Hace tres lustros el recordado profesor Nicolás María López Calera nos regaló un precioso ensayo, El ser granadino, pródigo en reflexiones sobre nosotros mismos. Al hablar de la praxis granadina y de su hacer negativo venía a decir: “La historia del granadino siempre es lenta. Es la parsimonia granadina. El granadino no suele tener prisa”, aunque sepa que puede hacer ‘buenas obras’. Tal vez fuera así, como él lo escribió, tal vez sea así ahora, esa ausencia de ‘prisa’ es el freno que no define el futuro de Granada. Es como si la preocupación del granadino por Granada sólo fuera un vago concepto existencial e inmaterial. En Ganivet esa preocupación por Granada se agregó a su preocupación por España, y así pasó de las bellezas magulladas, en su Granada la bella, a manifestar en El porvenir de España, junto a Unamuno, la honda preocupación por el país. En el granadino actual ni una ni otra parece encontrar ligazón.
Pensar en Granada es pensar en la ciudad de la quietud, quizá como reflejo de una idiosincrasia construida durante siglos por su élite política y social, que se ha extendido a gran parte del tejido social. A veces uno tiene la sensación de que la preocupación por Granada es una cuestión que ocupa un segundo plano en el imaginario colectivo del granadino, más identificado con otras formas de ser (manipuladas muchas desde la política), hasta convertirlo en un ser impersonal, poco trascendente y alejado de la realidad presente y futura de su ciudad. Demasiado tradicionalismo populista, sentido hedonista de la vida, superficialidad en las metas, que han concluido en un sentimiento intranscendente como pueblo. Divergimos en las expectativas que pueden conciliarnos ante el futuro, pero permitimos que este nos lo secuestren, más por indolencia propia que por méritos ajenos. Acerquémonos a algunos problemas de ahora.
El urbanismo delata el alma de una ciudad y desvela parte de la mentalidad de sus habitantes. En varias ocasiones he visitado Vitoria, pocas veces ha dejado de impresionarme. Es una ciudad que ha sufrido una notable transformación en las dos últimas décadas para dar respuesta al bienestar y las necesidades de sus habitantes. Se ha adaptado a la exigencia de los tiempos: accesibilidad, movilidad, medios de transporte, respeto al medio ambiente. Vitoria es una ciudad que tiene unas dimensiones parecidas a las de Granada, aunque probablemente no tenga la riqueza monumental y artística de esta. Sin embargo, su urbanismo no es tan rácano como aquí, ni comparte esa endémica escasez de espacios verdes que aquí padecemos, ni sus avenidas son tan mediocres, ni se hace tan mal uso del suelo público. Una ciudad delata no sólo la mentalidad de sus habitantes, también la de sus dirigentes políticos y su burguesía emprendedora.
Granada es una ciudad con una mentalidad introspectiva, capaz de mirar sólo hacia dentro. Alardeamos de ciudad (motivos no nos faltan), pero no pensamos que la ciudad crece también hacia fuera, que hay elementos de la modernidad que no hemos sopesado y, cuando lo hacemos, enmarañamos sus soluciones, enturbiando la mirada que nos guía hacia el futuro. El metro en Vitoria es de superficie, y aquí nos hemos pasado más de media vida de su historia hablando si lo poníamos por arriba o por abajo, del as o del envés, en superficie o soterrado. Vitoria es una ciudad reconocida como ejemplo de sostenibilidad y respeto al medio ambiente, y aquí nos cuesta la misma vida dejar amplios espacios para anchas avenidas o para parques cuando diseñamos un plan de ordenación urbana.
Cuando se decidió construir el AVE hasta Granada se debatió más que en ningún otro sitio (se debate más que en ningún otro sitio, quizá por eso de ‘hacer pero sin prisa’): si su trazado era por aquí o por allí, cuál debía ser su ancho de vía, la ubicación de la estación… Sólo nos faltó anticipar el color de los coches o la calidad de la tapa de los retretes. Y entre tanta discusión se nos olvidó poner una mísera traviesa. Y cambiaron los gobiernos, y cambiaron los parlamentarios, y surgieron más debates, y todo se hizo más denso, más caótico, más insoportable. Así nos hemos pasado casi una década. Málaga tiene el AVE, nosotros no. Y ahora ha surgido el impresentable debate en torno a la ubicación de la estación, a cómo acceder a la misma, y todo ha vuelto a liarse, hasta el punto que los granadinos quizá preferirían que no se construyera AVE alguno antes de escuchar las insulsas y estériles refriegas políticas. Pero como parece que siempre llueve sobre mojado, también soportamos el indigno retraso en las infraestructuras de la provincia desde hace casi veinte años. Probablemente en este tema estemos ante la ofensa más grande que se haya infligido a tierras granadinas desde hace décadas por parte de los gobiernos que se han sucedido en los años que llevamos de democracia. Aquí estalla un petardo y se paralizan las obras de una carretera, de un metro, de una línea de ferrocarril, y hasta las de un centro cultural para García Lorca. Pues, a lo que se ve, antes tenemos que discutir acerca de la naturaleza del ruido escuchado, o si el estruendo acaso rompió la barrera del sonido o no.
Quizá haya llegado el momento de pensar en Granada como problema (retraso en infraestructuras, ausencia de ideas que miran al futuro, lentitud en la modernización, mediocridad política, escasa reflexión intelectual, poco pensamiento crítico). Y también hacer lo que Ganivet y otros novecentistas hicieron con España: reflexionar sobre una realidad histórica que languidece. Me asusta pensar que nos rodea lo que Luis García Montero definió como ‘oligarquía de la quietud’, y me abruma, ante tanta calamidad, el escaso fuste de nuestros políticos, acaso demasiado condescendientes con sus acólitos en el gobierno, incapaces de levantar la voz, no sea que pierdan posiciones y prebendas. Pues bien, de esa clase no quiero ser político.
*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 2/05/2013.