El poeta [Czeslaw Milosz] tenía ochenta y siete años cuando le conocimos: un hombre bajito con unos inolvidables ojos azules de mirada profunda bajo unas cejas pobladas. Tenía una agilidad corporal y un encanto irresistible impropios de su edad. Estaba solo en la casa de Grizzly Peak Boulevard en la que había vivido, como profesor en Berkeley, durante casi cuarenta años, y la sentía vacía, ya que pronto se marcharía para volver a Cracovia, en su Polonia natal. Bajamos las escaleras y entramos en una sala de estar grande y desnuda, y Zsuzsanna le preguntó si quería leernos. Leyó de manera formal, inclinado sobre el libro que le dimos, con una voz baja y ronca, pero precisa, en inglés, sintiendo un evidente placer al leer sus propias palabras, y le brillaron los ojos de satisfacción cuando Zsuzsanna le pidió que leyera un poco más. En su voz, que llenaba la sala, cada palabra tenía la autoridad de una experiencia vital. Este era el poeta cuyos “Campo dei Fiori” y “Un pobre cristiano observa el gueto” habían encontrado palabras para observar, indemne pero impotente, cómo los judíos polacos eran masacrados en Varsovia en 1943; un hombre que eligió el exilio, primero en Francia y luego en Estados Unidos, porque no podía vivir en la verdad en la Polonia comunista de los años cincuenta; un autor cuyo libro El pensamiento cautivo fue uno de los primeros en analizar la abyección espiritual del sistema comunista; un profesor que dominaba una nueva lengua en el exilio y enseñaba literatura eslava y poesía polaca desde los años sesenta y que a veces perdía la esperanza de volver a ver una Polonia libre; un marido que había cuidado de su esposa inválida para ver impotente cómo se consumía y moría; un padre que soportaba las amenazas a punta de pistola de su hijo psicótico; un artista que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1980, pero que había confesado a un amigo que lo habría cambiado por una esposa y un hijo sanos; un hombre que había vuelto a encontrar el amor, a sus ochenta años, y que había mantenido la esperanza frente a la adversidad gracias a su inquebrantable conexión con el caudaloso manantial de su lengua materna. Ahora volvía por fin a casa. Nos leyó un poema que Zsuzsanna y yo nos sabíamos de memoria. Lo había escrito en esa misma casa, con vistas a la bahía de San Francisco desde el jardín. Para ambos es la descripción perdurable de lo que es sentirse consolado, reconciliarse con las pérdidas, haber asumido la vergüenza y los remordimientos, y sentirse, a pesar de todo, vivo ante la belleza de la vida. Lo escribió en 1970, antes de algunas pérdidas que aún no le habían sucedido, lo que sin duda pone de manifiesto que el consuelo sigue siendo el trabajo de toda una vida, constantemente recomenzado, aunque pueda paladearse en un solo momento. El poema que recoge este momento se titula “Regalo”. La consolación es siempre un don, una forma de gracia que no siempre merecemos, cuando la recibimos, aunque sea por un instante, hace que nuestra vida valga la pena:
Un día muy feliz.
La niebla se levantó temprano, yo trabajaba en el jardín.
Los colibríes se demoraban sobre las madreselvas.
No había nada en la tierra que deseara poseer.
No conocía a nadie que valiera la pena envidiar.
Cualquier mal que hubiera sufrido, lo olvidé.
No me avergonzaba pensar que era el que ahora soy.
En el cuerpo no sentía ningún dolor.
Al incorporarme, vi el mar azul y unas velas.
(Michael Ignatieff. En busca de consuelo. Vivir con esperanza en tiempos oscuros. Traducción de Jordi Ainaud i Escudero. Madrid, Taurus/ Penguin, 2023)