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miércoles, enero 02, 2013

El más triste de todos los mandamientos...


Resulta más que curioso constatar que solo existen tres mandamientos (de la ley cristiana, claro), que son abiertamente positivos. 

1. Amar a Dios sobre todas las cosas.
2. Santificar las fiestas
3. Honrar a tu padre y a tu madre.

El resto de los siete son más bien negativos o prohibitivos. Te impiden hacer cosas, en lugar de obligarte a hacerlas. 

De esos tres mandamientos de obligación, uno tiene que ver con Dios (cosa que lo vuelve bastante importante) y el otro tiene que ver con los padres (cosa que más o menos se puede entender según qué cosas). Es decir, ambos tienen que ver con un cierto "amor" y "honra" hacia otra cosa que no es uno y reviste cierta autoridad: Dios y los padres. Algo que sería bastante digno de analizar y desmenuzar  pero que dejaremos para otra ocasión  porque es que es el tercer mandamiento el que no deja de llamarme la atención:

Santificarás las fiestas.

Locución que no quiere decir sino que se cumplirá el rito establecido según el precepto de la fiesta, sea de cilicio, ayuno o abstinencia y oración, solamente la importancia de Dios supera la del rito:

Ya que en orden de importancia (si se quiere dar, como parece que es, un cierto orden jerárquico al mero ordinal de los  mandamientos), solamente la figura del amor a Dios y la no utilización del nombre de Dios en vano, superan a la importancia de guardar las fiestas, de celebrarlas como es debido.

Incluso por encima de la honra a los padres, al hurto o al asesinato, parece preocuparle a la canónica eclesiástica que lo que primero se haga, una vez queda liquidado el asunto de Dios, es que se reúnan los feligreses al rededor del rito para poder continuar con la institución.

Preguntas son muchas y muy graves las que surgen al rededor de este descubrimiento de Perogrullo. No ahondaremos, aunque tendría sus sentido, en las distintas polémicas alrededor de las teorías de las fiestas y rituales sociales desde el punto de vista antropológico. La fiesta de Pierre Calestres (bastante criticada por lo demás por antropólogos que hacen más trabajo de campo), retomando ciertas nociones de Mauss y Bataille, ve en la fiesta una suerte de transgresión para la eliminación del excedente de la producción (esto aplicado, claro está, a los pueblos fundamentalmente neolíticos, es decir, los pueblos que aún siguen sosteniendo su economía fundamentalmente de la tierra).

Quizá no esté del todo equivocado Calestres siempre y cuando recordemos la máxima fundamental de la transgresión: que es justamente el polo dialéctico del orden. O, como diría el profesor Juan de Mairena, es su complementario, cumpliéndose las dos reglas fundamentales: 1) ser el uno lo contrario de lo otro y 2) ser el un condición de posibilidad de lo otro.

Es decir, sin transgresión no hay orden, sin orden no hay transgresión. Luego, ¿la fiesta es solo la lavada de cara del orden? ¿Será que estas borracheras de muerte y congestión alcohólica y pseudobacanales solo son comprensibles desde la perspectiva del absoluto aburrimiento del día a día? 

Ya he dejado más que claro siempre y en cada momento que odio las fiestas. Las odio con ferocidad y desprecio. Desde las fiestas de fin de año, pascua y vacaciones, como por supuesto y sobre todo, la fiesta personal del cumpleaños y los aniversarios. Independientemente de que nos quieran vender que se trata de una inocentada, que no importa, que da lo mismo celebrar que no celebrar, que es una excusa para pasárselo bien, que no se lo tome uno demasiado en serio...

No, no se puede. Me lo tomo en serio, lo más serio que puedo sin llegar a importunar a la gente. Me tomo, hasta un cierto punto, muy a pecho la tarea de recordar la tristeza. ¿No sienten ustedes como esta orgía de lucesitas y de abrazos esconde una tristeza enorme? ¿No huelen aquí a un trampantojo? ¡Casi como las fiestas de la sangre de San Pantaleón! El hecho de que suceda ante 5 mil personas la licuación de una sangre de más de 1700 años... ¿significa que es verdad? ¿Significa que lo que está ahí ocurriendo es un milagro?

¡Quién lo sabe! Yo, lo cierto, es que no. Pero ese hecho, no me parece más milagroso que ver cómo la gente, acepta sin más, el cambalache tramposo de cambiar 363 días de gusto y regocijo, por uno de orgía y locura. Me sorprende la docilidad de la gente para aceptar esto. (Lo mismo, por cierto, que me sorprende la docilidad de la gente para aceptar el tráfico o los impuestos o el crédito). Me deja boquiabierto, más que si viera yo mismo la higuera seca florecer con la sangre derramada de la decapitación de San Pantaleón. 

¡No señores! Aquí hay un camelo gordísimo. ¡Enorme! ¡Tiene que haberlo para estar justo después del rendir tributo y obediencia y amor y respeto a lo más sublime y sagrado de la institución! Es decir, a Dios. ¡Dios es justamente la justificación de la fiesta! Y no porque se trate de Navidad, sino porque esa idea es la que en el fondo, está detrás de esas carnes entristecidas, cuerpos enmohecidos, alegrías entumecidas, que se lanzan en un frenesí místico y enloquecedor a divertirse. ¡Para qué el cilicio si hoy se bebe cerveza como si de un auténtico deber de penitente se tratara! Y ese sonido de cohetes y pirotécnica que viene a ensordecer como silencio de monje cartujo. ¡No vaya a ser que en ese silencio, se desquebraje la idea de Dios! No vaya a ser que en esa pausa de la producción infernal, nos demos cuenta de que todo esto es una ilusión, todos contemplamos embobados la ampolleta de sangre de San Pantaleón y nos damos golpes de pecho con espantasuegras y gorritos de "Feliz año nuevo"! 

Para que al final, esta pirueta de la roca azul vagabundeando al rededor de la nada de soles, cobre algo de significado... porque si no... porque si no... ¿Cómo iban a sostenerse las alzas de las acciones, los créditos hipotecarios, las idas y venidas a los estadios? ¿Cómo iba a sostenerse todo si no hay un fin? Aunque sea el de este año... ¿Cómo iba a sostenerse Dios si no fuera porque el no es puro amor ni puro nombre, sino institución, rito y fiesta? ¡Dios se desmoronaría sobre nosotros mismos, salpicándonos de su divina sinrazón, si no fuera porque está condenado, como idea que es, a presentarse en la forma ordenada de la fiesta, del pulso, del ritmo, de la mentira teatralizada!

Que se jodan las fiestas, queridos, y ya verán como no necesitamos tanto petardo, ni cerveza, ni abrazos, ni Dios, para estar alegres y cantar.

viernes, diciembre 21, 2012

Del fin del mundo...


Ay, que se acaba, uy, que se cierra el negocio, que ya nos mandan a freir el churro a los santos infiernos. Nada, nada, que esta aurora, como la de ayer y la de mañana será exactamente igual de aburrida y rutinaria que las demás... acaso el signo más inequívoco de que, sí, era verdad, el mundo, hace mucho tiempo que ya se acabó.

¡El fin del mundo no es algo que ocurra en el tiempo! No, el fin de la cosa misma del mundo no puede ser que se de dentro del tiempo si su clausura, es la propia clausura de este tiempo (al menos del calendario gregoriano, vaya usted a saber si las lluvias de neutrinos y chorros de materia oscura que andan por allá por las galaxias, cuenten y midan los tiempos). El fin no se espera en el tiempo, eso es ya mera lógica.

Ahora bien, eso no significa en modo alguno que el fin no pueda tener su lugar. Tener lugar (que algún listillo quiera entender como tener su suceder en el tiempo, ya que tiempo y espacio, más o menos, vienen a ser lo mismo, pero no, no será así si el espacio sin ser trocado en tiempo es algo que se da antes del tiempo o que subsiste por debajo de él, corriendo a su par, sin una aparente modificación del transcurrir del propio tiempo).

Sí, una vez un loco le dijo a mi maestro, "Eh, tú, Calvo, que hablas del fin del mundo, ¡pero si eso fue hace tanto tiempo!", dijo y se sonreía desdentado. Y es verdad, hace tanto que el mundo ya no es mundo.

Quizá el mundo se empezó ha acabar hace unos tres mil quinentos años cuando unos pastores asiros comenzaron a hacer marquitas con un estilete en un forro de lana tejida para ir haciendo las cuentas de las cabezas de ganado y los censos de las poblaciones. Así se comenzó la lenta caída hacia el fin que nos va dejando varias pistas por ahí. La escritura alfabética fenicia, la ida de Colón a América, la invención de la imprenta y finalmente la creación del progreso progresado a partir de la creación del automóvil, el satélite y la producción estúpida del capital.

Ay, amigos, ¿realmente esperan el fin en el tiempo? ¿No se dan cuenta que es justamente el hecho de que el mundo esté conocido y redondo por sus cuatro costados? Si ya lo dice la palabra: "Definir" es dar fin, es delimitar y poner al mundo en la áridez de lo ya conocido de su geografía y de su rutina. ¡Ya se sabe lo que es! Y ya lo que pueda pasar en él, tiene el mismo razgo de aburrimiento, bostezo y desesperación que lo que pueda ocurrir en el Reino de Dios. 

Poco nos deben escandalizar los agoreros del fin de la historia y o del mundo. Desde San Juan a Boris Cristoff, pasando por Hegel o Harold Camping, es lo mismo... Predicen a toro pasado, ya el mundo se acabó, al momento de saberse, ya no hay nada que pueda pasar en él sino lo que estaba mandado que ocurriera.

¿No se dan cuenta la terrible situación? ¿No está el mundo ya tan muerto que a uno solo le puede pasar lo que ya estaba destinado a ocurrirle? El mundo ya se acabó, si no en el tiempo, porque eso es imposible, sí en su tener lugar. Ya no hay lugar para que ocurran cosas inesperadas y ello ya es suficiente evidencia de que el apocalipsis ya se consumó. 

Mefistofélico contrato que el hombre ha firmado con los poderes celestiales: ha cambiado la vida por la seguridad. Y así nos va, trocando significados, los unos por sus contrarios: ¿nunca se han parado a pensar que es posiblemente el hecho de estar tan obsesionados por nuestro fin, nuestra desaparición y abogando por nuestra supervivencia, el signo claro y distinto de que ya lo que hay aquí no puede llamársele vida? Pura espera de la muerte, aquí sentados, viendo al sol levantarse con su redondez sobre todo el orbe conocido. 

Acaso, haya, quién sabe, entre esas hendiduras de saber, algo que se pueda de veras vivir, que se pueda de veras palapar, que ya no sea ese devenir de lo ya hecho y lo ya dicho. Pero eso, queridos, tampoco ocurre en el tiempo... y caso tampoco le quede el lugar.