Siempre que llegaba esta última semana de colegio me ponía muy nervioso: la Navidad eran los buñuelos que hacía mi madre el día de la lotería, ese día que desde primeras horas y en todas las casas se oía Radio Nacional de España con un soniquete inagotable (¡83543, 25 mil pesetas!)...
Y eran los higos secos del campo que llegaban en ceretes artesanos; o el saco enorme de bellotas (me gustaban más que las castañas, pero ya no las encuentro)...
También era el olor a carnes rellenas, guisadas, prensadas, que comíamos a diario interminablemente; carnes de aquellos gallos enormes que Juan el Bote y sus hijos nos traían del campo de Tolox y que oíamos desde la cama cacarear (esa forma de llorar en la esperada agonía); y eran los lamentos de cada matanza cruel de cada uno de aquellos animales y que hacíamos como que no oíamos para no imaginar el espanto...
Sí, mi generación aprendió a imaginar por necesidad de supervivencia...
Y era la chimenea, siempre encendida y siempre solicitada...
Y, sobre todo, la Navidad era aquel inmenso belén que el carpintero nos montaba en el pasadizo; cuando los años de silencios y de derrotas; y de enfermedades espantosas, como aquella que se llevó a la flor más hermosa de aquel jardín, la prima Pepa, con tan sólo 9 años...
Y eran los musgos que cogíamos del jardín; aquel musgo que crecía debajo de los mandarinos, al lado de la fuente de las ranas, o de las pilas revestidas de cerámicas de Santa Ana, aquellos mandarinos recogidos en cestos cuadrados de azulejos azules y blancos al modo ajedrez; o el musgo de debajo de los aguacates, o de las palmeras; o quizás de los arriates de flores que rodeaban aquel espléndido espacio donde no existía el mundo triste y siniestro de las afueras, ese mundo que me avergonzaba, lleno de miedos y dolores, y donde tanto silencio de derrotas colectivas...
Y también era aquel río imaginado y aquellas montañas de corchos que se guardaban año tras año hasta que supimos que la vida vendría en serio; y vino, y nos llegó de golpe, sí; golpeando donde más duele...
Sí, siempre que llegaba esta última semana de colegio ya estaba muy nervioso... Nervioso siempre fui, como mi ADN más heredado. Pero en estas fechas se agudizaba la ansiedad y la locura...
Pero han pasado los años, muchos años, la vida... Y ya no me gusta la Navidad; quizás porque no tengo hijos; o quizás porque ya no somos ni estamos aquellos los de entonces; y porque ya la vida nos ha enseñado a exigirle siempre una improbable verdad...
En cualquier caso, siempre me quedará aquella Navidad dentro de las entrañas, cuando toda la vida por delante y todo el espanto por detrás...
“Por aquellos días Augusto César decretó que se levantara un censo en todo el imperio romano (este primer censo se efectuó cuando Cirenio gobernaba en Siria.) Así que iban todos a inscribirse, cada cual a su propio pueblo.
También José, que era descendiente del rey David, subió de Nazaret, ciudad de Galilea, a Judea. Fue a Belén, la ciudad de David, para inscribirse junto con María su esposa. Ella se encontraba encinta y, mientras estaban allí, se le cumplió el tiempo. Así que dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada.”
(Lucas 2:1-20)
Sabed que os deseo siempre toda la felicidad del mundo; y como no, también en Navidad, aunque ya no me guste la Navidad...
¡Felicidades!
Fotos: felicitaciones de distintos años...