Me apetecía escribir, de forma puntual, en este rincón del blog, dejando volar esos pensamientos que, a veces, necesitas plasmar en algún sitio cuando te asaltan los sentimientos. Y qué mejor lugar para hacerlo que mi propio blog, que, aunque dormido, sigue vivo al comprobar que aún muchos entran a leer lo escrito anteriormente. No es un regreso formal a la escritura, sino más bien una manera de guardar, como en un diario íntimo, esos momentos y sensaciones que, al volver a leerlos, me gustaría recordar.
Llega un día en que, sin darte
cuenta, descubres que tu paso se ha vuelto más pausado y que, al agacharte, un
leve suspiro se escapa de tus labios. Notas que cada día, una nueva señal del
cuerpo te despierta con su llamada sutil. Te sorprende que la memoria ya no sea
tan nítida como antes, que las palabras a veces se pierden en la distancia,
como se desvanecen también el equilibrio, la vista y el oído. Ya no te resulta
tan fácil estirarte o girar en la cama con la misma agilidad. Las noches se
alargan en una especie de vigilia, donde el descanso cede su lugar a un estado
de alerta constante. Es entonces cuando empiezas a percibir que el tiempo,
siempre silencioso, ha dejado su huella, y cada semana el cuerpo te recuerda
alguna nueva limitación.
Conversando con amigos de mi
generación, me doy cuenta de que la vejez se ha convertido en un tema
recurrente, casi inevitable. No es tanto un miedo, como una especie de
nostalgia por lo que una vez fue. Se van quedando atrás la vitalidad, la
belleza de los años mozos, esa sensación de que el tiempo era nuestro aliado
incondicional. Hoy, ese mismo tiempo parece precipitarse, como si se nos
escapara entre los dedos. En un mundo que venera lo superficial y celebra la
eterna juventud, es difícil aceptar que el paso de los años se vea como un
retroceso, cuando en realidad es una etapa que trae consigo un tesoro de
aprendizajes y serenidad. Y aunque la experiencia y la sabiduría son frutos
dulces del camino recorrido, admito que hay días en los que me pesa el contraste
entre lo que siento y lo que experimento.
Según las estadísticas de
longevidad, aún podría considerarme en una etapa joven, pero mi mente y mi
cuerpo a veces parecen hablarme en otro idioma, uno que revela una batalla
entre lo que creo que puedo hacer y lo que realmente consigo.
Dice Google que
generalmente una persona mayor es la que
tiene 60 años .Pero ¿qué decir de los jóvenes que ya parecen agotados
antes de tiempo? He conocido personas de veinte o treinta años cuyos espíritus
se sienten envejecidos, cuando no ya muertos, como si la chispa de la vida se
les hubiera apagado demasiado pronto. Y, por otro lado, leo que nonagenarios se
gradúan en una carrera o triunfan en otros campos. Entonces, ¿dónde situamos
esa flor de la vida, ese punto en el que nos sentimos realmente vivos?
Miro mis fotografías
de mi juventud y me cuesta encontrar relación con la persona que veo cada
mañana ante el espejo. Por más que
intento desplegar la mayor claridad mental y el más agudo sentido de
observación, me resulta imposible encontrar el momento en que se rompió la
conexión. la verdad es que el tiempo, con su paso sutil y
constante, ha hecho su trabajo sin pedir permiso.
Sin embargo, hay días en que
una brisa de optimismo me visita, y pienso que esta nueva etapa de la vida es,
en realidad, un regalo. Un privilegio al que no todos tienen la suerte de
llegar. Es el tiempo en el que cada día nos enseña su lección más valiosa y en
el que los detalles pequeños cobran una importancia mayor. A pesar del
cansancio en los huesos y las fuerzas que ya no responden como antes, el faro
de la experiencia ilumina con una claridad que antes desconocíamos.
Las arrugas que surcan nuestra
piel se convierten en las huellas de una vida bien vivida: son la memoria
visible de las risas, las lágrimas, las batallas silenciosas y los abrazos
eternos. Y aunque no es sencillo aceptar que el cuerpo ya no responde con la
misma energía de antes, creo que en esos pliegues se esconde también la dulzura
del amor y la fortaleza de los recuerdos.
Descubro que el verdadero signo
de madurez es cuando los hijos se transforman en los guardianes de sus propios
padres. Bastó la llegada de mi primera nieta, para entender que el tiempo,
aunque parece breve, todavía tiene mucho que ofrecer. Hay tanto por enseñar,
tanto por compartir, aun cuando nuestro papel en la vida familiar comience a
cambiar y pasemos de ser los pilares a depender un poco más de esos brazos jóvenes.
Procuro ver lo positivo de este
momento en el que me encuentro. No es un final, sino una nueva oportunidad para
reflexionar y compartir lo aprendido, para corregir errores y descubrir
horizontes que antes ni imaginaba. Es una etapa donde la serenidad, que solo
los años pueden otorgar, me acompaña y me enseña a valorar cada instante con
una gratitud renovada.
Me gustaría que mis palabras
animaran a esos amigos con los que comparto estos sentimientos. Porque sé que
no soy el único en este viaje de autodescubrimiento de convertirse en "una
persona mayor". Juntos, recorremos un sendero en el que se encuentran las
huellas de todo lo vivido: las renuncias necesarias, las derrotas que nos
hicieron fuertes, pero también las victorias que nos definieron y las risas que
nos hicieron sentir vivos.
Es curioso cómo con el tiempo
se aprende a apreciar hasta los errores, que antes parecían amargarnos, pero
que ahora se revelan como los mejores maestros. Desde esta perspectiva,
afrontar esta etapa de la vida se convierte en un acto de generosidad, en el
que ofrecemos lo mejor de nosotros mismos, con la convicción de que cada paso, cada
acierto y cada caída nos han modelado para ser la versión más auténtica y
sabia de quienes somos hoy.
Google es quien dice que yo, ya soy mayor...