Estaba yo y mis piezas más o menos juntas. Era fácil mentir, era tan fácil... ¡Iba yo a que el mundo me devorara! E iba contento.
Sólo queda la fascinación.
La sensación de estar roto y que no hay fe ni fuerza ni pegamento en el mundo que logre unir lo que se ha desunido... que logre disimular todas las grietas estas de mis manos y las cicatrices de mis brazos. No, no lo hay. Olvidé todo, se me olvidó hasta mi nombre de usarlo tan poquito... se me olvidó mi apellido, el lugar donde nací, la casa donde me críe, se me fueron olvidando todas esas cosas que mantenían el orden unido... y todo se me dehizo entre las manos.
Qué miedo pasaba entonces... ¡no tengo hogar! Me decía... y ya no sé si aquella verdad -sin ser verdadera- me llenaba de tristeza o alegría... ya no sabía quien era el que tenía miedo. ¿Qué miedo podía sentir entonces?
Ah, ya... lo veía... sí, era eso... Creo que miedo sentía de que yo saltara en mil pedazos, pero el mundo no. El mundo quieto giraba entre sus cosas: uno, uno, uno era... y parpadeaba.
Pero nadie puede decir nada del mundo que sea cierto. La vida florece entre mis ruinas, como las raíces que parten con su crecimiento silencioso, los tiestos y barros que las contienen. Silenciosas caminan y el jardín tiembla todo. No hay humanos para contemplar ese hermoso espectáculo con ojos de humano, y sólo cabe que los perro sonrían... ni yo. Sólo las cosas.