Fe es una de las palabras que entre los cristianos nos deseamos, y la que le pedimos a los que se la plantean un día si y otro también. Corremos el riesgo de adoptar una actitud puramente intelectual hacia la fe, como una aceptación de ciertas verdades o como baluarte cultural que hay que defender de ataques externos. Una fe disfrazada de una posición teórica, lejos del verdadero significado que conserva y al mismo tiempo lejos de los resultados que la verdadera fe puede traer a la sociedad o a la comunidad.
El Señor no tiene nada que ver
con los llamados “cristianos de sacristía” que se dedican únicamente a realizar
reuniones, organizar procesiones, pelear sus cruzadas moralistas siempre
buscando un enemigo a la picota como pecador, que cambia de temporada en
temporada, pensando que defender las normas, preceptos, tradiciones del pasado
corresponde a tener fe.
Pero la Fe es otra cosa… Es
abandono en Dios, es lo que vivimos a diario en los lugares que frecuentamos.
Le pedían los discípulos a Jesús “Señor auméntanos la fe”. Es obvio que todos
necesitamos un aumento en la fe. Dios nos ha dado ese don, pero corresponde a
nosotros cultivarlo, fertilizarlo, desempolvarlo, redescubrirlo… ¡Vivirlo! Si
tuviéramos tanta fe como un grano de mostaza, arrancaríamos árboles para
plantarlos en el mar o mover montañas, para decirlo como Jesús hizo. Todo esto
tan solo podría servir para aumentar nuestros delirios de grandeza, pero no
para nuestra salvación.
Lo que realmente importa en la
vida de fe no es la cantidad sino la calidad. Caemos fácilmente en el error de
pensar y creer que cuanto más hay de voluntarismo, cuantas más oraciones
susurramos, más rosarios recitamos, más misas escuchamos, más limosnas y velas
encendemos, más fe tenemos, pero lamento decirlo, eso no es así.
Una tribulación, una enfermedad,
un derrumbe, un accidente, la pérdida de un ser muy querido, cualquier cosa que
perturbe nuestra existencia es suficiente para que nuestra fe flaquee como la
casa que se construye sobre arena.
La fe es una relación íntima con
Dios, con Jesús. Es asumir los sentimientos de Cristo imitándolo en la oración
personal y comunitaria, imitándolo en la acogida, la escucha, el compartir con
los demás. Imitar a Jesús participando como fiel servidor en la vida que te ha
tocado, en el lugar donde te encuentras, aportando tu granito sin doble fin,
sin pedir nada a cambio, sin la lógica del clientelismo. Fe es unirse a Cristo
crucificado, no darse por vencido a pesar de las adversidades que se crucen en
nuestro camino.
¿Quién no se ha encontrado con
sonrisas ajenas, miradas de tantos niños con discapacidad, adultos enfermos,
tantas personas que saben que no pueden hacerlo? En sus ojos “oímos” que nos
hablan de Dios, sus manos nos hablan de caricias consoladoras, y sus palabras
son Evangelio vivo. Seamos conscientes de una vez (porque no solemos hacerlo
con convencimiento) que la fe es un regalo del Espíritu Santo que nos empuja a
creer en las promesas hechas por Dios, en su poder, en su presencia. No es el
fruto de una educación o de nuestra iniciativa. Una vez recibida, la fe va de
la mano de las obras, sin obras, ella es nada. El compromiso con los demás, el
desarrollo de las relaciones, la solidaridad, la caridad, es ahí donde la fe se
cultiva y crece.
He comprobado muchas veces en mi
vida lo que significa no tener fe en personas muy cercanas y queridas. No
encontrar respuestas, ni consuelo, ni esperanza cuando el dolor invade la vida
de muchos, cuando no hay donde agarrarse buscando sentido a lo que a veces no
lo tiene. La rabia, la ira, el enfado, la impotencia que nace cuando no hay
respuesta al vacío experimentado , tiene la paradoja de que en ocasiones se
culpa entonces a Dios como responsable de nuestro sufrimiento, un Dios al que
hemos rechazado, al que no hemos querido conocer y al que en definitiva hemos
negado su propia existencia y al que le exigimos respuestas ante el misterio
del dolor, el sufrimiento, el mal.
Nos toca a nosotros los que hemos
recibido el don de la fe, en nuestro dolor, sufrimiento, angustia, temor,
desesperanza que también padecemos, solidarizarnos y acompañar porque podemos
entender a quién lo vive sin nada donde aferrarse.
Una vez alguien me dijo que
nosotros los creyentes tenemos más fácil la vida, porque parece que la fe nos
da sentido a todo. Y habría que matizar muchas cosas, porque hay gente con fe
que vive momentos muy muy difíciles y dolorosos, pero es verdad lo que
decía mi amigo. Precisamente esas personas con fe verdadera son las que
demuestran el valor y la fortaleza del regalo recibido. Nuestra fe crece en la
dificultad.
No frivolicemos la fe,
reflexionemos sobre ella, es un regalo que muchos envidian y anhelan, personas que en mas de una ocasión nos superan en actos solidarios, de bondad, de altruismo , deberíamos
interrogarnos ¿Señor por qué me
has regalado a mí la fe? No soy el mejor entre muchos que no la poseen.
Siempre me impresionan algunas
peticiones de otros y una de ellas es la que hoy os dejo para el que quiera recogerla.
Me la contó una vez alguien muy querido y cercano a mí. Cada noche antes de
dormir le digo a Dios: ¡Si existes concédeme la fe! Sepamos seguir el consejo
de San Pablo: “Guarda el precioso depósito de la fe con la ayuda del Espíritu
Santo que habita en nosotros”. 2 Tim 1,12-14