inteligencia
que constituye, su lectura, una propuesta a la que no podemos negarnos, ni
debemos. Son escasos los autores silenciosos, como Juan Rulfo o Mallarmé, como
para no tenerlos en un pedestal. Lo mismo sucede con Porchia.
Voces es el nombre con que
bautizó Porchia sus pensamientos, reflexiones o inspiraciones dichos, porque
nunca queda claro, a propósito de su técnica compositiva, cuál es el método
dominante, y aunque me cueste lo mío, porque, al margen del expreso deseo del
autor de que no lo confundan con un aforista (y el género de la aforística es
propenso a toda clase de rarezas y manías), porque es innegable que Porchia,
como Heráclito, con quien tantas semejanzas he hallado, hace del aforismo, a
menudo lírico, un método de pensamiento, trataré de no volver a usar la palabra
aforismo en lo que resta de entrada.
Nunca una edición, por
chapucera que sea, es capaz de menoscabar una obra importante, pero a veces una
edición magnífica realza esa misma obra y deja en el lector la sensación de
haber hecho, con su adquisición, un
negocio redondo: vital. Eso ocurre con la edición de Pre-Textos: la excelencia
de los materiales complementarios y las ilustraciones fotográficas nos permiten
considerar este volumen de Porchia como una de las joyas de nuestra biblioteca,
y ello sin caer en el carísimo vicio de la bibliofilia, a veces mera pulsión
estética, hija de la perversa ostentación. Digamos, en términos de justicia
poética, que el autor merecía una edición así. Tener a nuestro alcance el
corpus total de las voces, salvo las regaladas generosamente por el autor y no
incluidas en ninguna de sus ediciones, las definitivas y las abandonadas, amén
de una valiosa tabla de variantes, nos permiten no solo lo principal: leer y
disfrutar con la voz ingeniosa, filosófica, paradójica, radicalmente escéptica
y dulcemente apasionada del autor, sino también hacernos cargo del
interesantísimo proceso de creación y de transformación de dichas voces hasta
alcanzar el beneplácito definitivo de un vocero exigente y riguroso como la
brevedad de su obra lo demanda.
Con Antonio Porchia puedo
dilatar brevemente la continuación de la serie sobre la teoría del carácter (a
un paso ya de la entrega sobre Otto Weinninger que le pone punto y final)
porque él, en sí, es un carácter que puede y debe ser estudiado a la luz de lo
hasta aquí expuesto en la teoría. Los elementos biográficos que nos proporciona
la edición de Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo nos permiten tener una
idea nítida de ese carácter singular de Porchia. Datos sustanciales son, entre
otros: que su padre fuera un sacerdote que colgó los hábitos para casarse, que
el niño Antonio fuera acosado por los niños del pueblo italiano donde vivía,
quienes corrían señalándolo con el dedo
y gritando: ¡Il figlio del prete!” , que tuvieran que emigrar para escapar a
ese acoso social, que el padre muriera en edad temprana (Mi padre, al irse, regaló medio siglo a mi niñez), obligándolo,
como hijo primogénito a tener que trabajar desde temprana edad para ayudar a su
familia a salir adelante, que se independizara cuando ya sus hermanos se valían
por ellos mismos y que escogiera la soledad y un piso bien humilde donde llevar
una vida modestísima, alejada de cualquier veleidad literaria y ajena a
cualquier lucha por el reconocimiento público. Quiero destacar de esos datos
que entre los diversos oficios a los que se dedicó Porchia para sacar su
familia adelante se menciona el de tejedor de cestos. Quienes hayan leído mi
entrada sobre Eusebio, la novela
pedagógica de Montengón, en la que el tutor del protagonista decide iniciar su
educación enseñándole un oficio con el que poder valerse en la vida antes de
dedicarse a estudios enjundiosos que, acaso, no le permitan subsistir, se
percatarán de la magnífica coincidencia que esto supone, algo así como si en la
base de la reflexión hubiera de estar forzosamente la habilidad manual, lo que
nos llevaría a unas elucubraciones en las que lamentablemente no puedo
internarme ahora.
Con esos datos, más la
proverbial afectuosidad y humildad del personaje, además de su tendencia
filosófica que toma como raíz la experiencia cotidiana de su propio existir, no
es difícil imaginar que Porchia pueda ser asimilado a la figura de un maestro
zen (Hablo pensando que no debiera
hablar: así hablo), que hace de la expresión enigmática del pensamiento una
forma de estar en el mundo. Hemos de tener presente que las voces nacieron como
tales, dichas, no escritas, de ahí que la dimensión oral de la misma asimile a
Porchia fácilmente a la figura del maestro zen o de cualquier otro maestro sea
helénico, sea medieval, si bien él nunca pretendió “sentar cátedra”, sino que,
al parecer, le salían espontáneamente en contacto con la realidad, le venían, como decía él, y nunca podía
prever cuándo se producía esa venida, de ahí su negativa a comprometerse con
revista ninguna para proveerlos con voces inéditas, porque no respondían a un
proceso de maduración reflexiva, sino, antes bien, a la visita caprichosa de la
famosa inspiración, de naturaleza
poética. Por ello mismo, el proceso de depuración de las voces, como ocurre con
la transmisión oral, fue acendrándose en sucesivas elaboraciones de las voces
hasta encontrar la forma definitiva, momento en que son llevadas al papel, si
bien en éste aún admitirían algunos cambios. Se trata de un proceso poético en
todo equivalente al de Juan Ramón Jiménez, de quien es conocida su proverbial
obsesión por la reescritura de su obra en busca de una perfección que siempre se
le escapaba: ¡Intelijencia, dame el
nombre exacto de las cosas!, clamaba el poeta de Moguer. Porchia no aspira
a tanto, porque es proverbial su escasa confianza en la posibilidad de alcanzar
verdad alguna: Quien dice la verdad, casi
no dice nada.
De entre las confidencias
de amigos, familiares y conocidos, me ha llamado la atención el hecho de que,
para todos, Porchia fuese siempre “don Antonio”, que tanto recuerda a otro
Antonio inmortal, Machado, de quien también es proverbial su bonhomía y las preocupaciones
filosóficas que inmortalizó en sus aforismos en verso, esos proverbios y cantares con los que las voces
tanta relación guardan. Y hasta sería un hermoso ejercicio crítico comparar
ambos textos y ver la raíz común de muchos de ellos.
Porchia vivió en el barrio
de Boca, en Buenos Aires, zona escogida por la inmigración italiana a la que
pertenecía nuestro escritor, lo cual, visto desde ayá imprime tanto carácter al carácter propio como ser del Chamberí
o del Lavapiés madrileños. De Porchia dicen que jamás cerraba con llave la
puerta de su modesta casa, por ejemplo, lo cual nos habla de una vida de barrio
en el que la degradación de las relaciones humanas y la aparición del miedo cerval
al otro, al que se ve como una potencial amenaza, aún no ha aparecido. Cuando
llegaron los malos tiempos se vio obligado a vender la casa y compró otra, aún
más modesta en la calle Malaver (sin duda Mal
haber…) del barrio Olivos, más al norte de La Boca. Al modo Kantiano, Porchia
no fue hombre de viajes ni al que le interesara el conocimiento de otros
lugares u otras gentes. Incluso rechazó, por un desdén no fingido hacia la
posible importancia de su obra, e incluso de su persona –Quien se queda mucho consigo mismo, se envilece– un viaje a París
que Roger Caillois le proponía como momento estelar de su consagración
literaria: Las distancias no hicieron
nada. Todo está aquí, le responde. De
hecho, solo cuando Caillois difundió internacionalmente la obra de Porchia, se
avinieron, en la prestigiosa revista SUR, a publicarle sin las correcciones infamantes
que obligaron al vocero a retirar sus
originales de la revista la primera vez que se los pidieron, por sugerencia
también de Caillois durante la estancia de éste en Argentina.
El carácter de Porchia me
recuerda, hasta cierto punto, al del protagonista de El hombre que no quería ser santo, de Edward Dmytryk, porque hay un
paralelismo evidente entre la humildad de ambos: ni uno se cree ni por un
momento que haya sido señalado por Dios, ni el otro se cree que haya sido
señalado por Hermes, y ambos rechazan la importancia y trascendencia que les
atribuyen los demás. De Porchia podríamos decir que cumple con creces el
precepto quien no sabe saber, no sabe
que incluyó Juan de Zabaleta en ese libro portentoso y de tan amenísima lectura
que es Errores celebrados. Y Porchia
supo saber con creces. De ahí, también la importancia de su discurso
fragmentario pero trabado con una coherencia que atraviesa toda su breve e
inmensa obra. El modo como entregaba
sus voces, al hilo de cualquier conversación, sin ningún tipo de énfasis, como
la muy célebre proferida con ocasión de una visita a una persona en un hospital: Estar en compañía no es estar con alguien,
sino estar en alguien, nos permite comprobar fehacientemente la dimensión
exacta de su humanidad.
Su obra no solo es hija
directa de su experiencia, sino que él mismo considera que constituye una
autobiografía: Mi libro Voces es casi una
biografía. Que es casi de todos. El sentimiento de pertenencia a la
comunidad, un suerte de inclusión no siempre deseada, es algo que debió nacer
en él a raíz de su simpatía hacia el anarquismo en la juventud y hacia el
socialismo en la madurez. De todos modos parece haber prendido en él un
sentimiento individualista que se refleja en buena parte de sus voces: Tenemos un mundo para cada uno, pero no
tenemos un mundo para todos. Esa conciencia de uniquidad, digámoslo así, se refleja fielmente en tantas y tantas
voces en que parecen mostrarse los conflictos íntimos de su autor, los
emocionales y los intelectuales, porque Antonio Porchia es un filósofo de lo
trascendente, un metafísico. No es extraño que quienes lo conocieran dijeran de
él que no era persona a la que le gustara contar anécdotas personales, sino
ofrecer reflexiones de índole abstracta. Leer las voces de Porchia es como
hacer un curso de filosofía que no aspire a la verdad común, sino a la verdad
subjetiva de un ser singular que, sin embargo, en modo alguno se cree superior
ni inferior al resto de sus congéneres. Se manifiestan en ellas concepciones
que desafían lo establecido y que pretenden ser expresión de un ser concreto en
un tiempo concreto, si bien todas sus voces van más allá de a anécdota, a la
ardua busca de la categoría. El mundo referencial de sus voces no tiene un
ámbito privilegiado ni se intuyen en él obsesiones que se conviertan en motivos
recurrentes: siendo fruto de la inspiración, es habitual pasar de una a otra temática, enriqueciendo todas ellas un
discurso que dará que pensar a sus intelectores.
Su obra apareció, ya con
el nombre de voces, en una publicación de izquierdas, La Fragua, el año 1938, y la primera edición de sus voces reunidas
no vería la luz sino cuando Porchia tenía 58 años, en 1943, en una edición
hecha por el movimiento cultural Impulso
que, en defensa de las artes y las letras había formado con unos pintores
amigos. De aquella primera edición de Voces
se imprimieron 1000 ejemplares que, sin poder ser vendidos y por la necesidad
de buscarles un lugar para que no estorbaran, fueron repartidos por la red de
bibliotecas estatales, donde iniciaron su camino hacia el éxito a través de las
peticiones de préstamo de los lectores y de la difusión que estos hacían de las
voces, copiándolas y transmitiéndolas a conocidos y familiares. Se trata, pues,
de un éxito de público muy parecido al que hoy en día se produce a través de la
red de internet al margen de las grandes distribuidoras, sean de cine, de
literatura, de arte o de música.
Como en otras ocasiones,
ofrezco una selección según mi propio interés, en modo alguno representativa de
nada más que mi soberano gusto. Lo que trataré es de poner en relación las
voces con el carácter del autor, de manera que, al final, resulte una suerte de
retrato caracterológico que nos permita hacernos una idea lo más aproximada
posible a aquella manera de ser, tan suya y única, de Antonio Porchia:
“Mi madre me adoraba. Pero
el bien me ha hecho un mal infinito. He sufrido mucho por ella. Por eso he
escrito”:
Otra vez no
quisiera nada. Ni una madre.
Esta es una de esas voces
que indican bien a las claras el altísimo grado de compromiso con la responsabilidad
individual que honran la figura del escritor, lo cual no obsta para que
reconozca, como muy bien dice, todo el mal que le hizo el bien: renunciar a su propia vida.
Creo que son los males del alma, el alma. Porque el alma
que se cura de sus males, muere.
Una cosa, hasta no ser toda, es ruido, y toda, es
silencio.
Has venido a este mundo que no entiende nada sin
palabras, casi sin palabras.
Porque sus voces son, para
él, una especie de atrevimiento, de osadía, por la que incluso está dispuesto a
disculparse. Lo justifica que no son hijas de las lecturas ni de influencias de
ningún tipo, porque Porchia es el modelo clásico del escritor autodidacto que
crea su propia tradición. Su particular manera de concebir las voces no tiene
parangón ni en la literatura argentina ni en la mundial, de ahí su resistencia
a que se le sume en la tradición de la aforística.
En plena luz no somos ni una sombra.
A veces, de noche, enciendo una luz, para no ver.
Este modo de composición
paradójica, tan del gusto oriental, en la línea de lo mejor de la escuela zen,
es sello singular de Porchia. Recuérdese el proverbio chino: El lugar más oscuro está justo debajo de la
lámpara, por ejemplo.
Sí, me apartaré. Prefiero lamentarme de tu ausencia que
de ti.
Qué te he dado, lo sé. Qué has recibido, no lo sé.
Hay siempre en Porchia una
suerte de visión de la realidad que acentúa la imposibilidad de la comunicación
y la visión de las relaciones humanas como una escisión irreparable.
Para no engañar, no me basta no engañar.
Quise alcanzar lo derecho por sendas derechas. Y así
comencé a vivir equivocado.
Cuántos, cansados de mentir, se suicidan en cualquier
verdad.
El escepticismo es, por decirlo
así, marca de la casa en Porchia. Del mismo modo que no hay verdades absolutas,
sí que hay una tendencia “de especie” hacia el autoengaño.
Si me olvidase de lo que no he sido, me olvidaría de mí.
A veces pienso en ganar altura, pero no escalando hombres.
Un corazón grande se llena con muy poco.
En efecto, porque en el
corazón grande de quien es un carácter como Porchia cabe todo, y aun la más
mínima porción de sentimiento es capaz de captar su atención y su preocupación.
La bondad es un mal, según Porchia, porque es un sentimiento irresistible, para
él.
He abandonado la indigente necesidad de vivir. Vivo sin
ella.
Cuando no ando en las nubes, ando como perdido.
Esta característica de nefelibata, propia de Porchia, es un
rasgo distintivo de su carácter en el que coinciden allegados y conocidos. Diríamos
que las voces parecen llegarle al autor desde la Inopia, de Babia o desde la
luna de Valencia, lugares muy concurridos por todo tipo de abstracciones como
las que alimentan mayoritariamente las voces que oye el autor. Recuerdo que
quienes oyen voces suelen ser etiquetados como locos, es decir, como seres
marginales, de excepción. Ahora bien, Porchia es un loco sin tema fija que se
fija en una generosa pluralidad de temas.
Saber morir cuesta la vida.
Lo que me digo, ¿quién lo dice? ¿A quién lo dice?
Todo es nada, pero después. Después de haberlo sufrido
todo.
No perdonamos ser como somos.
Cuando tú y la verdad me hablan, no escucho a la verdad.
Te escucho a ti.
Ahora el instante, luego lo eterno. El instante y lo
eterno. Y sólo el instante es tiempo, porque lo eterno no es tiempo. Lo eterno
es recuerdo del instante.
Nunca se puede no lastimar. Pero se puede lastimar menos,
lastimando donde menos se lastima.
Comprendo que la mentira es engaño y la verdad no. Pero a
mí me han engañado las dos.
He aquí una muestra
clarividente de esa visión entrañada que tiene Porchia de la realidad, alejada
de los axiomas lógicos y transgresora de lo comúnmente aceptado.
Tu calor fue tan breve que sólo pude sentirlo frío.
La bondad no es vida.
Dejo pasar el tiempo sin oponerle ninguna resistencia.
El amor nace de dos amores y muere en uno.
Reír de no reír, llorar de no llorar: ser de no ser.
El hombre, cuando dice “el hombre es así”, no dice “yo
soy así”.
Todos pueden matarme, pero no todos pueden herirme.
Como en todo buen
escéptico hay un poso de orgullo en Porchia que lo protege de la vulnerabilidad
que se manifiesta en tantas y tantas voces donde, sin recato, exhibe su
desamparo existencial, emocional. Halla en ese orgullo un seguro, un refugio
donde recogerse en sí mismo aunque sea para advertir, como hemos leído antes,
que la bondad no es vida, por
ejemplo. La constante ambivalencia de sus voces, la oposición de sentimientos
contrarios, la inclinación a rechazar lo dado, lo existente y la necesidad de
afirmarse en la dimensión abstracta de la realidad configuran de algún modo los
ejes fundamentales de la obra de Porchia, como se aprecia en la breve selección
que he ofrecido. Estoy convencido de que serán pocos los intelectores que
renuncien al disfrute de la obra completa del autor, gozo que, afortunadamente,
se alargará en el tiempo, porque a las voces de Porchia se puede volver en el
libro y, ¡sorpresa!, también en un CD incluido en la edición en el que pueden
oírse algunas de ellas en la propia voz del autor, en la que aún se manifiestan
ecos de su italiano materno que nunca olvidó y que habló toda su vida con absoluta fluidez. Que
lo disfruten.