Se suele decir que tiempos pasados no fueron mejores. Y puede ser cierto, aunque ya muchos asumimos que la generación más acá -y que viene a dirigir el mundo- vivirá peor que lo hicimos los que ya estamos más allá, hacia aquel destino de la nada... Y debe ser una constante de la historia; basta leer (no podemos hacer otra cosa con el tiempo no vivido) a Stefan Zweig en su "El Mundo de Ayer" (Acantilado) o pasearse por Granada, por Córdoba, por Sevilla, por La Alcazaba de Málaga, para saber que hubo un tiempo en Europa donde el refinamiento y la convivencia fueron armas cargadas de futuro y donde el hombre culto, refinado y solidario era el centro de la vida social y económica; eran tiempos de músicos, de poetas, de artistas, de pintores; y había mecenas, esa forma de contribuir por los de arriba para que floreciese lo innato en determinados seres humanos de abajo. La sociedad quizá eras menos igualitaria; pero en general era más culta, más respetuosa y se cultivaba la convivencia; no el fanatismo y la xenofobia que se cultivan en el mundo de hoy.
Y así, cuando en días como el de hoy, donde mucha gente anda por esos caminos para ver el llamado salto de la verja de los almonteños, no dejo de recordar la peregrinación a la Meca, o el rezo ortodoxo de judíos en Jerusalén contra aquel muro, esos muros de los rechazos, de los fanatismos, de la desconfianza, del temor, de la guerra, me refugio, necesariamente, en Granada, en Córdoba, en Sevilla... Con Lebrijano y con Zweig en Viena...
Porque hubo un tiempo donde, al parecer, no hubo fanatismos y sí hubo, en cambio, apego a las diversas culturas, al saber, al arte, a la literatura, a la música, a lo oriental, a lo ajeno y extraño... Y porque sólo en el conocimiento y el respeto de lo extraño, de lo otro, de lo ajeno, puede estar la solución del mundo de hoy.
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