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jueves, 14 de enero de 2016

Curiosidades medievales. Inventos que ya estaban inventados


Resulta que ya hasta se han inventado los cuñadicidas

Si hoy día preguntamos a alguien por el nombre de un inventor famoso, salvo los ceporros que no saben ni escribir su nombre con una plantilla responderán rápidamente que Edinson, o Bell, o incluso Leonardo da Vinci, el celebérrimo italiano que inventó de todos menos el dichoso código de la conocida novela de misterio tan de moda en estos años atrás. Sin embargo, hubo otros muchos cerebros cuyas neuronas fueron sabiamente invertidas en crear cosas que nos hicieran la vida más fácil o nos sirvieran para determinados fines sin que sus nombres hayan trascendido a pesar de que, como veremos a continuación, sus genialidades siguen en uso actualmente. Unos tomaron la idea y la modificaron a los tiempos que corren mientras que otros se limitaron básicamente a copiarlos impunemente. Curiosamente, la inmensa mayoría da por sentado de que se trata de inventos actuales que se deben al ingenio de ciudadanos contemporáneos pero, de eso, nada de nada. En realidad, casi se puede decir que no hay nada nuevo bajo el sol. Vean, vean...

Todos los ciudadanos que han poseído chuchos de razas poderosas saben lo que es tener que soportar los jalones que estos animalitos dan de la traílla cuando se les saca de paseo y no han sido adecuadamente educados para no dislocar el hombro de sus amos. Para someter a estos fogosos cánidos se pusieron a la venta hace ya años los llamados "collares de castigo", formados por unos eslabones de alambre que, si se colocaban mirando hacia dentro, se clavaban sañudamente en el pescuezo de esos perros dotados de más tracción que un Land Rover con la reductora metida. Sin embargo, estos collares llevan ya más de quinientos años inventados como vemos en la ilustración inferior, donde podemos comprobar que son idénticos a los utilizados hoy día. No obstante, conviene hacer hincapié en una pequeña diferencia, y es que ese collar no se usaba en la Edad Media para contener ímpetus perrunos, sino para persuadir bonitamente al personal que no se avenía a cooperar en los interrogatorios judiciales de la época y era preciso darles a entender con medios expeditivos que las leyes no solo había que cumplirlas sino que, además, no se podía pretender chulear a los corregidores contando trolas.

Y ya que mencionamos antes la novela de misterio del código ignoto ese, recordarán que dan mucha matraca con un curioso chisme que llaman criptex donde está guardado el secreto del puñetero código, ¿no? Bueno, en realidad, el criptex ese no era más que un simple candado con combinación en cuyo interior solo albergaba los mecanismos. El cierre se llevaba a cabo con la barra que aparece en la parte superior. Dicho sistema de cierre es más simple que el cerebro de un político: cuando se coloca cada disco en su posición correcta, se libera una de las muescas que se ven en la pletina interna hasta que, una vez colocados todos los discos en su debido orden, se puede abrir el candado. Abajo vemos candados similares fabricados actualmente, siendo el de la derecha una virguería chulísima de la muerte para guardar el pen-drive que contiene las pelis cochinas sin que la parienta pueda abrirlo y vengarse con saña bíblica por nuestra inverecundia, nuestra insaciable lascivia y nuestro contumaz regodeo en la concupiscencia. En todo caso, ya vemos que estos candados aparentemente tan sofisticados son en realidad más antiguos que la tos.

¿Y qué me dicen de las herramientas multiusos? Vas por la calle y ves mogollón de ciudadanos que no se separan de la Leatherman ni para llevar a cabo el débito conyugal sabatino. Parecen vivir solo para poder hacer uso de su apreciada Leatherman que, aunque vayan de esmoquin, siempre llevan en el cinturón a pesar de que con esmoquin se usan tirantes. ¿Que ven a alguien que no puede abrir la puerta de su casa? Echan mano a la Leatherman y se ofrecen a abrirla gratis. ¿Que se topan con un yihadista psicótico perdido? Desactivan el chaleco explosivo con su Leatherman. Carajo, hasta hay cuñados armados con Leatherman de esas que son los que por norma descorchan el vino en las barbacoas y se cargan siempre el puñetero corcho, dejando el primoroso caldo lleno de trocitos. Bueno, pues la cosa es que ya en la Edad Media había sueltos por ahí sujetos provistos de herramientas multiusos como la que vemos en la lámina superior. Lleva de todo: navaja, lima, sierra, taladro, punzón, uña para clavos y un ganchito que no sé para qué servirá pero que, curiosamente, las conocidas navajas suizas de la marca Victorinox también lo llevan. O sea, que lo de las herramientas multiusos tiene más años que el hilo negro.

Y hablando de herramientas multiusos, ahí tenemos un fastuoso martillo que haría las delicias de un encofrador moderno, gremio este habituado a trabajar con varias herramientas sin saber que, desde hace siglos, alguien inventó una que podría suplir a las cuatro que aparecen bajo el mismo. Como vemos, es un martillo de carpintero, tenazas, barra de uña y alicates de corte, cometido este que llevaría a cabo con la muesca que vemos dentro del óvalo rojo. Esa pequeña cizalla vale para cortar alambres, clavos y cosas así, para lo que no sirve la tenaza de carpintero habitual. Y al lado vemos un martillo similar fabricado hoy día y que, casi con seguridad, el que lo diseñó no sabía que su invento ya llevaba inventado hace la torta de tiempo.

Todos los que han sido padres, saben lo que es pasarse dos horas rezando a San Herodes durante tantas y tantas noches en que los nenes se dedican a berrear como íncubos desollados sacados del abismo sin que sea posible ni callarlos ni saber el motivo de su ira. El único remedio razonablemente eficaz antes de llevar a cabo el infanticidio consiste en mecer la cuna hasta la extenuación, lo que no solo es asaz irritante, sino que también produce severos calambres en las articulaciones del brazo cuando se tira uno horas y horas meneando el diminuto lecho donde el mald... quiero decir el adorable rey de la casa se desgañita con inusitada ferocidad. Para suplir esos brazos acalambrados ha habido incluso probos ciudadanos que, como vemos en la parte inferior de la lámina de la izquierda, han patentado ingeniosos métodos para tal fin. Sí, dilectos lectores, ese chisme con aspecto de cañón antiaéreo es un mecedor automático de cunas según reza la patente. Sin embargo, como los críos han sido porculizantes hasta el paroxismo desde tiempos de Adán, pues ya hubo quien inventó algo para mecer al heredero sin acabar rendido. Según podemos observar en la parte superior, el ingenio era asombrosamente simple a la par que eficaz: dos pletinas aceradas que actuaban como resortes. Bastaba un empujoncito para que el peso de la cuna flexionase indefinidamente ambos muelles y, de ese modo, poder callar al monstr... digoooo... al angelical retoño sin necesidad de cometer algún acto abominable con su cráneo y, encima, sin gastar luz entre otras cosas porque aún no se había inventado. Tomen nota los aficionados al bricolaje doméstico, porque este invento les puede evitar mogollón de jaquecas.

En fin, ya ven vuecedes que nuestros ancestros no eran precisamente lerdos. Y por si alguno piensa que los inventos mostrados son cosa de San Fotochó de Píxel Bendito o una bromita inocente como la de la tostadora asesina, sepan que aparecen en las siguientes obras:

Ms. Gr. 14 de Munich, Rüst und Feuerwerksbuch (c. 1500)
BELLICORVM INSTRVMENTORVM LIBER, Venecia, 1420-1430, de Giovanni da Fontana
Manuscrito Tecnológico de Martin Löffelholz, Nuremberg (c.1505)

Bueno, ya seguiremos. Hay mogollón de inventos que narrar.

Hale, he dicho

Por inventar, han inventado hasta una Claymore anti-parentela con felpudo de regalo para despistar. Por lo visto, el
mando a distancia va conectado al timbre de la puerta para  que nos avise y poder apretar el botón de inmediato



domingo, 26 de julio de 2015

Armeros medievales. Fabricando un almete




Arneses de guerra del siglo XVI. Con lo que costaba cada
uno de ellos habría para liquidar la maldita hipoteca de
un plumazo y hasta sobraría para un viajito.
A lo largo del siglo XV y durante la primera mitad del XVI, la evolución experimentada en las técnicas metalúrgicas permitió alcanzar la máxima perfección en la fabricación de armaduras en los principales centros armeros, especialmente los del norte de Italia y del sur de Alemania. La tecnología de aquella época permitió aligerar enormemente el peso de los arneses gracias a la obtención de aceros de cada vez más calidad, lo que suponía manufacturar piezas de escaso grosor mucho más resistentes que sus hermanas mayores de cien o doscientos años antes. De hecho, una armadura renacentista podía incluso detener un disparo de arcabuz, lo que convertía a su portador en un guerrero prácticamente invulnerable que solo podía ser liquidado si sus enemigos lograban derribarlo de su montura y meterle una pica de alabarda entre las rendijas de su carísimo arnés de guerra.

Los niveles de perfección de los
armeros de la época permitían
elaborar piezas fastuosas
Es cosa sabida en casi todos los aficionados a estos temas tan belicosos pero, sin embargo, lo tocante a su elaboración no suele ser un tema tan conocido así que dedicaremos esta entrada dominical a explicar de forma somera como se fabricaba un almete, tipo de yelmo que ya estudiamos en su día y que supuso la culminación en lo referente a la perfección de la defensa de la cabeza contra los trastazos propinados por los enemigos. El almete era una evolución del bacinete de pico de gorrión que ya vimos en una entrada anterior y, junto con las borgoñotas y las todenköpfe, fue el último yelmo de diseño medieval hasta la extinción de los mismos debido tanto al elevado precio de estos arneses como al hecho de que la masificación de armas de fuego en los campos de batalla los hizo prácticamente inútiles. 

No obstante, se convirtieron en unos yelmos tan representativos que aún siguieron apareciendo en los retratos de reyes, nobles y militares durante mucho tiempo, posados sobre una mesa junto al modelo como una especie de recuerdo del glorioso pasado de este tipo de armamento defensivo. Un buen ejemplo lo tenemos en la imagen de la derecha, correspondiente a un retrato de joven de Felipe V pintado por Joseph Vivien en 1700 en el que el monarca aparece armado con un arnés de guerra y apoyado sobre el almete del mismo, sosteniendo con la mano derecha la típica bengala como símbolo de mando. Y dicho esto, vamos al grano sin más dilación.


El batido para la obtención de chapa
lo realizaban entre el maestro y uno
o más ayudantes que golpeaban suce-
sivamente el metal.
Ante todo, debemos tener en cuenta una serie de detalles que nos permitirán hacernos una idea de lo enormemente laborioso que era fabricar una pieza de este tipo ya que, a fin de desviar los impactos dirigidos a la cabeza, su diseño conllevaba una gran cantidad de ángulos y curvas que requerían una gran destreza para darles la forma adecuada sin que la chapa se adelgazara demasiado y se rompiera. Del mismo modo, recordemos que en aquella época no existían aún las laminadoras, por lo que dicha chapa se obtenía a base de martillear durante horas y horas un trozo de hierro y con la dificultad añadida de que debía tener un grosor uniforme. O sea, que los documentales esos tan molones que vemos en Youtube en los que se fabrican réplicas de armaduras y tal no exponen el trabajo real que suponía la elaboración de una de ellas ya que estos artesanos modernos ya disponen de chapa perfectamente laminada, lo que supone un ahorro de mogollón de horas de trabajo agotador. Del mismo modo, los remaches y las pequeñas piezas que contenía cada yelmo debían ser forjadas una a una, así que estos vídeos nos pueden dar una idea aproximada del proceso de construcción, pero en modo alguno es 100% real. De hecho, muchos de estos artesanos recurren a fabricar las calvas de estos yelmos en dos mitades que luego unen con soldadura autógena mientras que en su época se fabricaban de una sola pieza.

Así pues, cuando un personaje de postín encargaba un arnés el armero procedía a tomarle las medidas como si de un sastre se tratase. En el caso de los yelmos, las dimensiones de la cabeza a considerar podemos verlas en el gráfico de la derecha. Al tratarse de una tipología que quedaba tan ajustada no era posible usar piezas elaboradas de antemano ya que una diferencia de apenas un centímetro en el diámetro de la cabeza o de la altura de la frente impedirían a su comprador usarlo con comodidad o incluso no poder ponérselo por estarle pequeño, o demasiado grande o simplemente porque los ojos no coincidían con las rendijas del visor. Una vez tomadas las medidas y concretado tanto el diseño como los detalles decorativos se procedía a la fabricación del yelmo que, por lo general, formaba parte de un arnés completo salvo que se tratase de reponer una pieza perdida o, simplemente, de actualizarlo por preferir su dueño usar un almete al tipo de yelmo que traía el arnés en su momento.

Una vez obtenida la chapa necesaria se moldeaba con las pequeñas bigornias y los contraestampados que vemos en la foto de la derecha. Estos accesorios se colocaban en el orificio cuadrado del yunque, y con ellos un maestro armero cualificado podía dar casi cualquier forma al metal. En cuanto a las perforaciones, se hacían en caliente con un punzón golpeando sobre el orificio redondo del yunque. Las rebabas se eliminaban a base de lima.

Dentro de las modas imperantes en la época, podríamos decir que básicamente se fabricaban almetes de dos tipos, uno de los cuales lo podemos ver a la izquierda. En este caso se trata del diseño alemán el cual consistía en un casco que cubría el cráneo, la nuca y los laterales del cuello como si de un bacinete se tratase al que se añadía una babera que protegía la parte inferior de la cara y el visor. Sin entrar en los detalles decorativos o en pormenores derivados del capricho del cliente, este almete se componía pues de tres partes que se completaban con las piezas que vemos en la hilera inferior.


A la derecha vemos la babera ya terminada y con los orificios necesarios para acoger las piezas que debe llevar. La pieza B servía para, como su nombre indica, mantener el visor alzado. Para ello, dicha pieza se encajaba en una muesca practicada en el visor para tal fin si bien este tipo de bloqueos no siempre se usaba. La pieza C, que iba remachada en el lugar marcado en el paso 2, era un resorte mediante el cual se bloqueaba el visor al bajarlo. Por ello, la pletina que forma la base de estas piezas debía ser de un acero flexible ya que su funcionamiento consistía en que al apretar el botón central retraía el tetón superior, liberando a este del orificio practicado en el visor para tal fin. En el paso 3 vemos la babera completa con sus accesorios remachados e incluyendo la pequeña aldabilla D que servía para cerrar el almete. Iba una en cada lado, y el cierre se efectuaba abrochando estas piezas en sendos bulones perforados que iban en los laterales del casco.

En la ilustración de la izquierda tenemos en el paso 1 el visor el cual ya tiene los orificios del ventalle, la ocularia del mismo, la ranura para el bloqueo de apertura en el canto inferior, el orificio para el bloqueo del cierre que vemos en el círculo rojo y, por último, el vástago que facilita subirlo o bajarlo con una mano enguatada en una manopla de hierro. En el paso 2 vemos la calva a la que solo hay que añadir el bulón perforado para abrochar la aldabilla que vimos anteriormente.

En algunos casos, el cliente deseaba que el visor no quedara fijado de forma permanente al yelmo por lo que se optaba por la solución que vemos a la derecha: se elaboraban sendas  bisagras, una de las cuales era montada en el casco, mientras que la otra se unía al visor, en ambos casos bien mediante soldadura o bien mediante remaches. Para instalar el visor en el almete bastaba unir ambas bisagras mediante un pasador de la misma forma que se hacía con los bacinetes. Esto permitía al combatiente retirar esa pieza cuando era necesario, especialmente a la hora de luchar a pie, que era cuando se precisaba de más campo visual. Por último, a la derecha vemos la pieza totalmente terminada. Los orificios que quedan libres son para la guarnición interior y para añadir una gorguera que sirviera de refuerzo en la unión del yelmo con el peto, protegiendo el cuello. En la imagen inferior podemos ver el aspecto del almete concluido y con el visor tanto abierto como cerrado. Como queda patente, solo una aguzada hoja introducida por la ocularia o un disparo a bocajarro podría matar al portador de este almete.


Prosigamos...

Una vez que el almete era terminado y bruñido, salvo que el cliente hubiese solicitado un acabado con cincelados o grabados al aguafuerte se le colocaba la guarnición. En la foto de la izquierda tenemos un ejemplo de su apariencia original, en este caso de un almete fabricado hacia 1530 en Insbruck y que fue propiedad de Jakob von Trapp. Según podemos apreciar, la guarnición se fabricaba con un tejido resistente- por lo general fustán- relleno a su vez de crin. Tanto la calva como los laterales estaban forrados con la guarnición de forma que la cabeza y parte de la cara quedaban resguardadas de roces producidos por el metal. 

En cuanto a los detallitos molones, pues podían ser de todo tipo: los grabados o cincelados mencionados más arriba, decoración en las cabezas de los remaches realizados mediante cincelado o acuñado, damasquinados con bronce dorado u oro si el cliente se lo podía permitir, etc. Para todo ello, los armeros de postín disponían de hábiles artesanos en plantilla capaces de elaborar este tipo de cosas sin problema y, en el peor de los casos, siempre podían enviarlos a maestros ajenos al taller que trabajaban por encargo. A la derecha vemos un ejemplo de uno de estos detalles: se trata del portaplumas que, en este caso, va fijado en la parte trasera izquierda del almete ya que, al ser de tipo italiano e ir cerrado justo por detrás, no podía colocarse en el lugar habitual.

El tipo italiano estaba formado por piezas distintas, las cuales podemos ver en la ilustración de la izquierda. La calva la componía un casquete que cubría solo la bóveda craneana, emergiendo por la parte trasera de la pieza una lengüeta donde se fijaban los laterales. Estas dos piezas se unían a la calva mediante las bisagras A, las cuales eran soldadas o remachadas a ambas partes. En la parte frontal llevaban un añadido que formaba una pequeña visera y que era unida a la calva mediante el remache que fijaba el visor a la misma de forma similar al ejemplo que vimos más arriba. En este caso, el sistema adoptado para abrir el yelmo era diferente ya que carecía de babera.

Lo podemos ver mejor en la foto de la derecha. Como se puede apreciar, los laterales se abrían a cada lado gracias a las bisagras, permitiendo meter dentro la cabeza. Esta tipología no solía disponer de gorgueras como vimos en el modelo alemán, sino que se fijaba en la base del yelmo un collarín de cuero del que pendía una gola de malla. Esto tenía sus pros y sus contras: la protección del cuello era inferior, pero a cambio permitía a la cabeza una mayor movilidad. No obstante, en muchos casos se le añadía como protección extra una bufa que se sujetaba mediante una o dos correas al casco. Para impedir que fueran cortadas se instalaba en la parte trasera del almete un pequeño varaescudo que, si han leído la entrada dedicada a estos yelmos, ya sabrán de qué va la cosa.

El tipo italiano tenía una ventaja añadida, la cual no era otra que ser más fáciles de fabricar al no tener que dedicar el tiempo requerido para la elaboración de la babera. En la ilustración de la izquierda vemos el proceso de fijación de cada pieza que, en este caso, contempla también que el visor sea removible para desmontarlo cuando fuese preciso. En muchos casos, los arneses de esta época iban acompañados de diversos accesorios para poder usarlos en justas y torneos además de en acciones de guerra. Esto implicaba un gasto extra, pero por otro lado obviaba la necesidad de adquirir un arnés para cada cosa.

La foto de la derecha nos muestra con todo detalle la calva de un almete de esta tipología. En la imagen central, dentro del círculo rojo está el orificio donde se fijaba el varaescudo. En el azul, los dos orificios donde entraban los tetones de los resortes de bloqueo del cierre. En cuanto al cierre delantero, se efectuaba también con uno de estos resortes.

A la izquierda vemos el almete ya terminado. En la parte delantera se aprecia el tetón del resorte de cierre, el cual sobresale del conjunto. Esta tipología ofrecía además un mejor campo de visión ya la ocularia no la formaban dos estrechas ranuras en el visor, sino el espacio que quedaba libre entre este y la visera del casco. Y, como siempre, esto tenía sus pros y sus contras: mejor campo visual a cambio de menos protección ya que por ahí no solo cabía la aguzada hoja de una daga testicular, sino incluso la de una espada. En fin, nadie dijo que la invulnerabilidad absoluta fuese posible.

Bueno, con lo explicado creo que habrá quedado más o menos claro el proceso de fabricación de este tipo de yelmos que, básicamente, sería similar para otros modelos. Afortunadamente han llegado a nuestros días multitud de ejemplares en un excelente estado de conservación que nos permiten estudiar su morfología a fondo, así como admirarnos de la indudable pericia de sus creadores. Como colofón dejo esa foto del que quizás sea el almete más conocido, un ejemplar que se conserva en el Museo Metropolitano de Nueva York. En este caso, el yelmo lleva añadida una bufa para justas y torneos, así como su varaescudo en el cogote. Fue fabricado hacia el tercer cuarto del siglo XV en Milán, en los talleres de los Missaglia. El yelmo pesa 3,6 kg. y la bufa 1,8 kg., pudiéndose apreciar sobre el crestón el orificio destinado al vástago que permitía colocar la cimera para lucirse en los torneos y pasos de armas de la época.

Bueno, para ser domingo ya me he enrollado bastante, así que sanseacabó.

Hale, he dicho

sábado, 12 de octubre de 2013

Oficios medievales







Escena de la Guerra de los Treinta Años
Como es de todos sabido, la industria del armamento es la que más dinero mueve en el mundo. Pero ojo, eso no solo ocurre actualmente como consecuencia de los onerosos equipos militares modernos, sino desde los tiempos de Noé. Por desgracia, eso de matarse unos a otros siempre ha sido una de las principales ocupaciones del hombre y, aunque hoy día quieran presentar las guerras como "misiones de pazzzz", no dejan de ser causa de grandes males, muertes, enfermedades y miserias. 

Una muy bien nutrida armería
La industria armera medieval suponía la intervención de bastantes artesanos que, bien por cuenta propia, bien por encargo de los talleres importantes, proveían de los pequeños complementos necesarios para la elaboración o manufactura de armas y armaduras. O sea, que un motón de gente comía gracias a que los monarcas y nobles de la época se levantaban de mala leche por haber dado un gatillazo la noche antes y, para desfogar la humillación, se largaban con sus mesnadas a arrasar un poco las tierras del vecino o del odioso cuñado de turno.

Así pues, aparte de los prestigiosos talleres donde se elaboraban las armas más suntuosas, había una serie de artesanos sin cuya habilidad no sería posible o, al menos, no tal fácil, la fabricación de arneses, sillas de montar, armamento en general y, en definitiva, todos los bastimentos necesarios para ir a la guerra adecuadamente equipado, siendo la envidia de los colegas y cuñados y el terror de los enemigos. Veamos cuales eran...

Empecemos por uno de importancia capital, ya que sin sus manufacturas sería cuasi imposible fabricar ni un cuchillo birrioso para cortar nabos. Me refiero a los nabos de hortalizas, naturalmente... Bueno, aquí tenemos al maestro fabricante de limas. Sin una lima decente no se puede dar forma ni desbastar el metal, así que sin los limeros no se podía fabricar nada metálico. Observen vuecedes que las piezas que está fabricando son exactamente iguales que las modernas limas para metal. Tienen la misma forma rectangular, con su espiga para embutirlas en un mango de madera. O sea, que estas herramientas no han variado su morfología en siglos. Para darles el picado que permite sacar viruta al metal golpea con un martillo cuya cabeza termina en una afilada cuchilla, de modo que golpeando con precisión logrará el típico moleteado en rombos de las limas. Cabe suponer que, a continuación, les daría un temple especialmente duro, superior al del hierro para que tuviese capacidad para desbastar el metal.  

Gracias a las limas de maese limero, el maestro cuchillero puede finiquitar sus cuchillos. Pero para elaborar un simple cuchillo hacen falta tres artesanos nada menos. Ahí los vemos, cada uno atareado en su especialidad...




A la izquierda tenemos a un herrero en pleno proceso de forja de una hoja. Aunque uno de estos artesanos podía fabricar cualquier cosa con el hierro, muchos solían especializarse en determinados productos. En este caso se trataría de un fabricante de hojas, el cual sabría darle a las mismas un mejor templado y flexibilidad que un herrero, digamos, "multifacético". Así pues, vemos como en el suelo se aprecian varias hojas ya terminadas a la espera de pasar al siguiente artesano, encargado de ponerle unas cachas que permitan empuñarlo con comodidad. Estas cachas se fabricaban con madera, hueso, asta, marfil o incluso metales, y el acabado iba en consonancia con su cometido o el capricho del que lo encargaba. Finalmente, a la derecha tenemos el proceso final, el vaciado, el pulido y, finalmente, el afilado de la hoja porque un cuchillo que no corta es tan inútil como un botijo sin agua, ¿no? Prosigamos...

Un caballero necesitaba espuelas. Las espuelas no solo servían para meter en cintura a los poderosos bridones enteros usados para la guerra, sino para diferenciarse de los pringados que luchaban a pie. O sea, las espuelas eran uno de los símbolos de su estatus superior. Así que había que fabricar espuelas para lucirlas en los torneos y pasos de armas o para acicatear al penco agotado por si había que salir echando leches del campo de batalla si el enemigo estaba cerca de la victoria y se ponía en plan desagradable. Y ahí tenemos a los artífices de la espuela: a la izquierda, un herrero termina de dar forma al aguijón de un acicate. En su mostrador aparecen además moharras de lanza y hojas de hacha. A la derecha aparece el artesano que las termina de montar ayudado de un pequeño yunque. 

Pero las espuelas necesitan de dos detallitos para poder sujetarse en los talones, y uno de ellos consiste en las hebillas. Ahí aparece el maestro hebillero dando término a una hebilla que debe ser encargo del filisteo Goliat por su tamaño. Aparte de la licencia artística del ilustrador, que se pasó tres pueblos en la escala de las dichosas hebillas, vemos claramente como las termina a base de repasar con una de las limas adquiridas al maestro limero que vimos en primer lugar. Las hebillas se fabricaban generalmente de latón, un material más blando que el hierro y, por ello, más fácil de trabajar. Además, quedaban más bonitas con su color dorado y, muy importante, no se oxidaban. Un dato curioso es que, según la época, estaba de moda un determinado diseño y/o decoración para estas piezas, lo que nos permite actualmente datarlas sin problema como ocurre con, por ejemplo, la cerámica.

El otro detallito imprescindible no eran otra cosa que las correas, las cuales eran fabricadas por un talabartero que, además, elaboraba todo lo necesario para caballo y caballero: arreos de monturas, correas para unir las piezas del arnés, para colgar la espada, etc., etc., etc...


Seguro que han escuchado vuecedes infinidad de veces decir eso de "zurrar la badana" en referencia a cuando a uno le dan una paliza de campeonato, ¿no? Pues eso es lo que hace el hombre que aparece a la izquierda, zurrar el cuero o la badana, operación que consistía en batir el material con un martillo o mazo de madera sobre una losa de piedra a fin de homogeneizarlo y eliminar nudosidades y arrugas que impidiesen trabajarlo cómodamente. A su derecha aparecen varias tiras de cuero ya zurradas y empaquetadas, las cuales son enviadas al maestro talabartero del centro, el cual elabora correas de diversos tipos, o bien al de la derecha, que además de correas prepara unos cabezales y una cincha.

Otro producto de vital importancia era el alambre, necesario para elaborar las lorigas, para forrar las empuñaduras de las espadas, etc. El trefilado del alambre requería un largo y penoso proceso de elaboración que, como ya podemos suponer, era enteramente manual.


A la izquierda tenemos el proceso inicial, consistente en ir pasando una fina tira de hierro por una matriz con varios agujeros de diferentes calibres. Tirando con las tenazas, el alambrero va reduciendo el diámetro del alambre hasta llegar al grosor deseado. Luego lo enrolla y lo envía al artesano del centro, que lo clasifica por grosores, o bien al de la derecha, que con una matriz más pequeña obtiene alambre de un diámetro muy fino, ideal para fabricar el torzal usado para forrar las empuñaduras de espadas o dagas. 

Los mayores consumidores de alambre eran los maestros lorigueros, de los que ya se habló largo y tendido en su momento. Ahí tenemos a dos de ellos enfrascados en la lentísima y laboriosa tarea de imbricar los más de treinta o cuarenta mil anillos necesarios para fabricar una cota de malla completa. Como ya comenté en su día, su precio era exorbitante hasta el extremo de que solo hombres muy acaudalados podían adquirir una ya que costaban lo mismo que siete bueyes. Las herramientas para fabricarlas aparecen en la mesa del hombre de la derecha: un pequeño yunque, unas tenazas para perforar las anillas, una matriz para calcular el diámetro y un martillito para remachar los minúsculos remaches con que se unían los extremos de las anillas.

Nos faltan otros artesanos muy importantes en una época en que si uno quería viajar con rapidez o arar el campo sin tirar del arado entre él y su cuñado tenía que recurrir a ellos con bastante frecuencia: los herradores. Ahí tenemos a dos de ellos empeñados en diferentes operaciones. El de la izquierda está forjando una herradura. Recordemos que no solo se herraban a los caballos, sino también a las mulas, los asnos y los bueyes. A la derecha tenemos al herrador en pleno proceso de herrar a un caballo. Para ello tiene a mano las tres herramientas básicas de su oficio: las tenazas, para quitar la herradura vieja, el martillo, para clavarla al casco, y el pujavante, una especie de formón usado para recortar el casco que, no lo olvidemos, no es más que una uña a lo bestia que crece igual que las nuestras y que, obviamente, hay que recortar ya que la herradura impide el desgaste natural de la misma.

Pero las herraduras no se sujetaban solas. Para ello hacían falta clavos adecuados, los cuales vemos fabricar en las ilustraciones de la derecha. Tras forjarlos, se procede con ellos igual que con el alambre: mediante una matriz se recalibran uno por uno para darle el diámetro deseado según su uso.  El otro artesano los va acabando dándoles un repaso con una lima y los clasifica por tamaños y calibres. Según para qué uso, los clavos se fabricaban de hierro o bronce. Estos últimos eran los preferidos para temas navales por razones obvias: no se oxidaban. Su fabricación era mediante fundición, o sea, vertiendo el metal fundido en unos moldes. De hecho, diría que lo que el hombre de la lima tiene a su derecha, encima de la mesa, es precisamente uno de esos moldes y la lima la usa para eliminar las rebabas propias de la fundición. Por cierto que los clavos medievales no eran de sección circular como los de hoy día, sino cuadrangulares. Fabricarlos redondos los haría carísimos. 


A continuación vemos otro tipo de artesano sin cuya intervención sería complicado fabricar una armadura: el bisagrero. Una armadura lleva varias bisagras y cierres, sin los cuales no se podrían articular muchas de las piezas que la componen. El bisagrero que vemos a la izquierda muestra en su tienda algunas piezas destinadas a puertas, y se encuentra fabricando una especialmente grande, a lo mejor para la puerta de algún castillo. 

Alguno pensará si los maestros artesanos mostrados solo se dedicaban a la manufactura de cada producto en concreto, y la respuesta es que sí. Obviamente, un herrero era capaz de fabricar lo que fuera, desde un clavo a una espada, pero sin el nivel de especialización que se lograba si uno se centraba en determinadas ramas de la metalurgia. De ahí que se lograran las espectaculares piezas que han llegado a nuestros días, fruto del trabajo de hombres que desde que empezaban como aprendices hasta el final de sus días no se dedicaban a otra cosa que fabricar otra cosa que bisagras o alambre o lo que fuese.

Bien, aparte de todos los oficios mostrados, estaban los armeros, los pulidores y los bruñidores, de los cuales se habló largo y tendido aquí. Así pues, como hemos ido viendo, en aquella época no debía existir el paro porque, siendo preciso fabricarlo todo a mano, cada maestro, oficial y aprendiz eran absolutamente necesarios en una sociedad que evolucionaba cada vez más. Hoy día, no se si por suerte o por desgracia, las máquinas hacen la labor de varios hombres en un instante, con lo que se abaratan los costos una burrada, pero al precio de dejar en la puñetera calle cada vez a más gente. La verdad, miedo da pensar qué será de nuestros nietos en un mundo en que las máquinas lo harán absolutamente todo. No acierto a adivinar como podrán ganarse la vida. ¿Quizás de blogueros?

En fin, ya seguiremos.

Hale he dicho