Sólo hay dos pedagogías: la del amor y la de la muerte. Ambas enseñan lo mismo.
No, mamá. Yo sé que tú no estás muerta. No creo en trasmundos de chamusqueo eterno, ni de paraíso de aburrición, ni de tibio purgatorio. Tanto menos (que me parece que es darle del revés para lo mismo a la cosa) en espíritus chocarreros ni brujas ni entreplanos de la Realidad. Que ya con una Realidad me basta y sobra como para andar buscando otra.
Pero yo sé bien que no estás muerta. Que aunque te ande por aquí extrañando el cuerpo lirondo tuyo, tus gafas oscuras, tu mata negrísima de pelo (con el entrecano de los años), tu sorna perenne del mundo este de hombres que te tocó parir, yo sé que no estás muerta.
Mientras haya gramática que te nombre, que nos nombre. Habrá vida. La muerte es que ya a uno no le pase nada. Que uno sea el que es. Y tú no serás, no señora, de eso ya me encargaré yo, de seguir dándote quebraderos de sueños y miedos, madre que los tenías a puños.
Quién sabe, quizá sin el burbujeo televisivo que te hacía compañía siempre, sientas algo y escuches mejor. Perdona que, aún después de este trance tuyo, siga con la sorna de la tele y el crucifijo (que para mí, ya lo sabes, son casi lo mismo), pero ¿qué quieres? Ya mucha paz te dará el cuerpo tuyo, lindo y fregado ya de rosas, déjame que te siga yo (como solías hacer tan empecinadamente tú) poniéndote el gorro de razones y tonterías que se me cruzan por en medio.
¿Haz visto que fui a tu funeral? Con corbata y todo. Como me decías, sabiendo lo poco que me gusta, cuando la usaba: "Qué guapo" y te sonreías. Por más mortificaciones que la peste esa que te cayó encima te estuviera dando. Y hasta fui a misa. Y hasta recé. O por lo menos mustié lo mismo que mustiaban los demás. Fíjate nada más lo mucho que te quiero como para andar pasando por esos trances.
Que es que ya sabes que ni funerales ni cumpleaños (que para mí son más o menos lo mismo) me gustan nada ni me gustarán jamás. Nunca me perdonaste que ni me parara en tu último cumpleaños, mamá. Pero, oye, es que yo no aguanto esto del conteo del tiempo (que es lo mismo que el funeral, cerrar el tiempo y el ciclo) y, aunque los sacrificios se valgan, hay que medirlos y darlos oportunamente.
Pues sí, que ya parece que nunca más vas a andar por acá, en la casa. Tú cama ya esta limpita y tendida, vacía. La misma cama en la que te vi hace dos días cuando vine a recoger una refacción entremedias del trabajo y me dijo la enfermera que ocupabas que te sentaran, que ya podías caminar con esas piernecillas maltrechas que te había dejado esa peste de Dios. Y bueno, yo, que te siento en la silla de ruedas y me miras y ves la ventana y resoplas y jalas el aire con la garganta y tu hilillo de oxígeno atado a la máquina resopla contigo burbujeando y te digo que ahorita regreso que voy a hacer una cosa y vuelvo y estás agotada de estar sentada y te digo si quieres volver a acostarte en tu cama y me dices que sí y tienes calor y te echan aire con una toalla y te acuesto y miro a mi tía y miro a la enfermera y te miro a ti y me veo a mí, que puedo caminar y brincar y correr y pasear y andar a barruntos por el cerro (aunque claro, tenga yo que volver corriendo al trabajo a dejar la pieza y cobrar los dineros para ir juntando, como tú bien hacías previsora que eras, para mis servicios funerales del futuro) y te di un beso en tu frente perlada y te dije te quiero y te dije que al rato volvía que nos veíamos en la tarde y ya nunca más te vi.
O sí.
O no sé.
Bueno, yo ¿qué voy a saber? Si soy yo. Que ya se sabe que esta pedagogía fantástica del amor y de la muerte es precisamente que hay que olvidarse de uno, de sí, del contorno preciso del límite del alma y patochadas psicológicas que le vengan detrás.
Y estás aquí. Porque te nombro. Que aunque, claro, no sea lo mismo que verte en el rebujo de la sorna y la risota que te traías hasta el lecho mismo de tu muerte, será una forma de no dejarte en paz. Que no te deje la razón, de vez en cuando, de asaltar... y cuando te hacías ovillo con el alma atorada y llenas de miedo, y te venía yo, algo cansado, es verdad (que ya mucho batallaba y batallo yo solo para deshenebrarme el miedo y las ideas), a sacarte algún resabio de alegría a fuerza de parir dudas y más dudas.
No, no estás muerta mamá. Porque la muerte tuya es la muerte de todos, ya se sabe. La muerte de cualquiera es la estadística que juega contra nosotros y nos condena: No, niña, no. Que aunque aquí sigamos en la congoja de la falta de ti, de los abuelos, de Agustín, de Javier, de Juan Pedro, de Panchito, de la Mandrake, de Happy, de... bueno, de esa ristra de nombres y sueños y masa que yo decía ver y tocar y abrazar, pues algo queda, algo se nos va cayendo, una venda que nos dice que el lenguaje lo cubre todo en ese lugar podemos, si aprendemos, como decía el nigromante zamorano, a dejarnos hablar, saldrán vivos y muertos a puños por bocas y nadie sabrá nada.
¿Te imaginas una forma más bonita de Apocalipsis? Que los muertos resuciten en la boca de los vivos. Que de pronto de la urna de tus cenizas naciera una palabra, una palabra sola y que retumbara con un eco levantando de sus sepulcros a los corazones (más muertos los de los vivos, qué duda cabe) e hiciera añicos en un santiamén todo el mundo, el mundo todo con sus crucifijos, sus televisiones, sus cumpleaños y funerales.
Tú, mamá, tú no estás muerta. Así de simple. Por qué si, como decía el silogismo, si no estás ni aquí ni allá, ni en cielo, ni en infierno, ni en tu urna, ni en tu cama, ni en tu cuerpo... ¿por qué ya concluiré que no estás en ningún sitio? No. La demanda sin fin está ahí. La búsqueda puede seguir por siempre y no acabarse nunca. No estás aquí. Pero no estás muerta.
Viva.
Vivan tú y todos los muertos del cementerio. Que esta Realidad que te llenaba de miedos y tristezas, tiene como piedra angular la lápida de cada uno de nuestros muertos.
Vivas tú por siempre, María Magdalena. No llores más, mamá.
Te quiero.