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sábado, 1 de junio de 2019

TORRES MARTELLO. Tipologías y técnicas constructivas 2


Vista superior de una de las torres típicas de la costa sur
con capacidad para un cañón de 24 libras. La imagen nos
permite apreciar la diferencia de grosor de los muros que
daban al mar y a tierra
Bueno, dilectos lectores, en esta entrada daremos cumplida cuenta de la cosa artillera y todo lo relacionado con ella, así como lo referente a los sufridos british que tuvieron que guarnecer estas torres a pesar de que, cuando fueron puestas en servicio, la amenaza de invasión había pasado ya que en 1810 el enano (Dios lo maldiga cienes y cienes de veces) estaba metido en mogollón de follones por la Europa toda. Más aún, cuando se comenzaron las obras en 1805 vio como Nelson (el siempre maldito) le dio las del tigre en Trafalgar, por lo que en lo tocante a la superioridad naval se le fue todo al traste de la misma forma que al inefable Göring le chingaron la superioridad aérea en 1940 sobre los cielos de la brumosa Albión. No obstante, como ya hemos comentado, el enano seguía siendo asaz peligroso, cosechaba una victoria tras otra y no era plan de descuidarse porque en cualquier momento podía retomar su antiguo plan si lograba que sus enemigos continentales se aviniesen a una paz razonablemente duradera, cosa que afortunadamente no ocurrió. Bien pues, comencemos sin más tardanza...

La foto de la derecha muestra el sótano- recordemos que en realidad sería la planta baja respecto al nivel del terreno- de una torre. La ventana es el nicho donde, según se explicó, se colocaba la linterna o lámpara que permitía iluminar el pañol protegida por un cristal colocado al otro lado del muro para evitar un desastre gordo. Los orificios cuadrangulares del muro son simples respiraderos para mantener ventilada la estancia ya que en la zona que muestra la imagen era donde se almacenaban las provisiones y, llegado el caso, toneles de agua si no disponían de cisterna, lo que ocurría en bastantes casos debido a las filtraciones de agua salina que había en muchas partes por la proximidad del mar. La foto también nos permite apreciar la distribución de las vigas del entresuelo.

La foto de la izquierda muestra el lado opuesto a la anterior, donde se abre la puerta al polvorín. Para reducir el riesgo de incendios el interior de la puerta estaba forrado con una lámina de cobre, y las bisagras eran de bronce en vez de hierro para evitar chispas. En el suelo vemos uno de los sumideros y en el muro otros dos conductos de ventilación. Estos daban directamente al exterior aproximadamente a media altura del muro, lo que tampoco permitiría un nivel de ventilación lo suficientemente alto como para eliminar por completo la humedad del sótano, cuya única salida era, como recordaremos, una trampilla que permanecería cerrada la mayor parte del tiempo.

Y ahí tenemos el pañol, el sancta sanctorum del edificio que, como mostramos en los planos de la entra anterior, solía ocupar aproximadamente un tercio de la superficie de la planta. Para favorecer la ventilación y eliminar al máximo posible la humedad se construía una pared doble en la que se abrían las rendijas de ventilación que vemos sobre los barriles. Por lo generan, cada pañol tenía tres nichos como el que mostramos para el almacenamiento de la pólvora, cuya dotación era de 50 barriles de 100 libras (45'3 kg.) aunque había capacidad para 200. La provisión de municiones para las torres de la costa sur armadas con un solo cañón de 24 libras era de cien pelotas, veinte granadas, veinte botes de metralla y veinte cartuchos de racimos o metralleros. Estos últimos eran como las granadas pero con una diferencia: en la granada convencional se fragmentaba la carcasa al estallar esparciendo cascos de metralla, mientras que los metralleros repartían de forma más controlada entre 84 y 232 bolas que contenían en su interior, pero de eso hablaremos más adelante con más detalle. Además almacenaban 25 kilos de mechas lentas para los botafuegos y, lógicamente, la pólvora y municiones para los mosquetes. Las torres armadas con obuses usaban el mismo tipo de pólvora que estos, la Red nº3 FG, por lo que no había necesidad de almacenar un tercer tipo de pólvora. Para los que desconozcan el tema, cada arma requiere un tipo de pólvora distinto, de quemado más o menos rápido en función del largo del ánima. Una pistola, que tiene un cañón muy corto, necesita una pólvora que arda muy rápido para que se queme toda dentro del ánima mientras que un mosquete necesita una más lenta y progresiva para que vaya ardiendo más despacio y no produzca picos de presión, y lo mismo para un cañón que, obviamente, es muchísimo más largo.

A la izquierda vemos dos de los proyectiles usados contra personal en caso de producirse un desembarco. En primer lugar vemos un bote de metralla, que era, como su nombre indica, un recipiente de hojalata sellado por su parte inferior con un taco de madera. En el interior se metían balas de mosquete, siendo el resultado como un cartucho de perdigones de escopeta moderno, pero a lo bestia. Esos botes contenían decenas o cientos de proyectiles según el calibre del cañón, y sus efectos eran devastadores a distancias entre los 300 y 400 metros aproximadamente. Los metralleros o cartuchos de racimo eran hileras de bolas agrupadas en torno a un vástago central que sobresalía del taco de madera sobre el que se montaba el conjunto, que a su vez se envolvía en una lienzo encerado para impermeabilizarlo. En estas dos entradas, aquí y aquí, se especifican con detalle. 


Espoletas de tiempo para granadas. Las marcas señalan los segundos y sus
fracciones, por lo  que al artillero le bastaba cortar con un cuchillo por
el lugar deseado para que explotara en el momento indicado.
Se encendían solas con la llamarada que se producía durante el disparo
En cuanto a las granadas, eran los típicos proyectiles esféricos huecos provistos de una espoleta que los hacía estallar en el sitio y momento adecuados, bien en el aire o en tierra, esparciendo los fragmentos de metralla alrededor. En cuanto a las pelotas, en un cañón de 24 libras eran eficaces hasta alrededor de 1,5 km. si bien su alcance superaba el doble de esa distancia. Ya vimos en la primera entrada de esta serie que hicieron bien la puñeta a los barcos que mantenían el bloqueo ante la Torre Mortella y, de hecho, aunque había cañones de hasta 42 libras, eran por lo general las piezas embarcadas más potentes al uso. Pero también valían contra tropas terrestres efectuando tiros de rebote que, con una sola pelota, podían llevarse por delante a más de 20 hombres sin problema, y hay constancia de casos en los que liquidaron a 40 de una tacada.

Lógicamente, las torres armadas con obuses de 5,5 pulgadas disponían de munición para los mismos. Estas rechonchas piezas tenían un calibre de 140 mm. y un largo de apenas 84 cm., y originariamente estaban concebidas ara efectuar tiro parabólico contra tropas protegidas por parapetos, trincheras, etc., e incluso se comenzó a usarlos como morteros de pequeño calibre contra fortificaciones. En el caso de las torres fueron destinados a protegerse a sí mismas contra posibles invasores que lograran desembarcar, pero solo en las que por la abrupta orografía de la zona permitiría al enemigo ocultarse y mantenerse a salvo de los disparos del cañón de 24 libras. De ahí que el obús cargado con granadas pudiera ofender a cualquiera que se protegiese tras los accidentes del terreno y acabar de barrerlos del mapa con los botes de metralla o los racimos disparados por el cañón cuando saliesen de sus escondites. En otras torres con capacidad para tres bocas de fuego y que estuvieran ubicadas en lugares despejados se optó por combinar un cañón con dos carronadas de 24 libras como la de la lámina de la derecha que tanto valían para ofender a las naves que se aproximasen como a las tropas que lograran alcanzar la orilla. Como en todas las torres estaban emplazadas sobre cureñas deslizantes. 

En cuanto a las plataformas artilleras tenemos tres tipos. La que vemos en primer lugar corresponde a las torres más pequeñas situadas en la línea sur. Como ya se explicó, se construían de forma excéntrica para permitir un mayor grosor en el muro que daba al mar dándoles un aspecto elíptico que no era real. En amarillo vemos los raíles sobre los que rodaban las ruedas de hierro de las cureñas, permitiéndoles un radio giro de 360º. Los círculos rojos son los tiros de las chimeneas de las dependencias del oficial y la tropa que, por norma, estaban construidas de forma que pudieran derribarse fácilmente en caso de que estorbaran si había que entrar en combate. Las flechas rojas marcan la posición de unos nichos que se usaban como repuestos para munición de uso inmediato. Las azules señalan los canalones de recogida de agua que conducían a la cisterna, y la flecha verde marca la posición de un pequeño urinario para echar la meadita previa a la batalla. En el centro vemos el pivote donde se fijaba la cureña y del que hablaremos más adelante. Y centremos ahora la vista en la salida de la escalera.

Como vemos, dicha salida cortaba la banqueta por la que transcurría el carril de la cureña. Para eliminar esta traba observemos las dos mortajas que hay a ambos lados del hueco, que servían para cubrir el mismo con gruesos tablones tal como vemos en la foto inferior. Esto no suponía ningún problema ya que cuando se entraba en combate se debía cerrar la puerta, aislando la plataforma artillera del interior de la torre. El orificio de la puerta que señala la flecha roja era precisamente para ir pasando más munición a los servidores de las piezas cuando se agotaba la de los repuestos. Todas estas precauciones eran simplemente para evitar que, en caso de que un proyectil enemigo estallara en la azotea, la llamarada producida por la deflagración avanzara hacia el interior del recinto a través de la angosta escalera, incendiando el entresuelo de madera y alanzase incluso el polvorín, lo que volatilizaría la torre. De hecho, incluso se obligaba a que las chimeneas se protegieran con pantallas metálicas por la misma razón. Más aún, hasta estaba prohibido fumar dentro aunque no existieran motivos de alarma, lo que jamás pasó porque ya dijimos que estas torres nunca entraron en acción. Pero la obsesión por los fuegos fortuitos estaba muy arraigada, sobre todo cuando se dormía sobre quintales de pólvora que si explotaban podían reducir el edificio a gravilla.

A continuación podemos ver el aspecto de las torres con capacidad para tres piezas. En este caso la plataforma adoptaba una forma de trébol en la que los pétalos de menor tamaño eran donde se emplazaban los obuses o las carronadas, cada uno de ellos con un repuesto de munición de uso inmediato. El espacio más grande, reservado para la pieza de 24 libras, disponía de cinco repuestos. Los círculos rojos señalan las chimeneas que, como en el caso anterior, podían echarse abajo de dos patadas si estorbaban en el ángulo de tiro de las piezas. En este caso el ángulo de los cañones estaba limitado a 120º si no querían bombardearse entre ellos mismos. Por lo demás, podemos ver que estas torres disponían de dos accesos a la azotea. Una escalera partía desde el alojamiento de tropa, y la otra desde el aposento del oficial, que para eso era el mandamás y tenía una escalera para él solito.

Finalmente veamos la plataforma del tipo de mayor tamaño, situadas en la costa este. En vez de tener la planta redonda habitual eran aovadas, y el espacio disponible mucho más amplio. Como el tipo anterior, también disponía de dos escaleras para acceder a la azotea, y en todo su contorno podemos ver hasta nueve repuestos para munición de uso inmediato y, también como en los casos anteriores, las dos chimeneas que hemos marcado en rojo se podían eliminar en un periquete si se terciaba. Cada pieza de 24 libras requería una dotación de catorce hombres para su manejo que, como ya explicamos anteriormente, se dividían entre los pertenecientes a los batallones de Veteranos y los artilleros inválidos que se dividirían las tareas conforme a sus conocimientos: los Veteranos para acarreo de munición y manejo de la pieza y los artilleros para lo referente a carga y disparo de la misma. 

Veamos ahora los distintos tipos de emplazamiento. Este corresponde a las torres para un solo cañón de 24 libras. Como vemos, la pieza descansa sobre una cureña naval modelo 1791 a la que se han quitado las ruedas. La cureña está a su vez montada sobre otra cureña deslizable formada por dos largueros de 4'9 metros de longitud cuya parte superior estaba recubierta por una chapa de metal para facilitar el deslizamiento de la cureña e impedir su desgaste. Esta cureña deslizable se fijaba a un pivote de hierro embutido en un pequeño pedestal de fábrica donde se fijaban los raíles para las ruedas traseras. A todas las cureñas, fuese cual fuese la pieza montada sobre ellas, se le daba una inclinación hacia adelante de entre 10 y 20º para compensar el retroceso, que era ciertamente muy acusado. A ambos lados de los largueros había unas pequeñas plataformas o estribos para que los servidores de la pieza pudiera cargarla y atacarla sin problemas.

Otro tipo de cureña, en este caso las destinadas a las torres con capacidad para tres cañones, lo podemos ver a la derecha. Como se puede observar, en este caso no está fijada a un pivote, sino a la boca de un cañón. Esta práctica era bastante común, usar cañones fuera de servicio al que se introducía por el ánima una barra de hierro y que era sólidamente empotrado en la azotea. De este modo se lograba un robusto sistema de fijación que, además, les salía gratis. En cuanto a la cureña naval, en este caso sí conserva las ruedas, que están encarriladas sobre los largueros con unas chapas de hierro colocadas por dentro. La pequeña plataforma con escalones que vemos dentro era para los servidores del cañón.

Para girar la pieza, que solo el cañón con su cureña pesaba tres toneladas más el peso de la cureña deslizable, se valían de sogas como las que hemos recreado en esa foto. En el perímetro del parapeto se distribuían argollas embutidas en pequeños sillares de piedra por donde se pasaban las sogas que, a su vez, eran enganchadas en la cureña. Bastaba tirar de una de ellas en la dirección deseada para mover la pieza a un lado u otro echando el bofe solo lo razonable. Por cierto que en esta imagen se aprecia bastante bien el canalón de recogida de agua, así como uno de los sumideros que la conducían hasta la cisterna y que marcamos con una flecha roja.

En cuanto al obús de 5'5 pulgadas, se emplazaba en una cureña similar. Esta pieza, fabricada de hierro, procedía de una anterior fundida en bronce. Su peso era de "solo" 762 más los 450 de la cureña naval, así que ese retaco pesaba poco más de 1.200 kilos a los que había que añadir los de la cureña deslizable. Su sistema de fijación era similar al de sus hermanos mayores, con el cañón inservible haciendo de poste de fijación. La pieza que bloqueaba la cureña y que sobresale de la pata trasera se usaba también cuando se instalaban dos cañones usando el mismo pivote, de forma que podían girar de forma independiente pero sin perder la fijación al centro de la plataforma. Un total de 18 torres fueron armadas con estos obuses, 9 en la línea sur y otras 9 en la este.

Servidores de una pieza dispuestos a abrir fuego. Estarían de maniobras,
porque nunca jamás vieron una vela gabacha en el horizonte
Bien, esto es básicamente lo más relevante del armamento de las torres. En cuanto al personal que las guarnecía, en la entrada anterior ya anticipamos la procedencia de sus efectivos. Sin embargo, el reparto de las mismas en las distintas torres fue al parecer bastante desigual, y más cuando la amenaza empezó a diluirse a medida que el enano se veía obligado a comprometer ingentes cantidades de tropas en empresas que tuvieron un final desastroso, empezando por la invasión de Rusia que acabó con la gloriosa Grande Armée con las gónadas más frías que las de un pingüino además de la interminable pero silenciosa sangría española, donde sin prisa pero sin pausa se escabechaban mogollón de gabachos o se pescaba a los correos que circulaban por los caminos para dejarlos clavados en los portones de los cortijos como señal de aviso, lo que imagino haría que muchos correos se diesen de baja por depresión.

Dependencias de la tropa. Alrededor del pilar central se encuentras dos
armeros con capacidad para 27 mosquetes. A través de la puerta se ve la
barandilla que rodea el hueco para bajar al sótano
Así pues, y aunque como sabemos las torres disponían de espacio suficiente para 25 o 30 hombres, tras la victoria de Trafalgar empezaron a relajarse y, de hecho, cuando se empezaron a terminar las torres hubo algunas que no llegaron siquiera a guarnicionarse. En otras se limitaron a poner a dos o tres fusileros al mando de un sargento para, al menos, mantener la vigilancia y que diera la impresión de que el ejército no bajaba la guardia. En otras la insalubridad del terreno no hacía aconsejable mantener acantonadas tropas durante largos espacios de tiempo debido a que, por la cercanía de ciénagas, la posibilidad de contraer enfermedades palúdicas era muy elevada. Por lo tanto optaron por mantener al personal en acuartelamientos o en barracones cercanos de forma que se establecían turnos diarios de guardia.  

Otra perspectiva del interior de una torre, en este caso desde el aposento
del oficial. Como se ve, las paredes y mamparos pintados de blanco daban una
apariencia razonablemente acogedora al recinto para ser un edificio militar
Con todo, la vida no era en modo alguno mala para los encargados de guardar las torres, y más si la comparamos con la que llevaban sus colegas que combatían en el continente. Las raciones diarias eran más que decentes: una libra de carne, una de pan, ¼ de libra de queso, media pinta (142 cm³) de arroz y otro tanto de guisantes secos. Con eso ciertamente no es que fueran a engordar, pero no pasaban hambre. Además, la cercanía de muchas poblaciones les permitía adquirir por su cuenta algún caprichito, más cantidad de pan, ron o cerveza y, en realidad, ni siquiera merecía la pena almacenar las provisiones ya que traía más cuenta abastecerse de proveedores locales sin correr el riesgo de que se echasen a perder las acumuladas en las torres que, con la humedad, tenían muchas probabilidades de estropearse antes. Además, así el personal consumía alimentos frescos, que siempre era más agradable que las carnes en salazón y la galleta o el bizcocho duros como el granito.

Cuando el enano fue finalmente derrotado en Waterloo y enviado a Santa Elena para salir de allí después de muchos años metido en un féretro de plomo, las torres fueron sufriendo distintas suertes. Como ya comentamos, a partir de 1820 algunas fueron convertidas en torres de señales, otras se destinaron a dependencias de guardacostas u organismos relacionados con la marina mientras que otras se vieron simplemente abandonadas. Otras fueron usadas como bancos de pruebas para estudiar los efectos de las nuevas piezas de artillería surgida a partir de mediados del siglo XIX. En 1860, la Oficina de Guerra usó las torres 49 y 71 para comparar la capacidad destructiva de las piezas convencionales respecto a las de ánima rayada. Contra la 49 se emplearon cañones de 32 y 68 libras de ánima lisa, mientras que contra la 71 se usaron un cañón rayado de 80 libras, otro de 40 y un Armstrong de 100 pulgadas. No obstante, y como muestra de la monolítica solidez de estos edificios, la torre 71 necesitó 47 disparos para abrir una brecha, y otros 158 más para lograr echar abajo el muro trasero que, como sabemos, era el de menos grosor. El mismo número de disparos efectuados con cañones de ánima lisa contra la torre 49 no lograron ni remotamente unos resultados similares. En el grabado de la izquierda podemos ver las distintas fases por las que pasó la torre 71 hasta quedar demolida a medias tras recibir nada menos que 205 cañonazos, que no es ninguna tontería. Posteriormente, otras torres sufrieron el mismo destino. Otras, como ya se anticipó en el caso de la torre 10 de Hythe, fueron voladas sin más historias. Las más correosas fueron las 35 y la 38, a las que a los 90 kilos de algodón pólvora para cada una hubo que añadir otros 363 kilos de pólvora normal por torre para echarlas abajo. En fin, una pena. Al menos sirve de consuelo para ver que no solo en España se cometen felonías con este tipo de edificios que, además, en su día costaron una fortuna fastuosa.

En fin, criaturas, con esto concluimos. Espero que esta breve y concisa monografía haya sido de interés y, sobre todo, les haya servido para conocer una tipología de torres costeras que no son precisamente muy conocidas por estos lares pero que, como hemos visto, hicieron historia y, llegado el caso, habrían sido la primera línea de batalla para contener al enano si llega a invadir la maldita Albión.

Bueno, se acabó lo que se daba, amén.


Y así acabaron otras, convertidas en viviendas de diseño. Esta en concreto es la torre 10, en Hythe, Kent. Fue perpetrada
en 1960, y no se sabe qué es peor, si que la acabaran a cañonazos o la desvirtuaran de forma tan canallesca. Por cierto que
muchos fuertes costeros de Portugal, sobre todo de la zona cercana a Lisboa, han acabado igual. Algunos han sido
convertidos en bares de copas y discotecas. En fin, sin comentarios porque me cabreo en grado sumo.

miércoles, 29 de mayo de 2019

TORRES MARTELLO. Tipologías y técnicas constructivas 1


Torre de Aldeburgh, la única con forma tetrabsidal y con capacidad para cuatro bocas de fuego. Aún conserva la mitad
del foso seco que la rodeaba y que le permitía ofrecer un blanco de mínima altura a la artillería de los barcos enemigos.
Por cierto, la foto está tomada desde el mar. El agua que se ve detrás pertenece al río Alde, situado tras la torre

Bien, prosigamos...

Como ya anticipamos en el artículo anterior, este lo dedicaremos a las diversas tipologías y a los métodos constructivos que se siguieron para edificar las 103 torres que, en teoría, debían defender las costas sur y sudeste de la isla. Pero antes de empezar debemos hacer una advertencia para no liarnos demasiado. Como ya se comentó en su momento, los british (Dios maldiga a Nelson) acabaron usando el término Martello tower a cualquier torre artillada independientemente de su morfología. Es lo mismo que cuando llamamos Uralita a todas las planchas onduladas de fibro-cemento mezclado con amianto cancerígeno aunque lo fabricase otra firma. Lo que queremos decir con esto es que las torres edificadas en las colonias no seguían en la mayoría de los casos el diseño de las primeras que se construyeron ante el temor de una visita inesperada del enano corso (Dios lo maldiga durante 100 trillones de siglos), por lo que para detallar el diseño de cada una de ellas, desde las construidas en Canadá a la India, haría falta un libro bastante gordo y no un artículo bloguero. Por lo tanto, nos ceñiremos a las torres Martello originales, es decir, las construidas en Inglaterra a partir de 1805 que, con todo, ya dan tema para rato porque no se basaron en un único patrón. Y aclarado esto, empezamos.


En el mapa superior vemos las dos líneas fortificadas originales. La primera, compuesta por 74 torres designadas por números se edificó entre Folkestone y Seaford, quedando completada en 1810 y protegiendo la que, en teoría, era la zona más vulnerable al sur de la isla, frente a Calais y Boulogne, abarcando unos 100 km. de costa. La segunda, que finalmente la formaron 29 torres designadas por letras, se ubicó en la costa oriental entre Aldeburgh y Clacton-on-Sea abarcando aproximadamente 60 kilómetros y protegiendo además los estuarios de los ríos Alde, Deben, Orwell y Blackwater. Esta línea se fue completando entre 1809 y 1812. No obstante, mientras se construían estas dos líneas fortificadas se empezaron otras en Irlanda, Escocia, Canadá y las posesiones británicas en el mar Adriático. Aunque la amenaza de una invasión inminente se había relajado, el enano seguía siendo un peligro y no convenía bajar la guardia, por lo que tuvieron que desembolsar cifras fastuosas para ir completando todo el programa de fortificación que empezó a principios del siglo XIX, cuando el ejército de la Francia revolucionaria estaba deseoso de instalar una guillotina delante de Buckingham. Recordemos además que junto a muchas de las torres se construyeron baterías y reductos que servirían de apoyo en los puntos estratégicos de más importancia.

Charles François Dumouriez (1739-1823)
Si a alguien le sorprende ver que no se construyeron torres en el espacio comprendido entre Clacton-on-Sea y Folkestone no debe extrañarse ya que el estuario del Támesis ya contaba con fortificaciones anteriores y, por otro lado, se llevó a cabo un minucioso estudio sobre el terreno para comprobar qué playas eran susceptibles de ofrecer un terreno adecuado para un desembarco y cuáles no. Dicha inspección la efectuó el general de brigada William Twiss, que pudo estudiar en persona que había zonas totalmente imposibles por ser playas formadas por gruesos guijarros donde era materialmente imposible mover artillería de campaña y carromatos o bien cerradas por acantilados. Además, contó con la inestimable colaboración del general Charles François Dumouriez, un probo renegado gabacho que ya había demostrado su valía durante la Guerra de los Siete Años dando estopa a los austriacos y los prusianos. Dumouriez, monárquico hasta la médula, se cabreó bastante con los revolucionarios, así que les hizo dos higas y se largó de Francia para acabar asentándose en Inglaterra hacia 1803, donde su amistad con Nelson (Dios lo maldiga) le valió para convertirse en un eficaz colaborador del ejército inglés. Y, mira por donde, Dumouriez corroboró que, en efecto, el informe elaborado por Twiss coincidía en casi todo respecto a las zonas de desembarco señaladas por el estado mayor gabacho cuando el ejército revolucionario empezó a plantearse hacerles una visita a sus odiados vecinos.


William Twiss (1745-1827)
Bien, como ya comentamos en la entrada anterior, dar el visto bueno para el comienzo de las obras requirió mogollón de reuniones, informes, cónclaves, dimes y diretes e incluso alguna que otra intriga hasta que, finalmente, se aprobó el comienzo de las 74 torres iniciales que, por cierto, en realidad debían ser 88, pero las 221.000 libras del presupuesto se les atragantaron a la Junta de Artillería y hubo que eliminar 14 de ellas. Tras decidir que el material más adecuado sería el ladrillo, el general Twiss calculó que cada torre requeriría alrededor del cuarto de millón de unidades, por lo que le pasó la pelota al general Morse, Inspector General de Fortificaciones para que autorizase la compra de los necesarios. El pedido fue a parar a la firma Adam & Robertson, de Londres, que imagino que le harían algún regalito a Morse porque hablamos de 13.450.000 ladrillos que estaban incluso muy por encima de la capacidad de su fábrica, hasta el extremo de tener que sub-contratar a otras once fábricas más para poder cumplimentar la demanda. La broma le salió a la Junta de Artillería por la friolera de 37.450 libras. Para hacernos una idea de cuánto suponía ese dinero podemos compararlo con lo que costó la fragata Juno, la que con el Fortitude protagonizaron el episodio de la Torre Mortella que dio origen a esta historia. La Juno, botada en 1780, costó totalmente equipada y armada 16.600 libras, o sea, que solo con el costo de los ladrillos había para dos fragatas de 32 cañones y aún sobraba para convidar a gambas blancas a todo Londres al menos durante un año. Por cierto que, como ya se ha comentado, las torres de la línea sur requerían cada una entre 250 y 300.000 ladrillos, pero las de la costa este, más grandes, necesitaban hasta el medio millón de unidades. Ya son ladrillos, ¿que no?


William Hobson (1752-1840)
En cuanto a la mano de obra, el contratista que se llevó el momio fue William Hobson, un constructor de Markfield House, en South Tottheham. Hobson, que había construido los muelles de Londres y había participado en la edificación de la segunda prisión de Newgate- la primera ardió a mediados el siglo XVII-, gozaba por ello de buena fama y de tener los medios para acometer la empresa, pero la magnitud de la misma le obligó a firmar dos sub-contratas con Edward Hoges y John Smith. Hay que tener en cuenta que, en este tipo de contratos estatales, los pagos no se hacían por anticipado, sino todo lo contrario, y no solían ser precisamente puntuales. De ahí que se recurriera a empresarios con medios suficientes para ir pagando jornales y demás hasta que se libraran las cantidades acordadas con los organismos de turno. Precisamente por ese motivo tuvo que diversificar el trabajo, acordando con Hoges y Smith que se llevaría una comisión a cambio del chollo y él se limitaría a inspeccionar las torres a su cargo. No obstante, parece ser que hubo que realizar varias sub-contratas más para poder terminar las obras en un tiempo razonablemente corto, lo que explica por qué hay diferencias en la dimensiones y acabados de las torres. En cualquier caso, lo cierto es que se forraron literalmente. Por lo visto, el tal Smith se embolsó nada menos que 20.000 libras, con lo que imagino tendría una jubilación gloriosa, así que ya podemos hacernos una idea de lo que podría haber trincado Hobson. Estas cosas confirman lo que siempre he tenido claro: las guerras sirven para que unos pocos se forren mientras la mayoría palman como auténticos y verdaderos héroes.


Oficial, sargento y fusilero de un Batallón de
Veteranos. Nutridos en su mayoría por jubilados
del ejército, se formaron 13 batallones que
estuvieron operativos entre 1802 y 1820
Pero aún quedaba un problema más por resolver: ¿quién guarnecería las torres? La mayor parte de las tropas estaban en el continente batiéndose el cobre con el enano o manteniendo su incipiente imperio colonial, así que no había mucho personal disponible. Cada torre precisaba una media de 24 hombres y un oficial al mando, cifra que aumentaba considerablemente cuando se trataba de nutrir baterías o fortines de más entidad. Por ejemplo, los reductos de Eastbourne y Dymchurch, armados con 11 piezas, estaban guarnecidos por 320 hombres y 8 oficiales cada uno. Así pues, se estimó que harían falta unos 3.000 hombres, y la realidad es que no disponían de mucho donde elegir. Inicialmente se pensó en formar un Corp of Coast Fencibles, Cuerpo de Defensores de la Costa, unas unidades creadas al comienzo de la Guerra de los Siete Años a modo de milicia local para tareas de segundo orden como vigilancia, patrullas, etc., pero finalmente fue el conde de Chapman el que ordenó que se recurriera a los Batallones de Veteranos Reales, unidades creadas en 1802 que se nutrían de hombres que, por su edad o problemas físicos, no eran válidos para combatir en primera línea, pero sí para labores propias de guarnición o trabajos administrativos. Para el funcionamiento de los cañones serían asistidos por miembros del Batallón de Inválidos del arma de Artillería. Ojo, el término inválido no debemos entenderlo en este caso como que fueran tullidos o algo similar, sino simplemente a que eran "no válidos" para ir al frente, pero sí para cualquier otra misión de segunda línea. Una vez decidido este tema se ordenó trasladar a la isla al 1er. Batallón de Veteranos, acantonado en Gibraltar por aquella época, quedando de ese modo resuelta la cuestión de personal. 


Bueno, tras este extenso introito vamos al grano: ¿cómo eran y cómo se construyeron las torres Martello? Veamos las más representativas... Aunque el proyecto inicial presentado por el capitán Ford planteaba torres de planta cuadrada con capacidad para cuatro bocas de fuego, por cuestiones presupuestarias se decidió que eran más viables recintos de planta circular con forma trono-cónica armados con un solo cañón de 24 libras, un arma capaz de lanzar una bola maciza de 11'7 kilos a más de tres kilómetros de distancia y cuyos efectos eran muy contundentes. En el plano podemos ver la sección del tipo de torres que se empezaron a construir en la línea sur. La entrada se abría al nivel de la primera planta, que daba a una amplia sala diáfana cubierta por una bóveda a prueba de bombas. En el sótano, que en realidad era la planta baja, se encontraban el pañol y el almacén de provisiones. Debajo vemos una cisterna que, como vemos en color celeste, se alimentaba gracias a un sistema de canalones distribuido en el parapeto y el suelo de la azotea. A la derecha, debajo de la puerta, se ve el rebosadero. Caso de no disponer de este sistema, o de que hubiera escasez de agua, había que llenarlo transportándola desde pozos cercanos. Solo en dos ejemplares de Irlanda se pudo excavar un pozo dentro de la misma torre.


La altura media oscilaba entre 30 y 35 pies ( 9'2 y 10'75 metros. Sí, es una aberración, pero estos herejes usaban y usan su propio sistema métrico, por lo que he preferido poner las medidas originales porque si la pongo directamente en el sistema métrico suena a cachondeo eso de una torre de 9 metros y 20 centímetros), y el diámetro de la base  entre 40 y 50 pies (12'3 y 15'3 metros). Como se ve en el plano de la izquierda, el muro que miraba al mar era notablemente más grueso ya que, como es lógico, llegado el caso era de donde vendrían los tiros. El promedio de grosor de la parte frontal era de unos 13 pies (4 metros) por la base), para ir estrechándose a medida que ascendía, quedando la parte superior reducida a unos 9 pies (2'70 metros). De ahí que, como vemos en el plano, las escaleras pudieran estar labradas en el interior del muro para no restar espacio en la torre. Los tubos que vemos a la izquierda eran para favorecer la ventilación, especialmente la del pañol ya que en un ambiente tan cargado de humedad era imprescindible disponer de una buena renovación del aire porque, además, las torres solo disponían de dos pequeñas ventanas situadas en la mitad posterior. En cuanto a los muros traseros, su grosor iba desde los 7 pies en la base (2'10 metros) a los 5 pies (1'50 metros) en el parapeto.


De todas las torres construidas, 23 de ella estaban rodeadas por un foso seco cuyas dimensiones oscilaban entre los 15 pies (4'6 metros) de profundidad y los 40 pies (12'3 metros) de ancho. En estos casos el acceso al interior se hacía mediante un pequeño puente levadizo cuya pasarela descansaba en un durmiente de madera que comenzaba en el mismo borde del foso. En el resto de las torres se llegaba a la puerta mediante una escala de mano como vemos en la foto de la derecha. El vano de las puertas tenían en su parte inferior un rebaje fabricado con piedra para apoyar la escala sin posibilidad de que se cayera hacia un lado. En las fotos vemos como era su aspecto sin la escala y con ella. En la parte inferior de la puerta había una chapa de hierro que se retiraba y permitía recogerla desde el interior. Una vez dentro se cerraba la chapa para impedir que algún malvado enemigo colara un balazo dentro de la torre. Obviamente, las puertas estaban siempre orientadas hacia tierra.


En cuanto a la técnica constructiva en sí, los ladrillos se unían con un mortero a base de cal, ceniza y sebo caliente que, una vez fraguado, adquiría una dureza impresionante. Una vez terminados los paramentos se revocaban con este mismo material con dos fines: uno, proteger el edificio de las inclemencias del tiempo. En un país como Inglaterra, húmedo y brumoso como un cementerio de peli de zombies y, además, expuestas al salitre y el viento procedente del mar, era imperioso ofrecer una buena cobertura a los muros. En segundo lugar, presentar una superficie lisa y pulida que evitase intentos de escalada. En un llagueado en el que empieza a desgranarse el mortero no es difícil para el hombre araña de turno ir trepando, y más siendo un muro con cierto grado de inclinación. En la foto de la izquierda vemos a un grupo de fusileros británicos durante la Gran Guerra en la torre C, una de las situadas en la costa este. Se puede apreciar como el antiguo revoco casi ha desaparecido, dejando a la vista el paramento de ladrillo. En todo caso, la resistencia de estas torres era superlativa, lo que se demostró en las que han tenido que ser demolidas a lo largo del tiempo. Sirva de ejemplo un intento que se hizo en 1874 para volar la torre 10, en Hythe. Tras dos intentos fallidos solo se logró acabar con ella cuando se apilaron en su interior 90 kilos de algodón pólvora. Otros intentos llevados a cabo en tiempos más cercanos siempre han tenido que rematarse a base de explosivos ya que los medios mecánicos convencionales eran inservibles.


En otros ejemplares de mayor tamaño la entreplanta se sustentaba mediante vigas de madera que partían de forma radial desde un pilar central hacia los muros. Si observamos el plano de la derecha vemos que, en este caso, parte del pañol se introducía en el grueso muro delantero, y aunque estaba separado de la planta superior por su entresuelo de madera, se le añadía una bóveda de fábrica para protegerlo de posibles incendios. Debajo de todo vemos la correspondiente cisterna. En cuanto al paso del sótano a la primera planta, en estas torres se recurría a escalas de madera que se apoyaban en una simple trampilla en el entresuelo. Solo el acceso a la azotea era mediante escaleras de obra. 


A la izquierda tenemos una vista de planta del sótano. Aunque de la impresión de que el edificio es elíptico, en realidad su superficie era circular, pero debido a que las dependencias interiores estaban construidas de forma concéntrica da esa impresión visual. Bien, sombreado en rojo tenemos el pañol, con sus correspondientes alacenas para almacenar la pólvora y las municiones. Como vemos, está separado del resto de la planta mediante dos tabiques. En amarillo se ve el nicho para las luces. Es el mismo sistema que aún se usaba en los polvorines durante la Gran Guerra y que los que leyesen las entradas dedicadas al fuerte de Douaumont quizás recuerden: se abría un nicho en el muro y se ponía un cristal en el lado del pañol. Las velas o lámparas se colocaban en el nicho, pero por el otro lado. Así se evitaba que una caída de las luces o una chispa mandase al garete la torre y sus ocupantes. En cuando al resto de la planta, era usada como almacén de provisiones. Las flechas señalan las dos bocas que permitían sacar agua de la cisterna.


A la derecha tenemos la primera planta. Como vemos, estaba compartimentada con mamparas de madera pintadas de blanco. La inferior derecha era para el sargento. La inferior izquierda para el oficial, y la superior para la tropa. En el plano se aprecian también las dos ventanas de que disponía la torre, la trampilla de acceso al sótano, la puerta de la torre y las escaleras que conducían a la azotea. Los dos nichos que vemos en las dependencias del oficial y la tropa son chimeneas. Sí, el sargento no tenía chimenea, así que tendría que ir a cobijarse con sus amados fusileros para darse calor o recurrir a un brasero. Aunque pueda parecer lo contrario, las ventanas permitían una buena entrada de luz, y la puerta podría permanecer abierta si las circunstancias lo permitían. Con los muros encalados el interior del edificio no era ni remotamente lo oscuro y lóbrego que podemos imaginar en un momento dado. 


Torre Martello cercana a Dublín. Como podemos ver, su fisonomía difiere
bastante de la de sus hermanas inglesas. Bajo el recovo caído se aprecian los
grandes sillares con que está construida, y su puerta está guardada por una
ladronera
En cuanto al costo de estas torres, aunque en principio se había calculado en unas 2.000 libras finalmente, como suele pasar, el precio final fue de hasta un 50% más, alcanzado las 3.000 libras e incluso las 7.000 en las torres más grandes como, por ejemplo, la de Aldeburgh. El importe total de las 103 torres ascendió aproximadamente a 350.000 libras, que era una suma simplemente bestial en aquella época. Las torres de Irlanda salieron más baratas por dos motivos: por un lado, la mano de obra era más barata. Y por otro que, como avanzamos en la entrada anterior, el ladrillo era un material caro y, además, muy escaso en Irlanda, por lo que se recurrió a piedras de todo tipo, desde arenisca a basalto pasando por granito o incluso a mampostería llegado el caso. Su precio osciló por las 2-3.000 libras máximo, con un coste total de alrededor de 175.000 libras. Curiosamente, y siempre a toro pasado como es habitual en los políticos, un tal William Cobbett, que además de parlamentario era periodista y granjero y había pasado dos años en Newgate por editar un libelo considerado como traición (hoy día las cárceles estarían atestadas de traidores, juro a Cristo), denunció en 1823 el descomunal gasto invertido en un sistema defensivo que jamás llegó a entrar en acción. Obviamente lo mandaron al carajo porque era un vulgar provocador y, quieras o no, la amenaza de verse invadidos por el enano corso era real, y si hubiese llegado a producirse entonces habría protestado diciendo que por qué no se fortificó la costa. 

Bueno, con esto terminamos por hoy. Pensaba que cabría todo en una sola entrada, pero me temo que no. Aún queda todo lo referente al armamento y la guarnición, de modo que mejor proseguimos en la siguiente porque, además, ya saben que no me gusta alargarme demasiado ya que la lectura se hace pesada a muchos lectores. Así pues, the end.

Hale, he dicho

Entradas relacionadas:

Torres Martelo, monografía completa

Las torre de litoral

Las atalayas del interior


Antigua postal que muestra la torre 24 en Dymchurch, Kent, convertida en puesto de vigilancia de los guardacostas.
En la azotea se ve el mástil para las banderas de señales. Actualmente está restaurada y se le ha devuelto su apariencia
original, armada incluso con un cañón de 24 libras por si vuelve la Armada Invencible o incluso el enano momificado

domingo, 26 de mayo de 2019

TORRES MARTELLO. Origen y desarrollo



Las cosas claras y el chocolate espeso. Lo he repetido cien veces y lo repetiré las que hagan falta: los british (Dios maldiga a Nelson), esa raza de piratas que construyó su imperio a base de robar a otros los territorios que previamente habían descubierto, tienen dos virtudes incuestionables. Una, tienen los mejores sastres del planeta. Y dos, saben venderse mejor que nadie. Su mezcla de flema, arrogancia, soberbia meliflua y la aparente seguridad que se supone les proporciona vivir en una isla brumosa y que hasta ellos mismos se han acabado creyendo, han servido para difundir al resto de los humanos un dogma en apariencia irrefutable: siempre han vivido seguros y tranquilos porque nadie podrá invadirles. Falso. Falso como las promesas de un político. Los british llevan siglos acojonados ante la perspectiva de que su aparentemente inexpugnable territorio rodeado de agua sea invadido y, de hecho, han sufrido a lo largo de la historia amenazas más o menos serias, pero el canguelo los ha perseguido desde hace muuuucho tiempo. Los primeros en hacerles visitas intempestivas fueron los vikingos, cuando se presentaban sin llevar siquiera unas pastas para acompañar el té y saqueaban, mataban y violaban a su sabor un día sí y otro también. Las andanzas de Pedro Niño, eximio personaje que, como es habitual en España, es prácticamente desconocido pero ponía las peras a cuarto a los isleños. La flota del "demonio negro del sur", o sea, el segundo Felipe, tuvo en vilo a la herética y depravada Isabel Tudor mucho tiempo. Luego vino la amenaza del enano corso (Dios lo maldiga hasta el infinito y más allá), que les resultó aún más preocupante porque a ese lo tenían a 35 km. escasos de sus costas y, finalmente, los tedescos estuvieron a punto de meterles mano si bien al final optaron por lo más cómodo: convertir en escombreras sus ciudades desde el aire.

Durante años y años, estos desaforados paganos saquearon sin descanso la
costa oriental de la isla, desde Pictland, la actual Escocia, a Essex, pasando
por Mercia, Northumbria y East Anglia. O sea, que solo con eso ya deberían
haber aprendido que vivir en una isla no lo libra a uno de ser atacado
En resumen, aunque pueda parecernos que los british nunca se han visto agobiados por la posibilidad de ser invadidos, es el enésimo tópico que se considera rigurosamente cierto, debido entre otras cosas a que no nos solemos molestar mucho en corroborar si los camelos que se cuentan tienen un ápice de verdad. Precisamente el tema que nos ocupa hoy nos servirá para refutar esa ficticia idea de seguridad insolente que nos han vendido desde siempre, y que el gobierno del gracioso de su majestad estuvo muy, pero que muy preocupado cuando, tras el advenimiento al poder del enano cabezón, dieron por sentado que los gabachos estaban deseosos de devolverles el apoyo prestado a los fieles a la monarquía recién decapitada, y que figuraban los primeros en la lista negra del advenedizo corso para apoderarse de su amada y húmeda isla. De ahí que se vieran obligados a crear extensas líneas defensivas formadas por torres costeras artilladas que, en caso de detectar la presencia de una flota invasora, pudieran intentar rechazarlos o, cuanto menos, amortiguar la primera embestida. Para ello, fortificaron las costas sur y este de la isla gastando cifras astronómicas en decenas de torres inspiradas en sus homólogas españolas que cubrían toda la costa levantina hasta Tarifa para contener los continuos ataques de los piratas berberiscos que infestaban el Mediterráneo.

Atalaya de Níjar, en la costa almeriense. De origen musulmán, todo el litoral
sur y sureste estaba minado con este tipo de torres cuya capacidad defensiva
era mínima, pero sin embargo permitían otear a enormes distancias la
presencia de naves hostiles y avisar con tiempo a la población cercana
De hecho, las atalayas costeras ya existían desde mucho antes si bien su potencial defensivo era prácticamente nulo. Las torres construidas tanto por los reinos cristianos como por los moros tenían como finalidad actuar como meros observatorios en los que parejas de torreros se turnaban para atisbar la posible presencia de naves piratas que, en el momento en que se comprobaba que se dirigían a la costa, daban la alarma en forma de ahumadas o banderas tanto a los vecinos de las poblaciones cercanas como a las torres vecinas para que todo el mundo saliera echando leches con sus bienes y ganados, impidiendo así el saqueo y la captura de gente para venderlos como esclavos. Sin embargo, a partir del reinado de Felipe II y hasta tiempos de Carlos III, independientemente de las fortificaciones construidas en los territorios de ultramar, las costas de las posesiones españolas en el Mediterráneo, o sea, España y los reinos de Nápoles y Sicilia- se vieron constantemente reforzadas gracias a campañas de construcción en las que las añejas torres de vigía dieron paso a potentes torres artilladas que, estratégicamente situadas en las zonas susceptibles de efectuarse un desembarco, complicaban mucho la aproximación a las costas, y enviar a la playa varias decenas de chalupas atestadas de tropas era una misión cuasi suicida porque serían batidos sin piedad con granadas y botes de metralla sin apenas tener un mal sitio donde protegerse mientras remaban echando el bofe para intentar alcanzar la orilla antes de que los convirtieran en comida para gatos.

Torre del Salto de la Mora, en Málaga, construida en tiempos de Felipe II.
Esta torre no solo podía ofender a cualquier nave que se aproximase a la
costa, sino barrer las playas adyacentes ante un intento de desembarco
Y precisamente fue el intento de desembarcar en una playa de Córcega por parte de una flotilla de los british lo que les hizo ver que el hecho de naves magníficamente armadas no eran capaces de ofender posiciones terrestres bien fortificadas, y que si querían dormir tranquilos tendrían que rascarse el bolsillo a base de bien a la vista de la eficacia que mostraban las torres artilladas que defendían las costas ante los intentos de aproximación por parte de fuerzas navales hostiles. Esta "revelación" fue lo que dio lugar a las que se conocen como torres Martello, una tipología que, aunque inspirada en la arquitectura militar española es prácticamente desconocida por estos lares, siendo concebidas, diseñadas y desarrolladas por los british desde las postrimerías del siglo XVIII y, especialmente, los comienzos del XIX, cuando empezaron a tomar conciencia de la desagradable posibilidad de que los gabachos hicieran acto de presencia y los dejaran sin un mal budín o sin uno solo de sus abominables pasteles de riñones que llevarse a las fauces. Y tras este introito para situarnos en el contexto y el tiempo, comencemos con esta historia...

La Round Tower de Portsmouth. Como se puede ver, estaba unida a las
murallas de la ciudad
Los ingleses no se habían preocupado de fortificar sus costas a pesar de que su siniestro país era todo costa. La primera torre artillada fue la Cow Tower, en Norwich, siguiéndola contados ejemplares cuya misión era exclusivamente la defensa de los principales puertos de la nación, verbi gratia la Round Tower de Portsmouth o la torre del castillo de Camber, en el puerto homónimo. En el siglo XVII se edificaron dos torres artilladas, la Mount Batten, en Plymouth y la Comwell, el las islas Sorlingas, al parecer como defensa a posibles ataques de los holandeses, otros piratas herejes enemigos de Dios. 

La poderosa torre de Mount Batten. Recientemente restaurada, actualmente
se usa para que los british cursis celebren sus ceremonias matrimoniales
en el interior. Al menos sirve de consuelo saber que son tan memos como
aquí dando usos ridículos a sus añejas fortificaciones
Por sus dimensiones y potencia de fuego, la torre de Mount Batten era en puridad un pequeño fuerte circular. Construida en 1646, estaba concebida para emplazar en su terraplén nada menos que diez bocas de fuego. La de Cromwell, construida entre 1650 y 1652, defendía el puerto de New Grimsby y tenía capacidad para seis piezas. No obstante, la artillería usada en aquella época andaba cortita de potencia ya que se trataba de cañones de 4 libras. Esto indica que su cometido era simplemente cerrar con llave y candado la bocana del puerto, pero no servirían de gran cosa para hostigar naves que podían ofenderles impunemente desde mucha más distancia y, lo que era peor, podían reducirlas a escombros sin problema sin sufrir daños por quedar fuera del alcance de las pequeñas piezas emplazadas en las torres.

La torre Mortella según una acuarela de un oficial británico que se molestó
en levantar un plano de la misma. A la derecha, su estado actual tras ser
volada por orden de lord Howe. Obsérvese el enorme grosor de sus muros
A principios de febrero de 1794, dos navíos de la Royal Navy destinados a bloquear Córcega, en aquel tiempo ya en poder de Francia, atacaron una torre situada al norte de la isla, concretamente en un lugar llamado Punta Mortella y que defendía el acceso a la bahía de San Fiorenzo. Esta torre, llamada Torre Mortella, había sido construida por los genoveses siguiendo el trazado del arquitecto italiano Giovanni Paleari entre 1563 y 1564 para, junto a otras más, defender la isla de los puñeteros berberiscos que pululaban como moscas cojoneras por todo el Mediterráneo. Al mando de la escuadra estaba lord Howe, del que ya hablamos en la entrada que dedicamos al submarino Turtle en el contexto de la Guerra de Independencia de los yankees. Howe, que era de los que se aburrían si se limitaba a echar el ancla y hacer de simple perro guardián durante los bloqueos navales, ordenó llevar a cabo un ataque para apoderarse la la bahía, el cual se llevó a cabo el día 7. 

Bajo su mando tenía dos buenos buques, el HMS Fortitude, de 74 cañones, y la fragata HMS Juno, de 32, con los que durante dos horas bombardearon sin descanso la torre la cual prácticamente ni se inmutó. Sin embargo, las dos piezas de 18 libras emplazadas en su terraplén- disponía de un tercer cañón de 6 libras apuntando hacia atrás en prevención de un ataque por tierra- sí hicieron notar sus efectos en los barcos británicos. Solo el Fortitude, al mando del capitán Young, sufrió daños en el casco, el aparejo, el velamen, tres piezas inutilizadas y tuvo 62 bajas, 6 permanentes por defunción irreversible y 52 heridos. Finalmente, la puñetera torre solo pudieron rendirla tras llevar a cabo un desembarco con piezas de artillería de campaña que, obviamente, superaba con creces al pequeño cañón que defendía la zaga de la torre ya que las piezas grandes no podían ser apuntadas hacia atrás. En todo caso, el gasto de pólvora y hombres no sirvió de gran cosa ya que los british evacuaron la isla en 1796 no sin antes volar la torre Mortella, que dejaron totalmente inutilizada por si algún día tenían ocasión de volver por allí. En el plano de la izquierda podemos ver una planta de la torre con el emplazamiento de sus cañones de 18 libras y la pequeña pieza de 6 apuntando hacia la retaguardia. Las líneas de puntos marcan el campo de tiro cada pieza que, como se puede ver, podían incluso efectuar un devastador fuego cruzado.

El fogoso lord Howe (1726-1799)
Aquí debemos abrir un paréntesis para aclarar un aspecto que puede que a más de uno ya le haya saltado en las meninges. ¿Qué tiene que ver una torre Mortella con las torres Martello? Sí, suenan parecido, pero no es la misma palabra y, sin embargo, los british usan el término "Martello towers" de forma genérica para estas torres artilladas costeras. Bien, hay varias teorías como está mandado porque, obviamente, las torres Martello surgieron a raíz del breve pero intenso cambio de impresiones que mantuvieron los gabachos que defendían la Torre de Mortella y lord Howe y sus muchachos. La opinión más extendida es que se trata de una simple corrupción fonética debido quizás a la dificultad por pronunciar correctamente el nombre de la torre en cuestión. Otra teoría, que teniendo en cuenta el carácter de los british y su servilismo hacia los mandamases no debemos desechar sin más, afirma que lo de Martello en vez de Mortella se debió simplemente a que Howe se equivocó al escribir el nombre, lo que suele pasarnos a todos cuando nos referimos a algo ajeno a nuestro idioma, y nadie se atrevió a corregirle el gazapo. En la Inglaterra de la época un lord estaba en tercer lugar en la escala social después de Dios y el rey, y el hecho de indicarles que habían metido la pata era poco menos que una blasfemia, así que nadie quiso contristar al mandamás. Y por añadir una teoría más, se cree que el término se tomó de la palabra italiana martello, martillo o también repicar (suonare a martello), en referencia a las campanas con que estas torres hacían sonar la alarma cuando las cosas se ponían feas. En todo caso, como ya hemos dicho, el término martello tuvo éxito y pasó a usarse para denominar las torres artilladas con los que los british fortificaron las costas de Inglaterra, Irlanda y, por supuesto, de sus posesiones más preciadas a lo largo de su imperio si bien fue en la isla madre donde, por razones obvias, se construyó el grueso de las mismas ante el peligro de ver a la Grande Armée desfilando delante del palacio de Buckingham o usando la abadía Westminster como cuadra y la Torre de Londres como cuartel. Cerramos el paréntesis y proseguimos.

Sir David Dundas (1735-1820) que al cabo fue el primero en
plantear la necesidad de fortificar adecuadamente las costas
En 1797, sir David Dundas, general al mando del Distrito Sureste, ya había presentado un proyecto para fortificar la costa bajo su jurisdicción con "cien torres de piedra". Este sujeto, que había tomado parte en el bloqueo de Córcega y tuvo conocimiento de primera mano de lo sucedido en Punta Mortella, vio claramente desde el primer momento que la creación de una línea fortificada a lo largo de la costa era la mejor forma de asegurarse de que los gabachos no se presentarían sin avisar. Pero, como suele pasar, hasta que no olemos de verdad el peligro no solemos tomar conciencia del mismo y los mandamases, chorreando seguridad en sí mismos, no acabaron de tomar muy en serio las sensatas advertencias del general Dundas. Sin embargo, apenas un año más tarde el gobierno revolucionario francés reunió una potente fuerza de desembarco para atacar a sus aborrecidos vecinos por el camino más corto, el Paso de Calais. Ante semejante perspectiva, el capitán Reynolds, de los Ingenieros Reales, recuperó el proyecto de sir David para fortificar la costa sur entre Dover y Littlehampton, pero el ejército invasor al mando del enano corso fue finalmente enviado a Egipto para aprender a saquear tumbas faraónicas. El peligro inminente había sido conjurado de momento, pero el primer aviso ya estaba dado, y era más que evidente que podían darles otro susto a las primeras de cambio.

John Pitt (1756-1835) II conde de Chatham y primogénito
de William Pitt el Viejo. Como Maestre General de la
Artillería fue uno de los principales impulsores de las torres
Martello junto a su hermano Pitt el Joven
Y dicho peligro volvió en 1803 cuando el enano, que un año antes había sido nombrado cónsul vitalicio, retomó el proyecto de invadir Inglaterra y acabar con el que eran en aquel momento su enemigo más poderoso. En esta ocasión fue otro oficial de los Ingeniero Reales, el capitán Ford, el que presentó un proyecto para fortificar la que era a todas luces la zona más susceptible de ser atacada, la costa sur de la isla en el área comprendida entre Folkestone y Eastbourne, concretando con minuciosidad todas y cada una de las playas donde se podía efectuar un desembarco. Cualquier flota que partiese desde Calais o Boulogne-sur-Mer estaría lo que se dice a un paseo de las costas británicas, por lo que arribarían antes incluso de que el personal empezara a marearse con el meneo de los barcos. Aunque el proyecto de Ford estaba claramente inspirado en el que presentó el capitán Reynolds apenas cinco años antes, difería  en que el de este último contemplaba la construcción de torres combinadas con baterías de forma que se apoyasen unas a otras, mientras que el de Ford se basaba simplemente en la construcción de torres aisladas fuertemente artilladas que, en teoría, debían bastarse por sí solas para rechazar una escuadra enemiga.

La Wish Tower, en Easbourne, fue parte de la primera línea construida.
Inicialmente estaba rodeada por un foso que, como vemos en la foto,
fue cegado en su día por lo que su altura no corresponde a la original.
Una vez que el enano se autocoronó como empereur des français- literalmente, porque le quitó la corona de las manos al papa Pío VII y se la plantó él mismo en la calva- puso todos los medios a su alcance para retomar la invasión a su odiada isla. Reunió en Calais nada menos que 160.000 hombres y se requisaron todas las embarcaciones menores y barcazas disponibles para transportarlos al otro lado del Canal. Para defenderse, los british disponían de unos 130.000 hombres y las obras para la construcción de las torres prácticamente no habían comenzado siquiera porque la burocracia del estado era simplemente laberíntica y paquidérmica. Un organismo era el que ponía la pasta, otro el que aportaba las armas siempre y cuando el anterior facilitara los fondos, otro era el encargado de constuirlas, pero para ello debía disponer, además de los dineros, de los contratos con las empresas de construcción necesarias, las cuales a su vez tenían que sub-contratar a otras firmas porque ellos de por sí no daban abasto, a lo que había que sumar los proveedores de materiales de construcción, tema que, aunque parezca irrelevante, en Inglaterra era de lo más enjundioso porque las torres debían fabricarse preferentemente de ladrillos- era considerado el material más idóneo porque su elasticidad favorecía la absorción de los impactos enemigos- y cada torre requería entre 200 y 250.000 unidades como mínimo. Y, por supuesto, estaban de por medio los distintos organismos consultores de cada departamento y, como no podía ser menos, tropocientos políticos que querían tener la razón, opiniones encontradas entre estos y los militares y entre los militares de distintos cuerpos. En resumidas cuentas, sacar adelante un proyecto de semejante envergadura no era cosa de dos días, y mientras tanto las hordas del enano sacaban punta a sus bayonetas para hurgar las tripas de los atribulados british. De hecho, desde que empezaron las reuniones para dirimir la viabilidad del proyecto del capitán Ford pasaron nada menos que quince meses, por lo que hasta hasta 1805 no se acometieron las obras para construir las 74 torres que debían proteger la costa sur y que, evidentemente, no estarían terminadas en unos meses, sino que tardarían años. No fue hasta 1810 cuando se terminaron las obras, y para entonces el enano estaba dedicado a otros asuntos.

Torres 14 y 15 de la playa de Hythe, en Kent. Las torres de la  primera
"hornada" fueron identificadas por números, mientras que para la segunda
se usaron letras. La cercanía de estas dos se debía a lo extenso de una playa
en la que llevar a cabo un desembarco era extremadamente fácil
Pero el susto ya lo tenían metido en el cuerpo, la población había tomado conciencia de que la amenaza era real y ya no se podía seguir con la política de mirar por encima del hombro y levantar la ceja como si el penco preferido del lord de turno volviera cojo de una cacería del zorro. El peligro, aunque latente, no estaba ni remotamente conjurado y el enano podía retomar su añejo plan de invasión en cualquier momento, así que en 1805 se aprobó un nuevo proyecto para construir otras 55 torres y dos baterías para completar el tramo de costa entre Clacton-on-Sea y Aldeburgh y destinadas a proteger, además de las playas, los estuarios de los ríos por donde las naves de una hipotética invasión podrían adentrarse en tierra firme. Con todo, y a la vista de que el presupuesto engordaba más que las comisiones de un alcalde declarando zonas urbanizables los cementerios y los vertederos de basuras, finalmente se redujo la cantidad a 26 torres más pequeñas- que se vieron incrementadas en dos más en 1812-, una torre grande y un reducto en Harwich. En fin, a tanto llegó la sensación de peligro que se acabó fortificando toda la costa oriental de la isla empezando desde Escocia y acabando en el extremo sudoeste, en Gales, así como la costa este de Irlanda, donde se construyeron unas cincuenta. Además, las campañas de fortificación con torres Martello se extendió por todas sus colonias: Canadá, las Bermudas, las Islas Vírgenes, Australia, la India, Sudáfrica, etc., e incluso en Menorca durante los escasos cinco años que nuestra isla estuvo en su poder. Las últimas se terminaron en fechas tan tardías como 1850, cuando en realidad su utilidad era ya más que cuestionable a la vista de los avances en la artillería de la época, pero la cosa es que incluso con el enano enterrado bien hondo tras su derrota en Waterloo en 1815 y su defunción en Santa Elena en 1821 no se detuvo la construcción de las torres. 

Foto de 1909 de la torre CC de Aldeburgh, en Sufflok, que aún conservaba
por aquellas fechas el semáforo de señales
Sin embargo, y a pesar de las monstruosas sumas de dinero destinadas a la consecución de las obras para fortificar las costas del imperio y, ante todo, de la metrópoli, las torres Martello jamás llegaron a entrar en acción. Ni los barcos del enano llegaron a cruzar el Canal, ni las construidas en sus vastas posesiones se vieron en la necesidad de rechazar a ningún enemigo. En 1820 el Almirantazgo decidió darles alguna utilidad como torres de señales estableciendo una cadena de estaciones de semáforos aprovechando una idea surgida diez años antes que consistía en emplear los mástiles de la bandera para, con un básico sistema de señales que solo requería tres pelotas de lona de color negro, poder comunicarse entre una torre y otra. No obstante, y de nuevo la maldita burocracia, la Junta de Artillería no permitió el uso de las torres para este cometido, aunque sí dio permiso para instalar los semáforos en los terrenos colindantes a las mismas con la condición de que no interfirieran en el cometido defensivo de las torres, y prohibiendo que los alojamientos para los señaleros estuvieran construidos con materiales lo suficientemente resistentes- léase piedra o ladrillo- como para que, en caso de un desembarco, pudieran ser usados por el enemigo como refugio. Así pues, los mástiles de los semáforos se instalaron a distancias que oscilaban entre los 18 y los 45 metros de las torres, y al personal que los manejaba se les permitió alojarse en las mismas en tiempo de paz o bien en barracones de madera.

Torre 8 en Folkestone habilitada como vivienda. Algunas se ofrecen en plan
residencia de lujo de vacaciones para alquilar. No comment...
Hacia finales del siglo XIX las torres Martello fueron desactivadas y abandonadas salvo contadas excepciones que se siguieron empleando para dependencias portuarias y similares. Para concluir  y a modo de curiosidad, la única torre Martello que entró en acción fue la situada al nordeste del muelle de Pembroke durante la 2ª Guerra Mundial, cuando las tropas que la usaban como puesto de observación abrieron fuego con ametralladoras Lewis contra unos bombarderos tedescos que se dirigían al interior de la isla aunque, al parecer, sin que sirviera de nada. Algunas torres de la costa sur se emplearon también como puestos de observación sin que en todo el conflicto sus guarniciones hicieran otra cosa que hartarse de té con plum cake de boniatos y budín de nabos por aquello del racionamiento. Al día de hoy muchas de ellas han desaparecido, otras siguen en pie a duras penas, otras han sido "puestas en valor" y otras han sido adquiridas por particulares para su uso como viviendas, donde podrán dormir tranquilos porque son verdaderos monolitos que, debidamente cuidados, pueden durar siglos en pie antes de que se les caiga el tejado en la cabeza.

Bueno, por hoy ya vale. En el próximo artículo hablaremos de la morfología, los sistemas constructivos y el armamento de que estaban provistas estas torres que tanto costaron y de nada sirvieron.

Ahí queda eso.