La gente ha aclamado a Messi cuando entraba y salía del juzgado de Gavá. Lo han hecho como si llegara al hotel de concentración con su equipo. Sin embargo, no iba en ese plan, iba a presentarse ante un juez por fraude fiscal. Y esto, lo de incumplir como ciudadano ante el fisco, a la gente parece no interesarle. Incluso algunos llegaron a decir que no les importaba nada de ello, que lo sustancial era que es el mejor jugador, y con eso basta. Este sector de la sociedad está dispuesto a perdonarle un ‘desliz fiscal’ de millones de euros, como si estuviera eximido de sus obligaciones de ciudadano, en un alarde de sobreponer la idolatría a la racionalidad.
Ocurre algo parecido cuando a la gente no le importa votar a un alcalde impresentable, corrupto o que lleve a cabo operaciones urbanísticas y económicas de dudosa legalidad. Estos alcaldes (casi siempre respaldados por sus partidos porque les ganan elecciones) suelen hacerse eternos en las alcaldías. Es como si a la gente no le diera igual las maniobras para favorecer los asuntos turbios que se traen entre manos o las barrabasadas urbanísticas, y sólo les importara el arreglo de su calle o que le dejen hacer de tapadillo alguna obrilla en casa. Duda uno si lo que en realidad impulsa a estos ciudadanos es la esperanza pública de que si el alcalde se forra de dinero con su gestión a lo mejor algo pillamos los demás.
Ya sabemos lo que ocurrió con la Marbella de Gil y otros municipios de la costa andaluza, murciana, valenciana…, y también con los que no están en la costa. Algo que también pasa en las grandes ciudades (caso de la alcaldesa de Alicante, Sonia Castedo) como en los pequeños municipios. Yo conozco un pueblo de mil quinientos habitantes donde había hace cuatro años un plan de construcción de viviendas en un terreno de tres millones de metros cuadrados (donde cabían varios pueblos como ese), en una operación urbanística en la que pululaban hombres trajeados con maletines que iban y venían. La crisis la frenó, que no el alcalde. Pero este sigue gobernando el pueblo, y va para veinte años.
Hay fraudes en la sociedad que parecen no contar, que no provocan el rechazo público, ni remueven esa ética pública que debería hacernos ciudadanos intolerantes contra la corrupción. Es como si hubiera un alarmante déficit de interpretación no sólo de la ética sino también de la estética en nuestra manera de entender la vida pública. Una dudosa permisividad donde lo único que se demuestra es que tanto a la moralidad como al sentido del civismo le cuestan bastante asentarse en el ADN de los españoles.