La tierra siempre es mujer. Una mujer que tiene que ser conquistada, arrasada, convertida en ciudad y colocarle el nombre -ya Propio, ya del dueño, que en poco se diferencian- y así decir: ¡Ea, estás entrando en La Villa de Nuestra Señora de Monterrey o esta finca es de don Alvargonzález!
La tierra, esa tierra sin nombre, anónima, gratuita, destejida y desencajada de la Realidad, pronto acaba convirtiendose en fraccionamientos, propiedades, en poco más que espacios geométricos trazados a escuadra y cartabón entre los catastros y bibliotecas de los ayuntamientos.
Y, bueno, alguno saldrá con la idea de que es de esa manera en que las organizaciones estatales, las instituciones gubernamentales y económicas no tienen otra manera de organizarse, y ante esa triste imposiblidad ya quedan justificadas todas las maquinaciones de los gobiernos por ponerle nombre y geometrizar al mundo. Sin embargo, si esto fuera una de esas cosas puramente modernas, hechas para y por el estado que hoy padecemos... pero lo cierto es que es una constante esto de intentar que el suelo se vaya pareciendo cada vez más al cielo... o por lo menos al cielo que los antiguos creían vislumbrar en lo amplio y vacío de la noche.
De eso ya hablamos una vez. Pero se me regresó a las mientes cuando leía un auto sacramental de Valdivielso, El Peregrino, en donde un Pregrino que se marcha a Tierra Santa se enfrasca con en un diálogo con la Tierra misma:
Peregrino:
Déxame que busque el cielo,
pues que fuy para él criado.
Tierra:
¿De tu madre es bien te austentes
con deliberación tanta?
Peregrino:
Yr quiero a la Tierra Santa,
que es tierra de los vibientes.
Si en ti no ay cosa segura
ni permanente ciudad,
dime, ¿no es temeridad
que no inquiera la futura?
Tierra:
¿Baste?
Peregrino:
Sí, a buscar mi vida.
Tierra:
Hijo, ¿yo no te la doy?
Peregrino:
Madre, tras la eterna voy,
que es vida en Dios escondida.
Tierra:
De mis brazos te destierra
tan peligrosa jornada.
Peregrino:
Suelta que estás muy pesada.
Tierra:
Téngote amor y soy Tierra.
Peregirno:
A aqueste punto me trae
verte vieja, y es locura
no buscar casa segura
quando la propia se cae.
Mansión eterna buscaba el hombre, ya sea en las esfera inmóvil de las estrellas de la cosmología tolemáica, ya en la creencia de que habría algún lugar en donde el mundo fuera permanente -como la fatídica deducción de Platón-, o simple y sencillamente, el Paraíso de las religiones que entregan la dicha eterna espantándose de la terrena.
Tendría sentido también hablar de aquella misión cuasi-divina del Imperio Romano -y en realidad, todos los imperios que le fueron a la zaga- de civilizar el mundo más allá de las murallas de la ciudad -lease el análisis de la Constitución Romana de Polibio o los aformismos de Marco Aurelio-, en donde todo lo desconocido, todo lo que está entre los pueblos, ciudades y ayuntamientos, no era más que un espacio vacío, hueco e inútil en la perpetua espera de convertirse en su verdadero ser: que era ser ciudad, ser útil, productiva, tener nombre, industria, movimientos de capitales -que en última instancia a esa temeridad se reduce- y así venir a ser parte única e indistitnta de lo mismo.
Esa es la necesidad en la matematización del espacio: el crear una unidad geométrica -la carretera, el bloque, la ciudad, los empleados, lo índices de población- que al distribuirse sobre las tierras, acaben convirtiendo a los lugares en simples repeticiones de lo mismo. En índices de riqueza, en PIB, en futuro, en una unidad de cosa que se resista al paso del tiempo.
No resulta nada sorprendente que la labor del Estado nuevo -tan entremezclado y unificado con el Capital- sea exactamente la misma que con el antiguo gobierno de las Iglesias... y nosotros los parroquianos, supliquemos a las alturas por más productividad para México, por más industria, más empleo, más fuerza en el Estado para que someta la tierra: para que le ponga nombres y números, para que la domestique y le robe lo gratuito, lo dulce, lo fértil, lo anónimo, lo secreto.
Golpes de pecho se dan todos: ¡que el mundo se vaya pareciendo cada vez más a ese Paraíso en donde no ocurre nada! Donde únicamente están las carnes y los números que le acompañan para ir sucediéndose y que el mundo de más vueltas siempre en el mismo lugar.
La tierra es mujer. La luna es mujer. El secreto es mujer. Lo dado sin fin es mujer. El cielo es hombre. Dios es hombre. El sol es hombre. El futuro es hombre. El estado es hombre. Lo infinito es hombre. Y ahí están los cuerpecillos, buscando su hogar entre los sitios numerables de su ciudad.
Quedenos el consuelo de que pese a los golpes de pecho de los creyentes, lo que hay por ahí abajo, en la Tierra... en las mujeres, siempre le va a quedar algún rinconcillo intacto, un lugar a donde no lleguen los nombres... ni sus hombres.