Ya estamos de vuelta, con las pilas bien cargadas después de unos días de bregar por ahí y dejarme las rodillas destrozadas. Hasta dentro de 4 días no comienzo el trabajo, de modo que todavía tengo tiempo de disfrutar.
Edimburgo es la capital de Escocia, imagino que todos lo sabéis. Está situada en la desembocadura del fiordo de Forth, y desde 1995 es patrimonio de la Humanidad, lo cual no es de extrañar, porque se trata de una ciudad con una personalidad muy marcada.
Con un casco viejo cuyas tranquilas calles piden el paseo relajado para disfrutar. Unos magníficos parques y jardines que rivalizan con las bellas callejuelas del casco antiguo. Y escaleras, muchas escaleras. Eso sí, con pasamanos que hacen la subida más amable.
Con unas gentes joviales y relajadas siempre dispuestas a ayudar con una sonrisa. Parecía que no tuviesen prisa: subidas al autobús tranquilas y sin atropellos, saludando amablemente al conductor y deseándole buen día y sin que nadie se impacientase si la espera era un poco larga. ¡Ja! Incluso un conductor de autobús de línea esperó con su semáforo en verde a que yo terminará de hacer una fotografía para no estropearla; al arrancar me dedicó una sonrisa y levantó el pulgar para demostrarme que había colaborado con gusto. Una viejecita le dio al conductor de un autobús una chocolatina para alegrarle la mañana. Creo que todo era consecuencia de una buena educación.
Más o menos como aquí, vamos.
Y con un tiempo muy variable, alternando días de sol con días de lluvia lenta y mortecina que acaba calando hasta los huesos, pero que no nos importunó demasiado los paseos salvo uno de los días.
El objetivo de mi viaje era conocer esta magnífica ciudad y los alrededores del fiordo donde está situada. Creo que ha quedado cumplido con creces y traigo material suficiente para colocar durante unos días. ¡Y ganas de volver a visitarla! Muchas ganas de volver, pero habré de esperar.