¿Qué voy a decir de ti, maestro? ¿Qué es lo primero que se me viene a la mente? ¿Tus portentosas obras de traducción? ¿Tus dialéctica sobre la gramática? ¿Tus razones sobre las heridas estas del alma? ¿Tus poemas como perlas y tesoros escondidos en la pulpa del papel que se me vuelven un palpito viviente aquí junto a mi corazón, para herirlo y arrancarle lágrimas y asombros?
No, Agustín, nada de eso se me viene a la mente. Sabemos que tus siembras de tinta seguirán por ahí pululando por siempre y para siempre.
Hoy simplemente me acuerdo de que tenías un corazón muy bonito, Agustín. Nada más. ¡Tan bonito que no te cansabas de dibujarlo por ahí por donde ibas! ¿Te acuerdas? En el libro este de Contra el tiempo, aparece a cada rato. Corazones cruzados de una flecha. Es en lo primero que pienso de ti, maestro. En tu enrome corazón y te imagino con babuchas acercándote al burro con cáscaras de melón para comer. Nada más.
¿De lo demás? Quién sabe si el Régimen, ahora que ya no estás hablando quiera colgarse medallas a tu costa ahora que ya no puedes responderle como hacías, ojalá por lo menos le quede esa decencia. Acaso, si sirviera para algo... bueno... quién sabe. ¿Qué importa, Agustín?
Yo ya no sé bien qué decir. Simplemente quiero decirte "buenas noches", otra vez. Como cuando al salir del Ateneo de Madrid con tus bufandas y tu paso tranquilo, pausado, ligero, ibas sacando un purito para degustarlo en las escaleras y pasar el rato mientas esperaban un taxi o seguías tertuliando ya en la calle. Yo pasaba a veces y sin atreverme demasiado a interrumpirte te decía: "Buenas noches", y tú, aunque tuvieras siempre esa cara de cascarrabias en las fotos, levantabas tus ojillos y lanzabas una sonrisa que ni la más buena de las abuelas es capaz de sonreír así de franca y así de clara.
¡Ay, Agustín, con ese corazón tuyo tan enorme, tan abierto, tan sincero! Te dejabas arrastrar siempre por la muchachada, y es sólo en nombre de ella en que me atrevo a interrumpirte en los pitillos que te haz de estar fumando ahora. Es en el nombre de la muchachada que te veía en las tertulias, en las que te conoció durante el 15M, o de las que fueron tus alumnos en la Complutense o con las que estuviste allá cuando las rebeldías del '65, los que te acompañaron en la Comuna de Zamora, los que estuvieron en las cárceles de Madrid contigo por rebelarse ante la dictadura, por los que cantan tus palabras, por los de las tertulias de la calle Desengaño, por los de Nanterre, los que cantan tu himno preguntándose qué quiere decir, los que te leían en los periódicos, los que te oyeron en la radio, los que te invitaban sin un duro que darte a cambio, los obreros, los estudiantes, los del teatro deleitados por tus adaptaciones de Shakespeare, los filólogos que se quedaban de piedra al ver tus traducciones, los filósofos que preferían hacer como que miraban a otro lado, en nombre de los anónimos simplemente me acerco a decirte gracias, maestro. Muchas gracias.
¿Sabes? Siempre que leo o escucho a alguien con razones atinadas, pienso: Agustín lo sabría decir mejor. Porque ese era el mejor botón de muestra de tu amor, maestro. Que no te bastaba con decir razones que dieran en la diana de las cosas, de las heridas, de los dolores de estos que seguimos por aquí, mediosobreviviendo. No, eso no te bastaba. ¡Había que decirlas bien! ¡Había que hacer el esfuerzo por decirlas de la manera correcta y precisa! Y recalcar que ese decir no era un decir oscuro ni destinado a las élites de la inteligencia, sino para cualquiera, para que cualquiera lo pudiera entender. Y cuando no lo conseguías, me consta que te mortificabas, y buscabas, te devanabas los sesos por encontrar una fórmula, la fórmula más sencilla posible, para explicar eso que otros presentan bajo disfraces de profundidad.
Y tú poesía, señor mío. ¡Tú poesía! Ay, de mí que me salvaste, señor mío. ¡Ay de mí que yo ya andaba barruntando fabricar escupideras con los poemarios del mundo! Pero cuando leí tu poesía quede deslumbrado. ¡Al principio no lo quise aceptar! Era una potencia tan grande la que ejercía, que pensaba: ¡Ea, no qué este es un brujo, un sedicioso, un seductor! Pero después comprendí que no había revés de ninguna de tus intenciones. Que realmente lo que querías hacer, en lo que te dejaste años y heridas sobre la tinta, solo había la intención de hacer algo bello, algo lindo, algo que dijera algo. Y entonces se me abrió de nuevo ese mundo delicioso, amoroso, rico, como palacetes de nácar y esmeraldas, como rincones olvidados de bosques tapizados de frutas y hierba suave, descubriste ante mí una lira apolínea, una manera nueva (¡que de nueva tenía lo que tiene la poesía clásica griega!) de hacer poesía, de regalar versos, de entregarse al deleite de la lengua.
Y eso sin hablar de las cartas que nos enviamos, de los favores que me hiciste a mí personalmente, un muchacho indocumentado mexicano en Madrid estudiante mediocre de una licenciatura inútil. Y siempre tan presto a ayudar, a saber, a intentar hacer algo. Son muchos hoy los que nos sentimos un poco más huérfanos.
Ay, Agustín, tú toda ricura, tú toda holgura y largueza, me impresiona. Tú, manirroto de tesoros y perlas de tu alma, gracias, maestro. Gracias, Agustín, gracias por todo lo que nos dejas, gracias por esta herida de este pedazo de corazón que te nos llevas.
Y al enterarme, amigo, que ha sido tu corazón el que te ha fallado... ¿Qué decir? ¿Qué pensar? Sigo recordando, llorando, tu corazón cruzado por una flecha. Barricada, bastión, castillo frondoso donde solazarse y cantar, habrá que hacer algo para seguir conjurando a la innombrable. Habrá que seguir en esta batalla, maestro, contra la Realidad. Aquí seguimos, Agustín. Muchas gracias, dulce maestro y buenas noches.