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01 octubre 2011

La voz a otros debida: Los bosques finlandeses sentidos por Alessandro Pavolini

Paisaje característico de la Finlandia centro-oriental.
(Foto © www.teije.nl)

Alessandro Pavolini (Florencia, 27 de septiembre de 1903 - Dongo, Lombardía, 28 de abril de 1945) fue un notable jerarca de la Italia fascista, además de destacado periodista y fino escritor. Hijo del poeta y filólogo Paolo Emilio Pavolini (1864-1942, eminente estudioso de las lenguas y literaturas nórdicas y traductor del poema épico finés Kalevala, manteniendo el metro y el ritmo originales), se dejó llevar por los intereses culturales de éste. Además, estudió Derecho en la Universidad de Florencia y Ciencias Sociales en la de Roma. 

Fue muy activo políticamente durante la dictadura fascista (se había adherido al Fascio en 1923) y ejerció como ministro de Cultura Popular. También estuvo entre los firmantes, en 1938, del “Manifiesto de la raza”, con el que Mussolini promovió las leyes raciales fascistas. Por otra parte, participó como reportero, pero también militarmente, en la guerra colonial de Etiopía, cuyos avatares dejó escritos en el libro Disperata (1937). 

Pese a que sus enfrentamientos con otros jerarcas del régimen hicieron que cayera en desgracia durante cierto tiempo, no fue apartado de algunos cargos políticos. Tras la destitución de Mussolini y la caída del régimen (25 de julio de 1943) se refugió en Alemania; sin embargo, cuando Hitler impulsó, en septiembre del mismo año, la efímera República Social Italiana (conocida como República de Salò), Pavolini fue nombrado secretario provisional del nuevo Partido Fascista Republicano. Fue, además, uno de los creadores y primer comandante del cuerpo paramilitar de las Brigadas Negras (junio de 1944). 

Alessandro Pavolini, vestido con 
su uniforme de jerarca fascista, 
en una foto retocada.

Tras la ocupación de Roma por los Aliados en junio de 1944, participó en la defensa de Florencia y con sus francotiradores resistió durante varios días cuando la ciudad fue tomada, en agosto del mismo año. Al final de la guerra, y tras un intento de huida a la desesperada, fue herido y capturado por los partisanos. Procesado por colaboracionismo con el enemigo, fue condenado a muerte y fusilado con otros prisioneros el 28 de abril de 1945. Al día siguiente, su cadáver quedó colgado por los pies, junto al de Benito Mussolini, en el Piazzale Loreto de Milán.

Es evidente que Pavolini no se significó precisamente por su pacifismo ni mucho menos por un espíritu democrático, sino todo lo contrario. Le gustaba afirmar, con cierto orgullo, que Mussolini y él eran las personas más odiadas por los italianos. ¿Qué pinta pues un villano totalitarista, con las manos manchadas de sangre, en esta bitácora? El transeúnte siempre ha querido separar –hasta cierto punto, claro– las artes de las ideologías, aunque a veces las artes sean claros exponentes de esas ideologías. Quienes rechazamos los totalitarismos, haríamos mal si dejáramos de leer, por citar algunos nombres, a Gabriele D’Annunzio, Curzio Malaparte, Luigi Pirandello, Ezra Pound, Knut Hamsun o Pierre Drieu La Rochelle, simpatizantes del fascismo o el nazismo; o a Vladímir Maiakovski, Maksim Gorki, Pablo Neruda o Jean-Paul Sartre por haber estado próximos ideológicamente al estalinismo. Lo mismo podríamos decir con respecto a las artes plásticas, la música y el cine. Para quien lo desee, el debate está servido. 

Luigi G. De Anna, profesor de la universidad finlandesa de Turku y prologuista de la reedición de Nuovo Baltico [1] –obra de la que se ha extraído el texto que sigue–, dice que “Pavolini tenía el ojo atento del periodista, pero por formación era un literato”, y que “su carrera política avanzó al mismo paso que la del intelectual”. En cualquier caso, leyendo su texto sobre los abedules de los bosques de Finlandia, con un lenguaje casi lírico, difícilmente se puede identificar al escritor refinado con el fanático jerarca fascista.


Bosque de abedules cerca de Kouvola (sudeste de Finlandia).
(Fuente: http://onnila.wordpress.com/tag/kouvola/)


El más allá de los árboles 

Por Alessandro Pavolini 

Desde hace un mes, en el Báltico veo abedules. Estoy dulcemente obsesionado por los bosques. 

Anoche no conseguía dormir y salí al bosque, entre los abedules, bajo un cielo sin estrellas, no por la oscuridad, sino por el resplandor. No esperaba, por supuesto, toparme con un reno, ni oír algún aullido, como la Novia del Lobo sobre la que escribe Aino Kallas [2]. Mis fantasías eran más bien vegetales. 

Acariciaba los troncos, duros, vivos, fríos; miraba las ramas que se sumergían en las tenues sombras. Los abedules permanecían inmóviles, con su aspecto ensoñado y meditativo. 

En su vida, anclada a un único punto preciso de la tierra –pensaba yo–, los árboles quizá presientan otra vida, probablemente sueñen con ese más allá que les espera como lo contrario de su existencia en el bosque. Lo mismo que los hombres cuando imaginan el Paraíso. 

La existencia del árbol es sumamente lenta, sin cambios de ritmo ni acontecimiento alguno. Esta es su primera característica. La segunda es el no poderse mover, el estar sujeto para siempre al mismo metro cuadrado. Y la tercera es esa pesadumbre, que tan bien se advierte por las noches, de no poder compartir su vida con la de ningún semejante, no poder fundirse en un abrazo con otro ser vivo hasta la ilusión amorosa de hacerse unidad. Los árboles apenas se tocan, rozan sus hojas, se acarician levemente con esos dedos ciegos, sufren la desazón del deseo sin poder alcanzarse del todo. Una maldición los mantiene aislados y sedentarios.

Algún día, sin embargo, tú, abedul, que no has experimentado nada más que tu simple existencia, sentirás que algo ocurre en tu base. Algo brusco, rápido, indiscutible. Serán los golpes del hacha de un leñador finés. Se te presentará de este modo la muerte liberadora como lo opuesto de la vida: según tus presentimientos de esta noche y de muchas otras noches, cuando yo me acuesto y tú permaneces en pie.

Abedules cortados para 
la industria madedera.
(Foto © Victor Sagaydashin)

Toda la vida te has mantenido inmóvil en tu lugar, centinela de ti mismo. A partir de aquel momento entrarás en tu más allá, empezarás a moverte y sentirás la voluptuosidad divina de la horizontalidad. Y ya desnudado de ramas, hojas y raíces, reducido a tu esencia, al tronco, empezarás a viajar horizontalmente arrastrado por la corriente de un río, y durante ese viaje no te detendrás. 

Viajar, fluir eternamente: el paraíso de quien tuvo raíces. Los grandes ríos gélidos atraviesan raudamente los bosques arrastrando troncos migrantes. Los conducen hacia el golfo de Finlandia, hacia el golfo de Botnia, según el camino que trazó el Gran Hielo cuando arrasó Finlandia y, a su paso, fue dejando cicatrices en forma de lagos y corrientes de agua. Si te encallas en un lago, abedul, unos hombres subidos a una balsa te empujarán para devolverte al curso de agua. (Pero, ¿será un lago o el recodo de un río? Es más difícil contar los lagos en Finlandia que las estrellas en el cielo: éstas son más numerosas, pero más fáciles de localizar. Quien pretende censar los lagos finlandeses no sabe cómo distinguir entre los que se enlazan entre sí por brazos de agua y los recodos de los ríos; entre los lagos salpicados de islas y los ríos que se bifurcan a partir de una isla. Y no salen las cuentas: cincuenta mil, sesenta mil, sesenta y cinco mil…)

Flotas y así prosigues tu camino… A veces te aflige una peligrosa sensación, una mezcla de placidez y temor, como la que sienten los hombres en la nuca al notar que el suelo se hunde bajo sus pies. Es cuando te precipitas en la vorágine de alguna cascada o sientes el trueno de unas cataratas. (He venido a Imatra para ver “la mayor cascada de Europa”, como me enseñaron en la escuela. Pero ya no puede verse, pues la ha aprisionado una gigantesca central hidroeléctrica. [3]) Los rápidos son los momentos líricos de la lenta y solemne épica de los ríos. El tronco salta en medio de aquella violencia inmóvil, de aquel fragor eterno y compacto, y en ese momento se purifica su corteza. 

Transporte fluvial de madera talada en el sur de la Carelia finlandesa.
(Foto © Hubert Stadler / Corbis) 

Cada vez más blanco, más del color del alma, el abedul alcanza su nirvana de árbol. De tanto en tanto siente el esfuerzo del salmón al remontar las aguas, o el topetazo con otro abedul. De este modo tiene lugar, al fin, el encuentro de tronco con tronco. Rozándolo, se dispone a abrazarlo, a confundirse con él en la unidad. 

Sin embargo, la fábrica de celulosa espera con sus fauces abiertas. Surge de repente en el tiempo, aislada en el espacio. Hasta ayer fue bosque y es bosque lo que la rodea.

Fábrica de celulosa, de pasta de madera, de cartón y papel: industria natural y sana como una planta, aquí, entre bosques y cascadas, en esa inmensa abundancia de madera, de vapor, de electricidad. […] Fábrica que funciona sin interrupción, con fuegos y luces permanentemente encendidos: en las nocturnas jornadas invernales, en medio de la nieve congelada; en las clarísimas noches estivales, entre prados verdes y rapados como los campos de golf de Escocia. […] 

Cuando, lejos de su bosque natal, el abedul llega a la fábrica, pasa del río a un canal y a una cinta dentada que lo trasporta hacia su Purgatorio. Se ve sumergido, y con él millones de árboles, en un malebolge [4] giratorio donde los troncos saltan y se entrechocan mientras se purgan, bajo el incansable hierro, de los residuos de su corteza. Allí sienten por última vez el aliento de la lluvia, del viento, de los hongos y de los arándanos. El tronco, mondo, blanco, vuelve a salir. Ahora será cuando las cuchillas eléctricas den cuenta de él. 

Traducción del italiano de Albert Lázaro-Tinaut 


[1] La primera edición de Nuovo Baltico de Alessandro Pavolini fue publicada por el editor Vallecchi de Florencia en 1935. Estos datos y el texto que se reproduce (pp. 113-118) han sido tomados de la edición al cuidado de Massimiliano Soldani publicada por la Società Editrice Barbarossa de Milán en 1998. 
[2] Aino Kallas (1878-1956) fue una destacada narradora y poeta finlandesa muy vinculada a Estonia, donde vivió y ambientó sus principales obras, entre las que sobresale la novela Sudenmorsian (‘La novia del lobo’, 1928), cuya acción se desarrolla, precisamente, en la isla estonia de Hiiumaa. 
[3] En la localidad de Imatra, en la Carelia del Sur (al sudeste de Finlandia, junto a la frontera rusa), se encuentra, en efecto, una gran central hidroeléctrica. La presa de Imatrankoski, construida en 1929, aprovecha los rápidos del río Vuoksi, que antes formaban una de las cataratas más grandes y bellas de Europa. 
[4] El Malebolge es el octavo círculo del “Infierno” de la Divina Comedia de Dante. Se divide en diez fosos circulares y concéntricos, cada uno de los cuales se dedica al castigo de una especie de fraudulentos (véase “Infierno” XVIII, 1-18). 

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