La libertad de
expresión en uno de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución.
Es un derecho que fortalece la democracia. No se comprende la democracia sin
libertad. Liu Xiaobo, Premio Nobel de la Paz en 2010, decía: “La libertad de expresión es la base de los derechos
humanos, la raíz de la naturaleza humana y la madre de la verdad”. El valor de estas
palabras es más relevante si tenemos en cuenta que fueron pronunciadas por un
ciudadano chino, que sabía lo que decía, en un país donde la libertad de
expresión es un anhelo inalcanzable, por el momento.
Rastreando por el
mundo que nos ha tocado vivir, viendo la frecuencia con que se vulnera la
libertad de expresión, es fácil que nos invada una tristeza rayana en la
asfixia y la desolación, el azote de una plaga bíblica. Allí, donde creemos que
está preservada –las
democracias occidentales–, ocurre que solemos dirimir sobre si hacemos de ella un uso legítimo
o no. Últimamente, cuando hay una protesta, se alzan voces clamando por la falta
de libertad. Cada cual es libre de proclamar lo que entienda, y así lo han
hecho los negacionistas de la covid, los independentistas catalanes o grupos de
ultraderecha; inclusive, los abogados defensores en el ‘impeachment’ de Trump esgrimen
la libertad de expresión para justificar sus arengas en el asalto al Capitolio y
en sus ataques a la democracia.
En nuestro país andamos
liados con la polémica condena a prisión del rapero Pablo Hasél. Unas voces
defienden su libertad de expresión, otras condenan su enaltecimiento del terrorismo o las injurias y
calumnias a la Corona. Más de doscientos representantes
del arte y la cultura, como Almodóvar, Serrat o Bardem, mostraron
su apoyo al rapero en un manifiesto. Consideraban el cercenamiento de su libertad
de expresión y la libertad
ideológica y artística. En sus canciones,
Pablo Hasél dice cosas así: "¡Merece que explote el coche de Patxi
López", "Siempre hay algún indigente despierto con quien comentar que
se debe matar a Aznar"; "No me da pena tu tiro en la nuca, ‘pepero’.
Me da pena el que muere en una patera. No me da pena tu tiro en la nuca,
‘socialisto’; o "¡Que alguien
clave un piolet en la cabeza a José Bono!".
Otros artistas también han tenido
condenas similares: Valtònyc
por criticar a la Monarquía o el rapero Strawberry por enaltecimiento del terrorismo y humillación de
sus víctimas: Ortega Lara o Carrero Blanco. Unos titiriteros granadinos,
que exhibieron una pancarta
con la leyenda: “Gora Alka-ETA” en una función infantil en Madrid, titulada
La bruja y Don Cristóbal, pasaron
varios días en prisión. El juez Ismael Moreno les imputó el delito de enaltecimiento del
terrorismo.
Se trata de un debate
que da para mucho, así que cada cual componga su opinión sobre lo justo o
injusto de la condena de Hasél. Cualquier discrepancia en este mundo –el único
que conocemos, por el momento– suele erigirse en una cuestión compleja. Tan solo añadiremos
que las injusticias y la limitación de derechos deben ser combatidas –no me cabe
la menor duda–,
y decimos junto a Walt Whitman esos versos suyos de No te detengas: “No permitas que nadie te quite el derecho a
expresarte, que es casi un deber…”.
Todos tenemos una
responsabilidad con la educación de las generaciones jóvenes, y más en un mundo
donde las redes sociales nos ahogan de información y mensajes subliminales y
tendenciosos, haciendo difícil cualquier análisis. Los mensajes se perciben sin
ser procesados, vivimos de titulares. Muchos de estos cantantes condenados son
ídolos del público juvenil, convertidos en ejemplo a seguir, e influyen y modelan
pensamientos, ideas y modos de entender la realidad y la vida.
La obligación de
educar a los jóvenes no es privativa de las familias. Con responsabilidades
distintas, pero con un fin similar –formar ciudadanos libres y democráticos–, el
compromiso también es de la escuela y la sociedad, seamos gobernantes –monárquicos
o republicanos–,
padres, docentes o comerciantes; personas anónimas o conocidas; artistas,
actores, escritores o ‘youtubers’. La escuela educa, proyecta valores, ética y
conocimiento, y se afana en formar ciudadanos libres, tolerantes y respetuosos,
como sustento primordial de una sociedad en convivencia. Lo que no hace la
escuela es alentar en sus alumnos pensamientos que estimulen el odio, la animadversión
o la intransigencia.
¿Qué diríamos si un
alumno de tercero de ESO dijera de clavar un piolet en la cabeza de su profesor?
¿Y si una alumna de cuarto rotulara en la pared del instituto el deseo de que
explotara el coche del ‘odioso’ jefe de estudios con él dentro, por haberle puesto
un parte de convivencia? ¿Y si un grupo de chicos de Bachillerato comentaran lo
bien que estaría que alguien le pegara un tiro en la nuca al director? Seguro
que nos escandalizaríamos y nos pondríamos las manos en la cabeza, ¿verdad? Ya
no digo nada si estas mismas cosas las dijeran alumnos de Primaria.
Una sociedad donde no
impera la libertad de expresión se convierte en una sociedad amordazada, pero
una sociedad en la que no se conjuga la libertad con el respeto y la ética se
convierte en una sociedad de difícil convivencia. Decía Aristóteles –Ética para Nicómaco**– que no basta con
conocer la virtud, hemos de tenerla y practicarla.
En las escuelas se anima
a los jóvenes a expresarse con libertad y capacidad crítica, a no dejarse
manipular, pero al tiempo se les educa para que sean respetuosos con los demás.
¿Qué enseña la sociedad?
* Ilustración de Eric Drooker
**En la edición impresa de Ideal se pone por error 'Ética a Nicodemo'.