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domingo, 11 de noviembre de 2018

Escudos de torre


Fotograma de la conocida película "Troya" (2004) de Wolfgang Petersen,
en la que vemos a unos abnegados ciudadanos troyanos con una suerte de
escudos de torre en su versión más primitiva, contemporánea a los de los
frescos de Acrotiri que veremos más adelante
Como ya vimos en la entrada que dedicamos hace unos días al aspis hoplita, esta no fue ni mucho menos la primera tipología surgida en el mundo griego, siendo precedida por otros diseños más arcaicos aparecidos hacia el período Heládico Medio III (c.1700 - c.1550 a.C.). Nos referimos concretamente a los escudos de torre y de ocho, cada uno de los cuales tendrá su artículo propio como no podía ser menos y no ya por ahondar en el estudio de los mismos, sino también por sus peculiares diseños, muy alejados del concepto que por lo general solemos atribuir a este tipo de armamento defensivo, que deben aunar resistencia con la suficiente ligereza como para permitir a sus portadores emplearlo con la prontitud necesaria en el campo de batalla ante enemigos tanto o más ágiles que ellos. Así pues, comenzaremos por la tipología más antigua de la que tenemos constancia, los escudos de torre.

Está de más decir que esa denominación no es de época, sino un término acuñado en tiempos modernos- como ocurre con tantas otras armas del mundo antiguo- en base a su morfología, que por el saliente en su borde superior y su gran tamaño los hace parecer una torre con su merlón. Al parecer, los minoicos daban a sus escudos el nombre de σακος (sákos), si bien de forma genérica, así que no sabemos si este modelo tenía algún nombre específico o, simplemente, era llamado como el resto de tipos que hubiere en aquella época. Tampoco se sabe cuándo surgieron ni quién los inventó, si bien pudieron haber estado inspirados o fueron tomados en préstamo de alguna cultura de Oriente Próximo. 

El primer testimonio gráfico que muestra la existencia de estos escudos lo tenemos en un fresco de Acrotiri, una población minoica ubicada en la isla de Thera (o Santorini, como también se le llama actualmente), situada a unos 100 km. al norte de Creta. Este asentamiento fue destruido por un terremoto seguido de una erupción volcánica que, según los análisis más recientes, debió tener lugar hacia el 1600 a.C. y dejó la ciudad hecha una porquería, tal como ocurrió con Pompeya cuando al Vesubio le dio por ponerse a toser. Entre los numerosos frescos apareció el que vemos en la imagen de la derecha, donde se pueden ver a varios guerreros protegidos por unos enorme escudos rectangulares y armados con largas picas. Estos escudos, según el esquema de color de los mismos, estarían recubiertos con pieles de cabra ya que coincide en algún caso- que hemos señalado con dos flechas- con uno de los animales que se ven en el fresco.

Guerrero minoico provisto de un escudo de torre,
lanza y casco de colmillos de jabalí. El dibujo nos
permitirá hacernos una clara idea del enorme tamaño
que alcanzaban estos escudos
Esta podía haber sido la tipología más antigua de este modelo de escudo ya que los testimonios gráficos posteriores en los que aparecen presentan cierto cambios. Está de más decir que, por desgracia, al estar construido con materiales perecederos casi en su totalidad apenas han llegado a nosotros algunos restos que nos permitan analizarlos más a fondo. Así pues, en base a las representaciones artísticas que se conservan, vemos que se trataba de una pieza de enorme tamaño que cubría al guerrero desde la barbilla hasta al menos la mitad de la pantorrilla o quizás hasta los tobillos. Eran, por así decirlo, una especie de tabique portátil. Tenían forma rectangular con una extensión semicircular o lobular en su borde superior para proteger la cabeza de su usuario, y cierto grado de curvatura para envolver al combatiente. Estaban construidos con una plancha de mimbre o finas ramas de sauce densamente entrelazadas sobre un bastidor en forma de aspa, formando todo ello una estructura o armazón razonablemente ligero para no convertir el escudo en un mamotreto casi inamovible debido a su elevado peso ya que este armazón era posteriormente recubierto por varias capas de piel, generalmente de bovino si bien no sería ningún dislate pensar que se usarían las pieles disponibles según vimos en el fresco de Acrotiri. 

Las pieles podrían unirse entre ellas y, a su vez, al armazón de mimbre, mediante unas grapas de alambre de cobre o bronce. Esta suposición se basa en el hallazgo en 1951 de 150 grapas de dicho material en la Tumba V del Hospital Nuevo en Cnosos, teoría que se vio en cierto modo corroborada por la aparición de un material similar en la tumba de pozo de Agios Ioannis que había sido descubierta un año antes durante la construcción de una fosa séptica en un domicilio particular. Una vez formado el conjunto de armazón y pieles se remataba con una tira de cuero o bronce bordeando todo el escudo. En las láminas de la derecha vemos los planos de sendas tumbas, y en la superior en concreto la distribución del ajuar funerario formado por las armas del difunto, así como restos cerámicos donde se depositaban las ofrendas habituales en estos casos para no largarse de este perro mundo nada más que con lo puesto y poder disponer de chorraditas dignas del rango del muerto para darse pisto en el Averno.

En la lámina de la izquierda podemos ver lo entresijos de su fabricación. En la figura A vemos el anverso del escudo, al que hemos recubierto con dos pieles más una última con el pelo hacia el exterior. El conjunto se ha bordeado con una tira de piel cosida. En la figura B vemos el reverso, donde se aprecia la estructura de mimbre y el bastidor sobre el que se instalaba. Estos escudos se portaban colgados del hombro izquierdo con el τελαμόν (telamón), una larga correa de cuero de alrededor de metro y medio para tener libres ambas manos, necesarias para manejar las enormes lanzas al uso. No obstante, disponían de una manija situada en el vértice del armazón de madera que vemos en la ilustración para poder moverlos en caso de necesidad. No debían ser nada fáciles de manejar, y menos aún ante una avalancha de enemigos según veremos más adelante.

El fiero Áyax pisoteando cadáveres de
enemigos vencidos
También hay constancia de que podían tener una cubierta formada por una fina lámina de cobre o bronce similar a la que posteriormente usaron los aspis. De este detalle no solo tenemos testimonios gráficos, sino también escritos. Concretamente, en el Canto VII de la "Ilíada" Homero se tomó la molestia de describir detalladamente el escudo del hercúleo Áyax, el "baluarte de los acayos", cuando nos dice que "...Áyax, semejante a una torre, se le acercó (a Héctor), ostentando broncíneo escudo hecho de siete pieles de buey. El excelente Tikio, que habitaba en Hila, lo había construido con siete pieles de otros tantos robustos toros, recubriéndolas de bronce. Y llevando este escudo ante su pecho, Áyax Telamonio aproximóse a Héctor...". Cabe suponer no obstante que lo de las siete pieles fue una excepción debido a la descomunal fuerza física de nuestro héroe ya que una piel de toro viene a pesar unos 30 kilos. Si aprovechamos solo la mitad hablamos de 15 kilos, que multiplicado por siete suponen nada menos que 105 más el peso de la lámina de bronce y el armazón. Obviamente, estamos ante la típica exageración atribuible al deseo de enaltecer la fuerza, el valor, etc. del guerrero de turno porque un escudo de más de cien kilos solo serviría para dejarlo caer encima del enemigo y dejarlo como un sello de correos. Por cierto que, curiosamente, el nombre que se da al tiracol del escudo, telamón, es el mismo que el del padre de Áyax, Telamón, rey de Salamina. 

Así pues, del mismo modo que se podían cubrir con pieles de vacuno o cabra también era habitual hacer lo propio con láminas de bronce, supongo que en función del poder adquisitivo del guerrero. Hablamos de una época en la que los ejércitos profesionales no existían en esta zona de Europa y que la defensa del territorio estaba confiada a ciudadanos-guerreros que adquirían su panoplia en base a sus ingresos. En la lámina de la derecha podemos ver un ejemplo basado en un anillo de oro del "Tesoro de los Sellos" de Tisbe. Como vemos, toda la superficie está recubierta por una lámina de bronce con dos rebordes. Como motivos decorativos tiene umbos de diversos tamaños repartidos por el escudo sin que estos tengan nada que ver con la habitual función defensiva de estas piezas que, como sabemos, estaban destinadas a proteger la zona del escudo donde se encontraba la manija y, por ende, la mano que la empuñaba.

Otro testimonio gráfico bastante significativo es este sello hallado en la Tumba Circular A de Micenas, datado hacia el siglo XVI a.C. Estos sellos eran al parecer usados por monarcas y gobernantes a título personal, o sea, que no eran un mero adorno. El sello muestra en el centro a dos guerreros luchando con espada, mientras que otro situado a la derecha se protege con un escudo de torre cubierto de bronce y hostiga a uno de sus enemigos con una lanza. El lancero, como es habitual en el mundo micénico, lleva en la cabeza el típico casco de colmillos de jabalí.

Esta daga, aparecida en la Tumba de pozo IV de Micenas, presenta en su hoja una exquisita decoración que muestra la cacería de un león a manos de varios guerreros, dos de los cuales por cierto portan escudos de ocho lo que indica que, aunque surgidos posteriormente, compartieron parte de su vida operativa con los de torre. En el detalle podemos ver como el guerrero lo lleva colgando a la espalda mediante el telamón mientras que usa su lanza para intentar abatir a la fiera. El nivel de detalle del trabajo nos permite ver claramente tanto el telamón como la forma de colgar el escudo sobre el hombro izquierdo. 

En esa misma tumba apareció una larga tira de bronce decorada con rosetones que es atribuida precisamente a una de estas correas y que podemos ver en la foto de la izquierda. La pieza, de 140 cm. de largo y entre 4 y 5'5 de ancho, presenta en ambos lados un fino doblez que obviamente estaba destinado a fijarla a la correa de cuero. La ductilidad de este material permitía doblarlo hasta cierto límite sin que se partiera o se agrietara. Las dos muescas en forma de diábolo que vemos en uno de los extremos parece ser que servían para abrochar el telamón al extremo de una pieza similar colocada al otro lado del escudo.

La figura A muestra el extremo con las citadas muescas, mientras que la B presentaría el extremo opuesto donde se habría fijado un pasador C formado por el travesaño D y un pequeña lámina terminada en gancho, tal como la hebilla de un cinturón. Para unir ambos extremos, bastaría introducir el pasador por una de las muescas de la pieza A, quedando fijados ambos extremos. El uso de una u otra muesca permitiría regular la longitud del telamón. El cierre lo podemos observar en la figura A: el extremo del pasador quedaría por debajo, sacando el mismo por la muesca y enganchándolo al travesaño.


Por concluir con los testimonios gráficos, arriba podemos ver una reconstrucción de la decoración de un ritón de plata, procedente también de la prolífica Tumba IV de Micenas. En este caso podemos ver como unos guerreros protegidos con escudos de torre se enfrentan a otros que hacen lo propio con escudos de ocho. Esto corrobora que, en efecto, ambas tipologías coexistieron en el tiempo y, por el tipo de yelmo que usan todos los guerreros, también en el mismo territorio. Merece la pena observar las líneas de guiones que representarían las grapas o las costuras que unían las pieles unas con otras y, tal vez, también al armazón de mimbre.  Con todo, parece ser que el uso de uno tipo u otro no obedecía más que al poder adquisitivo del usuario. Los escudos de ocho, mucho más complejos tecnológicamente, serían más caros de producir que los de torre. Lo que sí se acepta de forma generalizada es que a raíz de la aparición de los escudos de ocho, estos fueron sustituyendo poco a poco a los de torre por su mayor versatilidad si bien, como hemos dicho, su mayor precio no los haría asequibles para todos, por lo que debieron convivir durante muuuucho tiempo. A este respecto, añadir solo que la aparición del escudo de torre en la Grecia continental tuvo lugar un siglo más tarde, al menos en base al hallazgo más antiguo que lo atestigüe. Nos referimos a la ya citada Tumba IV de Micenas, datada en el Heládico Tardío IB (c.1500 - c.1450 a.C.)

Anillo del "Tesoro de los Sellos" que muestra a dos guerreros
usando escudos de torre. Debía ser todo un alarde de fuerza
y destreza lograr desviar esa mole para alcanzar al enemigo
Bien, con lo visto ya tenemos una idea bastante clara de la morfología, el desarrollo y la vida operativa de estos chismes. Sin embargo, aún queda por comentar lo concerniente a su uso ya que es un tema que ha protagonizado y protagoniza intensos debates porque, lógicamente, un escudo tan peculiar no se podía manejar como uno convencional. Su peso y, sobre todo, su tamaño, ofrecían una protección muy buena, pero como contrapartida imponía una evidente limitación de movimientos. Veamos pues las teorías al respecto. Según las diversas representaciones artísticas en las que aparecen escudos de torre, sabemos que podían portarse de tres formas: sobre la espalda, el pecho o sobre el costado izquierdo. Se han llevado a cabo pruebas con escudos y lanzas a tamaño real por probos ciudadanos que se han prestado a ello, y en función de sus movimientos en un hipotético campo de batalla se han llegado a diversas conclusiones bastante interesantes. 

Empezaremos por la posición del escudo en el pecho, que es de la primera de la que tenemos noticia. Como vemos en la ilustración de la derecha, estando en posición de ataque la curvatura del escudo cubre el pecho, y bastaría girarse un poco hacia su izquierda para que todo el cuerpo quedara totalmente protegido. Sin embargo, aunque dar pasos muy cortos sería factible, correr con el escudo en esa posición sería la mejor forma de machacarse las espinillas y el cuello o la barbilla. A cada zancada se recibiría primero un golpe en la pierna, que haría bascular el escudo y golpearía a continuación la cara. A la hora de clavar la lanza, prácticamente no se podría obtener impulso con el brazo derecho, que por la anchura del escudo apenas podría avanzar hasta golpear con el borde. Habría que coger la lanza con los brazos muy abiertos para poder obtener la energía necesaria para propinar un golpe con la fuerza necesaria (recordemos que en casos así la derecha empuja y la izquierda apunta hacia el enemigo). Por último, si era el guerrero el que recibía el golpe, solo estando en posición terciada mantendría la estabilidad. Si le pillaba de frente sería muy fácil hacerlo caer; su mismo escudo lo empujaría hacia atrás. En cuanto a esta forma de portarlo estando en formación, todo el que no estuviera en primera fila lo tenía muy difícil para golpear al enemigo por carecer de espacio, por lo que los de la primera deberían alejarse unos de otros al menos 1'5 metros para dejar sitio a los de atrás adoptando una formación al tresbolillo.

Veamos ahora el escudo sobre el hombro. En esta posición, tal como vemos en el gráfico, la curvatura del escudo envolvía por completo al combatiente, ofreciendo al enemigo solo la cabeza y el extremo inferior de las piernas. Al caminar también se golpeaban espinillas y cara o cuello, aunque la carrera era menos problemática si se mantenía un trote corto. Para clavar solo se podía tomar impulso con la mano derecha ya que la izquierda tenía muy limitado el movimiento. Era una forma de combatir que, al parecer, carecía de la precisión necesaria y agotaba pronto el brazo derecho por ser el que hacía todo el trabajo. En esta posición, el guerrero podía hacer frente con facilidad a los enemigos situados justo delante o a su derecha. Si quería atacar a alguno colocado a su izquierda tendría que girar en esa dirección, por lo que quedaría expuesto al enemigo y, por otro lado, el borde de su escudo podría verse obstaculizado por el de un compañero. Por esa razón, también era preciso dejar al menos entre 1'5 y 2 metros entre unos y otros. Cuando se usaba esta última distancia era cuando se disponía de la máxima movilidad en cualquier dirección sin verse trabados con sus propios camaradas. A la hora de recibir un golpe, esta posición era la más estable, siendo difícil desestabilizar al combatiente que no precisaba cambiar de postura para protegerse mejor.

Y, por último, el escudo a la espalda que hemos visto en varios de los testimonios gráficos anteriores. Ciertamente, era una posición muy peculiar para un hombre que, se supone, tenía al enemigo delante, no detrás, pero era bastante viable según las circunstancias. Ante todo, era la más fácil para caminar sin golpearse e incluso correr sin golpearse constantemente. La anchura del escudo tampoco limitaba el movimiento de los brazos. Si observamos la figura de la derecha, es evidente que pueden lanzarse golpes contundentes sin el más mínimo estorbo mientras que la mitad trasera del cuerpo permanece a cubierto por la curvatura del escudo. Con todo, es en la defensa donde podía tener más problemas ya que, caso de girarse un poco para detener el golpe, perdería de vista al enemigo y, por otro lado, quedaría en una posición poco estable para recibir un lanzazo sin verse empujado y caer. 

Guerrero aqueo haciendo frente a un carro de guerra.
Como es lógico, las pruebas efectuadas se han basado
en combates en formación. De momento no sabemos
nada sobre el uso de estos escudos en combates
individuales o ante un caso como el de la imagen
En función a los ensayos llevados a cabo se dedujo que combatir con el escudo a la espalda con el pecho hacia el enemigo era la mejor forma de palmar allí mismo, pero era muy útil si había que poner pies en polvorosa por razones obvias. Si se colocaban terciados, o sea, ofreciendo el costado izquierdo al enemigo tal como mostramos en el gráfico superior, el combatiente disfrutaba de un amplio campo visual. En caso de adoptar una formación cerrada solo podían golpear a los enemigos situados frente a ellos, por lo que era conveniente abrirse a más de 1'5 metros para tener más movilidad sin verse desprotegidos. Esta posición era, aunque pueda parecer contradictorio, una de las más ventajosas para el combatiente: tenía medio cuerpo protegido, y bastaba un leve giro para quedar totalmente protegido ante un ataque enemigo. Podía así mismo golpear en cualquier dirección sin perder el campo visual; solo podría verse comprometida la estabilidad en caso de girar más de la cuenta. 

En resumen, se pudo comprobar que, contrariamente a lo que podríamos pensar, una formación muy cerrada era totalmente inviable. Cuando se ven estos armatostes por primera vez se piensa que estaban diseñados para formar un muro de escudos, pero ya vemos que no era así. De hecho, la distancia ideal entre combatientes era de 1'5 metros, no siendo aconsejable ampliarla más para ganar movilidad por el riesgo de ser demasiado vulnerables en caso de que un ataque masivo lograse infiltrarse entre las filas y abrir una brecha. La posición óptima para luchar era, curiosamente, con el escudo a la espalda y el cuerpo terciado, que era la que ofrecía más seguridad, estabilidad y capacidad para golpear sin tener que cambiar de posición. Solo ofrecía un inconveniente notable en caso de verse bajo una lluvia de flechas ya que al agacharse quedarían totalmente de espaldas al enemigo, momento que podrían aprovechar para cargar contra ellos, por lo que siempre les quedaría la opción de, con un rápido movimiento, colocar el telamón sobre el hombro izquierdo para mantenerse protegidos y, al mismo tiempo, avanzar contra las filas enemigas. En todo caso, estas conjeturas se basan en comportamientos de personas actuales, no de los guerreros de la época que, con toda seguridad, eran muchísimo más diestros en su manejo en determinadas circunstancias y sabrían adoptar de inmediato la posición más correcta en cada momento. 

Bueno, criaturas, creo que no se me ha olvidado nada relevante. Y como esta entrada quedaría coja sin los escudos de ocho, pues ya hablaremos de ellos otro día.

Hale, he dicho

POST SCRIPTVM: Hoy, 11 de noviembre de 2018, se cumple el primer centenario del término de la Gran Guerra, el peor infierno concebido en la historia para los que tuvieron que combatir en ella. Esperemos que no se vuelva a repetir jamás.

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No sabemos como podría desarrollarse esta escena en la que un combatiente provisto de un escudo de torre se enfrenta a un
enemigo protegido por uno de ocho que, además, se cubre con una armadura de bronce. Esta situaciones se dieron, pero
no tenemos ni idea de cómo se desarrollaban y, menos aún, como terminaban

domingo, 28 de octubre de 2018

ASPIS, el escudo del hoplita


Hoplita espartano con su panoplia habitual.
Apoyado en la pierna vemos su aspis donde
ha dibujado una gorgona, bicho mitológico
al que se le atribuía entre otras cosas el poder
de convertir en piedra al que lo miraba, o sea,
lo mismo que un inspector de Hacienda
Hace ya tiempo dedicamos una serie de artículos a algunos tipos de yelmos usados por los belicosos griegos, así como a la dory, la lanza de empuje usada por los hoplitas para convertirse en brochetas unos a otros. Así pues, y ya que hace varios meses que no hablamos de estos probos inventores de la democracia, tiempo es de estudiar con detalle la que quizás fuera la pieza más emblemática de su panoplia, el escudo. Pero antes de entrar en materia conviene aclarar una cuestión que, aunque probablemente muchos ya la conozcan, también es posible que haya quién aún identifique al hoplon (όπλον) con el escudo cuando la realidad es que no se llamaban así. El típico y emblemático escudo de los griegos recibía el nombre de aspis (άσπις), mientras que hoplon era como denominaban de forma genérica al conjunto de armas que portaban los guerreros, es decir, su panoplia completa que incluía tanto el armamento ofensivo como defensivo. Así pues, un hoplita era un "hombre armado". Puede que esta confusión provenga de la afirmación de Diodoro Sículo según la cual "los hombres fueron llamados hoplitas debido a sus escudos", y que sin dicho escudo no se podía ser un hoplita. En cualquier caso, ya vemos que no era el escudo el que daba nombre a este tipo de guerrero, sino su armamento en general. Por otro lado, a pesar de que por norma se asimila al hoplita con el mundo griego, la realidad es que otros pueblos de la ribera mediterránea también usaron ese tipo de combatiente, como los macedonios, los samnitas, los etruscos e incluso los primitivos romanos por la sencilla razón de que combatían de la misma forma, en falange, formación táctica que mostró su obsolescencia definitiva cuando las legiones del cónsul Lucio Emilio Paulo, mucho más flexibles que las grandes y torpes masas de infantería, les dieron las del tigre a los macedonios en la jornada de Pidna (168 a.C.). Y aclarado estos puntos, vamos al tema...


Los primeros testimonios gráficos de la existencia de escudos redondos aparecen hacia el 1300 a.C., a finales del período micénico. Anteriormente, los guerreros de aquella zona usaban de forma indistinta dos tipologías muy peculiares, los llamados "escudos en ocho" y los "escudos de torre", unos enormes mamotretos que cubrían prácticamente todo el cuerpo del que los portaba como podemos ver en las ilustraciones de la izquierda y de los que hablaremos detenidamente en una entrada dedicada exclusivamente para ellos. Como podemos suponer, estos grandes escudos estaban concebidos para ser usados exclusivamente por una infantería pesada y estática ya que correr con semejantes trastos colgando del hombro debía ser enormemente complicado, por lo que la creación de una nueva tipología tuvo que deberse a la aparición de un tipo de tropas con un uso táctico más flexible o con un cometido en el campo de batalla que le obligara a emplear un escudo más ligero y que le permitiese más libertad de movimientos. Ojo, la aparición del escudo redondo no significó la desaparición de estos dos tipos, sino que coexistieron a lo largo del tiempo hasta, al menos, el siglo VIII a.C., cuando se extendió de forma generalizada la falange como unidad básica de infantería.


Pero aparte de la evidente diferencia de tamaño, las tipologías más primitivas tenían la particularidad de que, al menos según muestran las representaciones artísticas de la época, no se empuñaban con la mano izquierda como es habitual, sino que iban suspendidos del hombro mediante una correa llamada telamon. Este peculiar sistema estaba concebido para tener ambas manos libres y poder así empuñar las grandes lanzas que usaban, independientemente de que además dispusieran de una manija para agarrarlo con la mano izquierda si era preciso empuñar la espada. En la imagen de la derecha vemos una escena de caza recreada en la hoja de una daga datada en el siglo XVI a.C. que muestra en su extremo izquierdo a un guerrero adoptando esa forma de llevar el escudo mientras enfila su lanza hacia el león. En el centro aparece otro guerrero con un escudo de torre en la misma pose, mientras que los de la derecha los mantienen delante del cuerpo para defenderse de la acometida de la fiera.


Vaso de los guerreros
Como está mandado, no ha llegado a nuestros días ningún resto de estos primeros escudos circulares, por lo que solo podemos conjeturar acerca de los materiales con que estaban construidos si bien la opinión más generalizada es que, al igual que sus homólogos de mayor tamaño, consistían en una estructura de mimbre forrada de cuero que podría estar reforzada en los bordes con piezas de bronce, o incluso que estuvieran recubiertos enteramente de este metal, bien liso, bien repujado, y muy pulido para darle vistosidad. Para sujetarlo estaba provisto de un brazal que sujetaba el antebrazo, y una manija permitía empuñarlo con firmeza y manejarlo con facilidad mientras que la mano derecha quedaba libre para usar la lanza, cuyo tamaño se había reducido de forma notable y ya no requería de ambas manos para combatir con ella. Conviene tener en cuenta que en esta época la lanza de empuje era el arma principal de la infantería, siendo la espada un arma secundaria. Uno de los testimonios más relevantes acerca de la existencia de este tipo de escudo es el llamado "Vaso de los guerreros", una crátera hallada por Schliemann en la acrópolis de Micenas y datada hacia el siglo XII a.C. En la detallada decoración de la pieza podemos ver una serie de guerreros micénicos armados con casco, grebas, corazas, lanza y el tipo de escudo que nos ocupa.


Hacia el siglo VIII aparece la figura del hoplita como todos la conocemos, y con él el aspis, un escudo redondo obviamente evolucionado de los antiguos escudos micénicos que fueron sustituyendo poco a poco a los de torre y en forma de ocho. Contrariamente a sus ancestros, el aspis no solo defendía a su usuario, sino también al compañero que estaba a su izquierda en la formación. Al enfrentarse a los enemigos, el cuerpo se colocaba terciado hacia ellos, dejando la mitad derecha del torso descubierta para acometer con la lanza. Si una fila de combatientes solapaban sus escudos formaban un muro como si se tratase de una hilera de escamas como la piel de una serpiente, pudiendo igualmente ofender al adversario blandiendo sus lanzas por encima de los escudos, tal como vemos en la ilustración superior. Esta forma de combatir, que no era otra cosa que la falange que ya conocemos, convertía los cuadros de infantería en formaciones monolíticas que, bien disciplinadas y sabiendo que si mantenían firmes sus filas, eran prácticamente invencibles contra cualquier atacante, ya fuesen infantes, arqueros, caballería, carros o incluso elefantes cabreados. 


El tamaño del aspis permitía no solo más movilidad al que lo manejaba, sino también una protección más que aceptable. Un guerrero provisto de casco y grebas solo mostraba al enemigo el rostro o, en todo caso, parte del mismo dependiendo del tipo de yelmo que usase. En caso de verse bajo una lluvia de flechas, les bastaba con agacharse y colocarlo apoyado en el suelo tal como vemos en la figura de la izquierda. Su peso, de alrededor de los 6 o 7 kilos, lo hacían ligero y manejable para un hombre adiestrado en el uso de las armas desde niño, y su forma cóncava permitía desviar tanto los golpes de espada como los pequeños pero diabólicos glandes de honda lanzados por del enemigo. De estos proyectiles ya se habló en su día y, como recordaremos, podían incluso penetrar en la carne como si de una bala moderna se tratase, así que no eran precisamente unos chismes despreciables en manos de un hondero capaz de acertar en la cabeza de un enemigo situado a 25 o 30 metros de distancia.


Reverso del "Escudo Bomarzo", que se conservan en el
Museo Gregoriano Etrusco del Vaticano
Aunque la infinidad de testimonios gráficos procedentes de la cerámica griega nos permiten conocer de forma bastante aproximada el tamaño del aspis solo con compararlo con los personajes que los portan, así como su decoración y las guarniciones, en lo tocante a los materiales con que estaban construidos disponemos de un ejemplar etrusco datado hacia el siglo V a.C. y milagrosamente bien conservado que apareció en 1930 en Bomarzo, Italia. Eran piezas muy elaboradas compuestas por varios materiales que veremos más adelante y que en poco se asemejan a los escudos medievales, mucho más básicos y menos refinados que estos. Pero, temas constructivos aparte, lo más significativo de este escudo eran los elementos de sujeción, que permitían bloquear literalmente el antebrazo en el mismo para poder manejarlo con soltura, rapidez e incluso con la contundencia necesaria para usarlo como arma. Un golpe propinado con ese chisme en plena jeta o dejándolo caer con fuerza sobre la espinilla del enemigo debía ser, además de sumamente doloroso, capaz de dejarlo fuera de combate sin problemas. 


Una vez que el aspis adquirió la morfología que marcó el cenit de su evolución permaneció prácticamente inalterable, variando solo en lo concerniente a la decoración de los mismos dependiendo del pueblo que lo usase. Al parecer, en sus primeros tiempos cada hoplita solía decorar su escudo conforme a su gusto personal con bichos totémicos, repujados o, simplemente, dejándolo liso y bruñido, pero de ese tema hablaremos con más detalle más adelante. Lo que sí conviene señalar es la existencia de escudos aparecidos en Olimpia con apliques de bronce en su parte externa, lo que ha hecho suponer que se trata de exvotos ofrecidos a los dioses por alguna batallita ganada o, más importante tal vez, como muestra de agradecimiento porque su cuñado no volvió vivo a casa. En el templo de Artemisa Ortia de Esparta también fueron hallados discos votivos de marfil empleados con el mismo fin de tipo religioso. En la imagen superior vemos un ejemplo, en este caso una gorgona broncínea que, como se ha dicho, apareció en Olimpia junto con otros ornamentos del mismo metal. Veamos ahora los entresijos de estos escudos basándonos en el ejemplar aparecido en Bomarzo...

El aspis tenía un diámetro aproximado de entre 90 y 120 cm., y estaba fabricado con madera de álamo cuya veta debía quedar en posición horizontal cuando se empuñaba. El núcleo del escudo consistían en planchas de este material de entre 20 y 30 cm. de ancho que se pegaban con algún tipo de resina. Se le daba forma cóncava dejando un borde que, posteriormente, era recubierto con piezas sueltas para darle un perfil trapezoidal. En el gráfico inferior lo veremos mejor



En la figura 1 vemos el anverso del escudo. Como se puede apreciar, el borde está forrado con un añadido formado por varias piezas cuya sección vemos en el detalle. Su finalidad no era otra que hacer más resistente el borde del escudo contra los golpes y tajos de espada. La parte central está formada por tres planchas de madera de álamo cuyo grosor variaba según la zona. Curiosamente, la parte central era la más fina, con alrededor de 10 mm. de ancho, mientras que la parte externa llegaba a los 12-18 mm. La figura 2 nos muestra el reverso donde se aprecia su forma de plato sopero, con una amplia cavidad para alojar las guarniciones que veremos a continuación. Por último, la figura 3 nos permite apreciar la sección del escudo, muy adecuada, como comentamos anteriormente, para desviar los golpes de espada, lanza, etc. 


El siguiente paso consistía en pegar en el reverso una fina capa de cuero para preservar la madera de la humedad, bichos, etc. A continuación se fijaban las guarniciones que, en sí, eran el alma de este tipo de escudo. En la figura 1 vemos el porpax, un brazalete provisto de dos pletinas cuyo tamaño y forma era variable pero que, en todo caso, debía estar sólidamente fijado al escudo ya que toda la fuerza que se hacía para manejarlo se centraba en esa pieza. Cabe suponer que el porpax estaba hecho a medida para que el antebrazo se ajustase a la perfección. Cuanto mejor fuese su ajuste más eficaz sería el escudo. Para agarrarlo con la mano tenía a cada lado un antilabe, o sea, una manija formada por dos presillas (figura 2) unidas con un cordón  o una tira de cuero. El motivo de que hubiera dos en vez de una era simple: en caso de romperse, bastaba girar el escudo 180º para disponer de una nueva manija y no verse en pleno combate con el aspis inservible. Los espartanos, siempre recelosos de la fidelidad de sus ilotas, cuando no estaban matando gente por ahí tenían por norma desmontar el porpax de sus escudos para que, en caso de rebelión, no pudiesen usarlos contra sus amos. En la figura 3 podemos ver el reverso de un aspis terminado a la espera del siguiente paso. Ambas piezas, el porpax y el antilabe, se fijaban al escudo con clavos desde la parte de dentro, volviendo las puntas que sobresalían por la parte exterior para asegurarlas bien tal como vemos en la figura 4.


Por último se fijaban cuatro tachones provistos de argollas por donde se pasaba un cordón que rodeaba el interior del escudo. Se dan dos teorías para este accesorio: una, usarlo como tiracol para poner llevarlo a la espalda durante las marchas, y dos disponer de un repuesto de emergencia en caso de las dos antilabe se partieran. En el detalle vemos el aspecto del tachón que, al igual que el resto de las piezas que componían la guarnición interior del escudo, se fijaba mediante un clavo cuya punta era vuelta y remachada contra la madera. Los borlones, que aparecen en las representaciones artísticas de la época, no parece que tuvieran otra utilidad que no fuese meramente decorativa. Para que su rendimiento fuese óptimo se le daba especial importancia tanto a las dimensiones como al montaje de dichas guarniciones para que el aspis fuera, en palabras de Jenofonte, eurhythmos, o sea, que quedase perfectamente ajustado al antebrazo de su dueño de forma que el porpax llegara justo al final del mismo cuando la mano se cerraba en el antilabe.

Llegados a este punto solo quedaba darle el acabado final. Para ello, se fijaba, posiblemente con brea, una fina capa de bronce en el anverso del escudo. Esta lámina, de menos de 1 mm. de espesor, obviamente carecía de potencial defensivo y solo tenía como finalidad darle una apariencia vistosa con la aplicación del episema, o sea, el motivo decorativo que generalmente se pintaba en el aspis



Una muestra de algunos episema de los muchos que
han llegado a nosotros gracias a la prolífica industria
ceramista de los griegos
La variedad de motivos era inmensa. Con los bordes pintados en colores lisos, con figuras geométricas, repujados, etc. En el interior, que también podía ser pintado o dejarlo con el metal a la vista, pues mogollón de bichos, tanto reales excluyendo cuñados como mitológicos: las gorgonas citadas al principio, caballos alados, y toda la pléyade de criaturas legendarias del extenso surtido disponible entre los pueblos griegos. Solo hay un tema que es objeto de dudas, y es precisamente uno de los motivos que solemos ver con más frecuencia en las ilustraciones que se hacen sobre hoplitas. Se trata de la típica inicial de la ciudad de la que eran naturales, que en teoría se empezaron a usar hacia finales del siglo V a.C. Una sigma Σ en el caso de los procedentes de Sición, una lamda Λ carmesí los espartanos- por Lacedemonia-, etc. Sin embargo, en la enorme cantidad de representaciones artísticas en las que figuran hoplitas no hay ni una sola en la que aparezcan letras, teniendo solo escasos testimonios escritos como el de Jenofonte, que menciona que un ejército de Argos pudo identificar a sus enemigos de Sición por la letra sigma pintada en sus escudos. Respecto a la famosa lamba de los espartanos, solo tenemos una referencia bastante tardía de Focio, un lexicógrafo bizantino que vivió en el siglo IX d.C.  que mencionó que los lacedemonios escribían la Λ en sus escudos de la misma forma que los mesenios ponían la letra mu Μ. Algunos incluso tenían sentido del humor, como el caso que narra Plutarco de un espartano que pintó una mosca a tamaño natural en su escudo. Cuando un colega le dijo que nadie vería su emblema, el fulano le replicó muy ufano que ya se preocuparía de acercarse tanto al enemigo como para que vieran perfectamente la dichosa mosca. 


Por último, comentar que mientras que reinaba la paz, lo que entre los griegos era tan raro como ver a dos cuñados bien avenidos durante un bodorrio, los escudos permanecían a buen recaudo guardados en unas fundas llamadas sagma. A la derecha podemos ver un fragmento de la decoración de un kylix en la que se ve a un epheboi ayudando a quitar el sagma del escudo de su mentor, mientras que a la derecha vemos a otro hoplita armándose para la batalla. En cuanto a la otra ilustración, corresponde a una recreación de un añadido que aparece en alguna vasija y que, como vemos, es un faldón de cuero más o menos decorado que se sujetaba al escudo para proteger las piernas de las flechas y los glandes. Con todo, conviene aclarar que el aspis no era tan resistente como, por ejemplo, un SCVTVM romano ya que, aunque resistía sin problemas los tajos de las espadas enemigas, al parecer era susceptible de ser perforado por las lanzas. Un testimonio nos lo da Plutarco cuando cita al general espartano Brasidas, que fue herido por una lanza que atravesó su escudo y, cuando le preguntaron como había sido posible, respondió que "mi escudo me traicionó". Cabe pensar que, en realidad, el escudo no traicionaba a nadie, sino que esa debilidad se debía a su escaso grosor precisamente por el centro, que era donde irían a parar la mayoría de los golpes del enemigo.


En fin, criaturas, con esto creo que está todo dicho. Como ya sabemos, a medida que el poder de Roma fue aumentando las falanges al uso fueron decayendo como formación táctica hasta su total desaparición. No obstante, el hoplita fue un tipo de guerrero más longevo que el legionario romano, y sus escudos los acompañaron sin sufrir modificaciones relevantes durante toda su trayectoria. Por lo demás, gracias a las fuentes escritas y gráficas como la que vemos a la izquierda podemos conocer con el máximo detalle cómo era su apariencia, cosa que por desgracia no se ha dado en otro tipo de combatientes de tiempos menos remotos. Bueno, espero que en breve pueda elaborar la "precuela" de este artículo, o sea, los escudos de ocho, de torre y el dyplon que, aunque no lo hemos mencionado hoy, convivió con todos ellos. 

S'acabó lo que se daba.

Hale, he dicho

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Probos ciudadanos recreacionistas mostrando una formación de combate para defender las neveras llenas de zumo de
cebada ante la proximidad de sus cuñados. La foto muestra perfectamente como se solapaban los escudos unos con
otros, formando un muro infranqueable. Solo si la línea flaqueaba podría abrirse una brecha que sería aprovechada por
los enemigos para romper la formación. Así mismo, se puede apreciar como el aspis protege totalmente el cuerpo de
sus portadores, no dejando apenas sitio donde poder herirlos como no les acierten en un ojo

sábado, 16 de abril de 2016

Las armas de los zulúes, 2ª parte




Continuemos...

Las mazas

Las armas contundentes eran muy habituales entre los diferentes pueblos que ocupaban la zona oriental de África. Contrariamente a como se habían fabricado en Europa, con una cabeza de armas metálica, en este caso eran enteramente de madera ya que, obviamente, no tenían necesidad de hundir yelmos sino solo cráneos que, por lo general, suelen ser más blanditos. Con todo, en África abundan diversas variedades de árboles que dan una madera dura como el hierro y que, debidamente tratadas, eran absolutamente mortíferas. Se obtenían de una sola pieza aprovechando una parte bulbosa, como una raíz, para dar forma a la cabeza de armas, o sea, algo similar a las típicas "chivatas" de madera de olivo que antaño usaban los pastores hispanos para ahuyentar lobos y demás predadores. En la imagen superior tenemos un surtido de ejemplares en los que podemos ver tanto sus distintos acabados como tamaños. Como tónica general, la madera era pulida como un espejo, obteniendo así una apariencia estéticamente muy bonita. Luego, en función del rango del propietario, se le añadían en el mango piezas de bronce grabadas o tramos de alambres trenzados.

Las mazas, cuya denominación zulú era iwisa, solían ser el arma de acompañamiento habitual entre estos fieros individuos, portándolas tanto en la guerra como en tiempo de paz ya que solían ser distintivo de su rango dentro de la tribu. En todo caso, no olvidemos que su uso bélico era habitual, y que a pesar del esmero que ponían en su acabado no dejaba de ser un arma destinada a desparramar los cerebros de sus enemigos para pasto de hienas, buitres y hormigas. No obstante, la maza verdaderamente simbólica era la izintonga, de aspecto similar a las convencionales pero con el mango más largo, a modo de bastón. 

Zulú armado con una iwisa se enfrenta
a un jinete inglés. Bastaría con golpearle
la rodilla para dejarle la rótula convertida
en rapé para esnifar en el club de oficiales
Arriba tenemos varios ejemplares que, aunque conservan su capacidad ofensiva, servían también para distinguir a los tipos importantes de los simples pringados. Las dos superiores están fabricadas con el cuerno de un rinoceronte a pesar de que su apariencia, similar a la madera, pueda inducir a pensar otra cosa. La superior mide 73 cm. de largo, y su cabeza tiene 7,5 cm. de diámetro mientras que la inferior alcanza los 84 cm. de longitud. Estas mazas solo estaban al alcance al parecer de hombres de un rango muy elevado, como jefes tribales o hechiceros muy venerados. En cuanto a las dos de abajo, están fabricadas de madera. La inferior está decorada con cinco tramos de un finísimo alambre trenzado, combinando franjas de dicho material en cobre y acero. Como dato curioso, los british denominan a este tipo de armas knobkerrie, palabro cuya etimología no deja de ser de lo más peculiar. Proviene de dos términos de lenguas diferentes: por un lado, knob tenía su origen en la palabra knop, que en africaans, la lengua de los boers, significa nudo o bola. En cuanto a kerrie provenía de kierie, que en la lengua nama significa palo o bastón. 

Maza del rey Cetshwayo, rematada en vez de por la típica
bola por un puño, símbolo indudable de fuerza y poder.
Para nosotros sería simplemente una maza o una clava o, ya puestos, podemos aplicarle el término indio macana, arma con que los aztecas, incas, mayas y demás pueblos amerindios se trituraban sus apepinados cráneos cuando se enfadaban unos con otros. Y otra curiosidad más: cuando los británicos se anexionaron finalmente los territorios zulúes en 1887 emitieron una ley que limitaba el diámetro de las cabezas de las mazas para reducir su capacidad ofensiva. Dicho diámetro tenía que ser de un tamaño tal que cupiera dentro de la boca de su propietario.

La inhlenla

La inhlenla era un arma cuya utilidad estaba encaminada más bien como un símbolo de rango y prestigio, usada únicamente por las personas con un estatus muy elevado dentro de la nación zulú. De hecho, se veía solo en manos de reyes o de los miembros de la nobleza. En la ilustración de la derecha tenemos varios ejemplos que nos muestran sus diversas morfologías ya que no había un canon concreto para su diseño. Básicamente consistían en un bastón rematado por una afilada cuchilla en forma de media luna o, como el ejemplar de la izquierda, con el aspecto de una punta de flecha muy abierta. Este en concreto pertenece al actual rey Goodwill Zwelithini, que vemos en la foto izquierda en sus años mozos. En lo tocante a su elaboración, era exactamente igual al empleado con las lanzas y que ya estudiamos con detenimiento en la entrada anterior. 

Las hachas

El hacha de guerra o selepe era, junto a las mazas, el arma de acompañamiento de la iklwa. Al parecer, los armeros zulúes no se daban buena maña a la hora de fabricar este tipo de armas, por lo que era habitual que las adquirieran a otras tribus mediante trueque por ganado. Como vemos a la derecha, eran unos chismes indudablemente impresionantes, provistos de enormes hojas capaces de producir heridas bastante chungas. Sus hojas tenían por lo general forma triangular más o menos acusada, y sobresalían del mango varios centímetros tanto por arriba como hacia adelante. Esto último tenía como objeto trabar el escudo del enemigo y, tirando del mismo, arrebatárselo para dejarlo indefenso y expuesto a ser apiolado de un certero hachazo en mitad de la jeta. Su fabricación era bastante simple en sí misma: se recurría a un mango cuyo extremo superior era más grueso para encajar en el mismo la espiga de la hoja, la cual era embutida y remachada por el lado opuesto (véase la figura de la izquierda), o bien doblada hacia abajo (véase la segunda por la derecha). Así mismo, los mangos, de unos 70-80 cm. de largo, solían llevar el mismo tipo de decoración que las mazas en forma de finos trenzados de alambre, combinando el acero y el cobre. Por cierto que el alambre era desconocido para los zulúes hasta su introducción por los mercaderes occidentales a mediados del siglo XIX.

Bien, en esto consistía la panoplia ofensiva de los zulúes. Como hemos ido viendo, era bastante simple pero no por ello menos efectiva. En realidad era más que suficiente para batirse con sus enemigos habituales, y solo la llegada de los europeos les supuso un verdadero quebranto si bien no se privaron de hacer uso de las armas de fuego que les arrebataron como botín de guerra y con las que también se mostraron bastante diestros. Solo nos resta estudiar la única arma defensiva que portaban estos feroces ciudadanos ya que sobre sus cuerpos no llevaban nada que pudiera servirles de protección. O sea, que su integridad física dependía por entero de su destreza manejando sus grandes escudos y su agilidad a la hora de moverse en el campo de batalla, esquivando las cuchilladas de sus enemigos. 

Los escudos

Para los zulúes, el escudo era algo más que una mera protección. De hecho, cada uno de ellos solía poseer varios, cada uno con un uso concreto que iba desde los destinados a la guerra a los que empleaban para sus saraos y fiestorros tribales, así como cuando llegaba la hora de galantear a la damisela de piel de ébano objeto de sus más ardientes deseos. En estos casos se usaba un escudo de pequeño tamaño ya que solo tenía un uso simbólico, mientras que para la protección personal del guerrero cuando salía de caza o a darse un garbeo por lugares propicios para ser atacado se proveía de un ihamu, un escudo de mayor tamaño que, al parecer, era tradición que permaneciese siempre en la familia y pasase de padres a hijos. Sin embargo, los escudos de guerra o isihlangu eran propiedad del estado, y eran guardados en los acuartelamientos para su distribución en caso de necesidad. Por último, un pintoresco uso de los escudos era como parasol, que en este caso se reservaba para los monarcas y grandes personajes los cuales se paseaban por sus dominios con un sirviente detrás de él portando el escudo sobre su persona para darle sombra tal como vemos en el grabado de la superior.

Fue Shaka el que creó el enorme escudo de guerra que complementaba la lucha con la azagaya. Medía entre 135 y 140 cm. de alto por unos 75 de ancho, y tenía una forma ovalada puntiaguda. No obstante, y a pesar de que se mantuvo operativo hasta el hundimiento de la nación zulú en 1879, a lo largo del tiempo fue disminuyendo de tamaño para hacerlo más ligero. De hecho, en aquella época convivían los añejos escudos grandes con otros más pequeños de alrededor de 120 por 65 centímetros de tamaño. Aún se creó otro más compacto unos años antes, durante el conflicto civil mantenido entre Cetshwayo y su hermano menor Mbuyazi y que recibía el nombre de umbhumbhuluzo. Su tamaño oscilaba por los 100 por 50 centímetros, y fue el que acabó haciéndose más popular por su evidente ligereza. Así pues, y según vemos en la ilustración superior, desde los tiempos de Shaka al fin de su imperio durante el reinado de Cetshwayo se fabricaron cuatro modelos diferentes. De derecha a izquierda tenemos un isihlangu, el mayor de todos. A continuación vemos la variante más pequeña del anterior. El siguiente es el umbhumbhuluzo y, por último, el pequeño escudo destinado a ceremonias y demás cuestiones de tipo social. En cuanto al ihamu, su tamaño debía ser inferior al escudo de guerra convencional ya que no se precisaba de tanto escudo simplemente para defenderse de un leopardo cabreado o un cuñado molesto.

Guerreros zulúes en pleno bailoteo tribal con sus pequeños
escudos ceremoniales
Pero el vocabulario zulú iba más allá a la hora de designar las diferentes tipologías de escudos ya que, además, tenían decenas de vocablos para saber diferenciarlos según los detalles más nimios, como la tonalidad del pelo o el tamaño y la intensidad de las manchas de color. Aparte de esto, como ya se comentó anteriormente, el escudo era el "uniforme" del ejército zulú, y dependiendo de la unidad en la que servía cada hombre portaba un escudo de un color u otro. No obstante, parece ser que esa práctica tuvo que ser suprimida a medida que el ejército zulú iba creciendo en efectivos ya que no era posible obtener por sistema pieles con los colores deseados para mantener la enorme producción de escudos necesarios para suministrar a las tropas. Con todo, se sabe que en tiempos de Shaka el negro estaba asociado a los jóvenes por ser un color relacionado con la juventud y el vigor, mientras que el marrón rojizo correspondía a los más veteranos y el blanco, el color de la experiencia, era usado por el mismo rey y los más allegados a su persona.

Fabricación

Los escudos zulúes eran lo que conocemos como adargas, o sea, escudos de cuero sin ningún tipo de estructura que le de forma. Para su elaboración se recurría a las pieles del ganado vacuno que este pueblo poseía a razón de miles de cabezas, de donde obtenían además leche y carne para su sustento. Las reses pertenecían a rebaños comunales que estaban bajo la administración real, y se seleccionaban en función de su pelaje para suministrar a las unidades necesarias. El rey, como está mandado, se reservaba la piel que le resultaba más molona, que para eso era el mandamás. En la ilustración superior podemos ver un escudo por ambas caras para hacernos una idea de su apariencia general. A la izquierda tenemos el reverso del mismo, y en el detalle podemos apreciar el sistema de agarre, basado en el palo que servía tanto de asidero como de guía más dos correas que se empuñaban tal como vemos en el detalle inferior.

Para la obtención de dos de estos escudos se requería la piel entera de una vaca, la cual era recortada de la forma que vemos en la figura de la izquierda. Tras ser limpiada se practicaban dos hileras de cortes a todo lo largo de la piel, los cuales servían para ir pasando una banda de diferente color que les daba por el anverso su peculiar apariencia de dos hileras de gruesas líneas paralelas que recorrían el escudo de arriba abajo. Como vemos en la figura central, cada cuatro o cinco ojales se volvía la banda de piel hacia la hilera opuesta, sirviendo de sostén al palo sobre el que se formaba el escudo. Cuando estaba terminado tenía seis de estas bandas sujetando el palo en cuestión, y el asidero de piel se obtenía de dos sobrantes que eran retorcidos y empalmados en el centro del escudo. Finalmente, el extremo superior del palo se podía adornar con piel de civeta o una tira de piel de gineta enrollada. Tras dejar secar la piel del escudo, esta perdía la uniformidad en los bordes, quedando el ejemplar con un aspecto más bien irregular. Con todo, eran lo suficientemente resistentes para detener un lanzazo a distancias medias o para rechazar un golpe de maza o de hacha. 

Obviamente, el enorme escudo diseñado por Shaka requería un gran consumo de pieles, razón esta por la que muchos piensan que la disminución de tamaño que fue sufriendo a lo largo del tiempo fue debida a que las manadas comunales se vieron cada vez más reducidas, posiblemente como consecuencia de sus conflictos con boers y británicos, así como por enfermedades provenientes de Occidente que diezmaron los rebaños. Por la misma razón se fue obviando la uniformidad implantada por Shaka ya que no había posibilidad de disponer en cualquier momento de reses con el color de pelaje adecuado. Por último, reseñar que, como ya se comentó anteriormente, los escudos de guerra pertenecían al estado y eran guardados mientras no eran necesarios. Para almacenarlos adecuadamente se recurría a unos pequeños almacenes denominados umyango, cuya recreación podemos ver en la ilustración superior y que, como vemos, consistía en una choza en forma de cúpula instalada sobre una plataforma sobre postes de unos 2,5 metros de altura. La finalidad de mantenerlos de ese modo no era otra que preservarlos de la humedad- recordemos que cuando por allí cae agua es a lo bestia-, así como de las ratas, parásitos diversos y, sobre todo, de las termitas, bichos estos capaces de devorar los escudos de un regimiento en menos que canta un gallo. Los escudos en cuestión eran guardados con tal celo que, cuando se distribuían entre las tropas encargadas de llevar a cabo patrullas y servicios de ese tipo, debían devolverlos cuando regresaban al poblado. Vamos, que no se escaqueaba un escudo ni queriendo.

Bueno, con esto concluyo. Espero haya sido del agrado de vuecedes y, como siempre pretendo, que les permita humillar bonitamente a sus cuñados y demás parientes y afectos especialmente irritantes, amén de los amenes.

Hale he dicho