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Seguro que cuando leáis esta entrada, os va a traer muchos y buenos recuerdos de vuestra infancia. El soberao, es una palabra que usábamos mucho en nuestra niñez. Yo tuve la suerte de vivir en la misma calle donde se encontraba la casa de mi abuela materna, la casa de una tía y la casa de mi otra abuela por parte de padre. Y todas ellas tenían una parte de la vivienda en la primera planta donde había unos soberaos, dedicados a guardar aparejos del campo, baúles con ropa, muebles desechados que nadie quería despojarse de ellos...
Si había aún en la casa alguna joven casadera o alguna hija que estuviera pensando en irse a vivir a otra casa, pues aquellas habitaciones servían para guardar todo el "ajuar" preparado para la mudanza.
Y ahí es donde yo quiero llegar, siempre la casa de los abuelos ha sido el lugar de encuentro de la familia y si tienes primos que viven fuera, pues mejor todavía, porque entonces es cuando se organiza una verdadera "fiesta"
La casa de mi abuela paterna, era una casa grande y en ella había una "casa de campo" nombre que se le decía a las casas que disfrutaban de unas dependencias utilizadas para las labores de la finca. Tenía una cuadra y una pila para que las bestias comieran, y en la entrada una especie de nave techada donde se resguardaban las vasijas de aceite, los cántaros, las garrafas de aceitunas echadas en salmuera, las angarillas de la mula, las sogas...pero lo mejor estaba arriba. Había unas habitaciones cerradas con llave y en ellas había unas cajas llenas de platos, vasos, copas, casi todas las cosas eran de cristal o porcelana, ya podéis imaginar la "fragilidad" del asunto. La dueña de estos bienes era una tía nuestra que guardaba con recelo, temiendo que llegaran "los sobrinos" y asaltaran sus pertenencias.
La curiosidad en la niñez es inexcusable, para un pequeño no hay cosa más apasionante que hacer un "registro". Cuántas veces, aprovechando el descuido de la dueña, asaltábamos sus bienes y nos hacíamos dueños por un momento de todo lo que había. Lo malo de todo esto, era cuando éramos descubiertos y entre carreras, agravios y amenazas, desertábamos y salíamos corriendo llevándonos por delante todo lo que hiciera falta y hasta los gatos que nos encontrábamos, se llevaban un repaso.
Ahora que somos mayores, cada vez que recordamos con nostalgia aquellos episodios, nos alegramos de lo felices que fuimos, aunque a veces fuese a costa de más de una víctima.