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domingo, 30 de enero de 2022

BUCANEROS

 

Probos canallas carne de horca según un grabado obra de Howard Pyle aparecido en 1887 en la Harper's Magazine bajo el título "El saqueo de Panamá", "gloriosa gesta" perpetrada por estos indeseables que hicieron del latrocinio pseudo-legal su modo de vida

Por lo general, cuando salen a relucir temas sobre piratas que no estén relacionados con políticos y demás entes parasitarios, los términos bucanero, filibustero y corsario también salpican el debate como si fueran todos sinónimos. Bueno, pues no. Estos ciudadanos lo que tenían en común era básicamente que llevaban a cabo sus fechorías en el mar o en ciudades costeras, pero ahí acaban las coincidencias. Un pirata no es lo mismo que un bucanero, y un corsario no es lo mismo que un filibustero. Los únicos que podrían abarcar todas las categorías son los trepas que nos chupan la sangre desde el congreso, los parlamentos de las taifas, diputaciones, ayuntamientos y demás patios de Monipodio, pero el artículo de hoy no va de ladrones de guante blanco, sino de mangantes marítimos. Así pues, acomódense, sírvanse una copita de algún destilado de su elección y tomen buena nota de quiénes eran los bucaneros para, cuando echen por la caja tonta alguna peli de esas de los años 50 donde el capitán pirata es un guaperas que se lleva de calle a todas las chicas que secuestra, puedan planchar a sus cuñados con sus extensos conocimientos sobre ladrones navales con 3ª fase de hepatopatía alcohólica, vulgo cirrosis irreversible y, por ende, mortal.

Captura y posterior ejecución del pirata Eustaquio el Monje frente
a las costas de la isla de Sandwich a manos del almirante Hugh
de Burgh en 1217. Como vemos, la piratería no era nada nuevo

Si tomamos el término pirata como genérico para todo aquel que ejerce su vil latrocinio en el mar, entonces podemos decir que la piratería es más antigua que los balcones de palo. Desde hace siglos, estos chorizos náuticos han hecho de las suyas aprovechando que las naves cargadas de mercaderías estaban más indefensas que un ciudadano honrado en el congreso de los diputados. Eran presa fácil ante una tripulación nutrida por despojos humanos ávidos de riquezas sin tener que doblar el lomo para ganarlas como si de un ministro cualquiera se tratase, y aprovechaban la impunidad que otorga la inmensidad del mar para robar a su sabor, arrojar al agua a los atribulados mercaderes y los marinos de la nave expoliada y en el juzgado nos veremos dentro de un trillón de años. Los ladrones de secano siempre lo han tenido más difícil por razones obvias, y muchos acababan ejecutados a los dos minutos de haber caído en las garras de la autoridad. Hasta el gran César fue capturado por unos malvados acuáticos cuando tuvo que salir de naja de Roma por sus desavenencia con Lucio Cornelio Sila, teniendo que pagar un suntuoso rescate para ser liberado. En resumen, el atraco naval ha sido, y aún es como vemos que ocurre en aguas del cuerno de África, un modo de obtener jugosas ganancias con relativa facilidad.

Galeón español. Estas naves fueron las que durante mucho tiempo
nos dieron la supremacía marítima en todo el mundo
Sin embargo, hasta el descubrimiento del Nuevo Mundo la piratería tenía un campo de acción más limitado tanto en cuanto las zonas para ejercerla eran más reducidas. Pero la expansión de España y, posteriormente, de Inglaterra, Francia y Holanda (Dios maldiga a ese trío de bellacos) hacia la tierra donde manaba leche, miel y, sobre todo, oro y plata, permitió la proliferación de piratas hasta el extremo de dar lugar a una auténtica edad de oro del atraco acuático entre la segunda mitad del siglo XVII y principios del XIX, cuando el acoso de las armadas de las potencias de la época y la expulsión de sus otrora reductos cuasi inexpugnables les acabó presionando hasta que, finalmente, la carrera de pirata tenía menos salidas laborales que la de un biólogo con un doctorado en los hábitos de apareamiento del gorgojo. Sin embargo, esa época dorada que hemos mencionado no surgió por las buenas, sino como consecuencia de una serie de factores que iban más allá del mero afán de latrocinio de unos cuantos ladrones alcoholizados. El hecho palmario es que podrían haber sido enviados al fondo del mar en un periquete si el trío de bellacos antes mentado no los hubieran usado como instrumento para expoliar y minar el poder del creciente imperio español, y la infestación en las aguas del Caribe por parte de piratas de todo tipo fue apoyada descaradamente por las monarquías inglesa y francesa más la república de la Provincias Unidas de los Países Bajos, vulgo Holanda, para facilitar la implantación de colonias que les facilitasen tomar su parte del inmenso pastel que suponía el continente americano para las depauperadas arcas europeas, llenas de aire a causa de las interminables guerras que mantenían todos contra todos con tal de ser el que llevase la voz cantante.

Las islas del Caribe, donde durante décadas se coció el liderazgo
naval de España, Francia e Inglaterra

A medida que la expansión española por Tierra Firme, como los conquistadores llamaban al continente, fue aumentando, las islas caribeñas fueron dejadas de lado poco a poco. Al cabo, lo que importaba eran las minas de oro y plata para alimentar las menguadas arcas hispanas que, sobre todo tras la Guerra de los Treinta Años, estaban llenas de aire. Los continuos conflictos bélicos con Francia e Inglaterra, las revueltas en Flandes y el esfuerzo por mantener las posesiones de la corona de los Habsburgo en Italia contra el expansionismo gabacho costaban verdaderos ríos de oro. Por ello, aunque el descubrimiento colombino e inmediata ocupación se llevó a cabo en las Antillas, este cúmulo de islas no reportaban beneficios a la corona y su dominio implicaba un enorme gasto que, en aquel momento, España no podía arrostrar. De hecho, Cuba y Puerto Rico fueron a efectos prácticos las únicas que se conservaron en todo momento bajo control español y, en lo posible, bien guarnicionadas. Sin embargo, otras de menor tamaño o importancia como Jamaica, La Española, Bahamas y todo el archipiélago de las Antillas Menores habían sido abandonadas aunque su posesión nominal seguía siendo española... de momento. La realidad es que esas islas eran improductivas, solo valían para algunos tipos de cultivos, especialmente caña de azúcar y tabaco, y donde estaba de verdad la enjundia era en Tierra Firme con las inagotables minas de oro y plata de Méjico, Perú, etc.

Un boucannier con su mosquete y sus chuchos de caza

El fragante aroma de los metales preciosos llegó a Europa en menos tiempo que un cuñado pela un gamba, y no tardaron en acudir aspirantes a probos colonos huyendo de las guerras y la miseria del Viejo Continente. De ahí que durante el primer cuarto del siglo XVII comenzara un flujo, lento pero constante, de gente en busca de un lugar donde asentarse, y nada mejor para ello que estas islas desechadas por España donde no había otra ley que la que ellos quisieran imponerse, libres de servir como carne de cañón en los ejércitos de sus respectivos países y de verse libres de impuestos para alimentar el inmenso agujero negro que eran los erarios de sus monarcas, siempre endeudados para pagarse sus inacabables guerras. Naturalmente, tampoco faltaban los aventureros de todos los pelajes, fugitivos, y demás canallería europea con las cabezas pregonadas que veían más atrayente vivir en una isla mohosa que en una mazmorra para, finalmente, acabar siendo protagonista de cualquiera de los brutales sistemas de ejecución de la época o, en el mejor de los casos, simplemente colgados en cualquier encrucijada como aviso a los mangantes de la comarca.

Dos bucaneros despiezando unos cerdos salvajes cuya
carne ahumarán en el boucan que aparece en la imagen

Así pues, la población de estas islas se componía de desertores, marineros hartos de sentir el chasquido del rebenque en sus lomos, esclavos fugados y criminales de todo tipo. Uséase, un vecindario de lo más recomendable. Inicialmente se limitaban a ganarse la vida de forma pacífica plantando tabaco que luego introducían de contrabando en Cuba o Tierra Firme o, más frecuentemente, cazando los animalitos de la isla cuya carne ahumaban para venderla a las tripulaciones que pasasen por allí, obviamente gabachos, ingleses o cualquier otro que no fuera español ya que los hispanos, celosos propietarios de las islas, llevaban a cabo alguna que otra incursión para dejarles claro que el título de propiedad era nuestro, y que su presencia no solo era indeseable, sino también tóxica. Pero si los expulsaban, pues se mudaban a otra isla o volvían cuando pasaba el peligro ya que, como hemos dicho, España carecía de medios para mantener un control eficaz sobre tanta isla. De estos cazadores nómadas surgieron los bucaneros, palabro procedente de la lengua arawak usada por los nativos del Caribe, América Central y la parte septentrional de Sudamérica. Tras filetear a sus presas ahumaban su carne colocándola sobre una especie de caseta a modo de ahumadero llamada boucan, que los gabachos afrancesaron como boucannier por ser ellos los primeros en generar esta forma de vida cuando se asentaron en La Española, emblemática isla que, a pesar de ser la primera posesión castellana en el Nuevo Mundo, fue abandonada salvo algunos asentamientos en la costa sur junto a otras, como ya se ha explicado. La Española fue rebautizada por los gabachos como Santo Domingo y actualmente cohabitan en ella la República Dominicana y Haití.

Plantación de tabaco en una colonia francesa. El acoso español
obligó a muchos de estos colonos a abandonar los cultivos o la
caza para dedicarse al pillaje a tiempo completo

La existencia de los boucanniers era bastante básica. Cuando avistaba algún barco de bandera que no fuese española, montaban sus chiringuitos playeros de carne ahumada en las playas, donde los tripulantes llegaban para reponer víveres y hacer aguada. Su economía se ceñía ante todo al trueque ya que en una isla mohosa no hay donde gastar dinero, así que a cambio de su carne aceptaban armas y municiones con las que, además de cazar, intentaban de alguna forma defenderse de las incursiones españolas, otro tipo de alimentos como queso o salazones y, especialmente, ron, destilado sin el cual un probo canalla carne de horca se siente un poco bastante desamparado. Como vemos, la vida de los bucaneros no era especialmente apacible. Las poblaciones de estas pseudo-colonias estaban formadas casi exclusivamente por hombres, y no precisamente de lo más selecto de las sociedades de sus respectivos países. Ya podemos suponer que la necesidad de hembra con la que desfogar los humores viriles debía ponerlos especialmente irritables, y las reyertas y broncas serían bastante habituales. Si a eso sumamos el acoso a que los sometían las tropas españolas cada vez que les hacían una visita, es evidente que su existencia en sus lugares de origen debía ser asquerosísima para preferir la vida asquerosa que tenían que arrostrar.

Vista de la isla de Tortuga en la que podemos ver la posición del
fuerte de Rocher. Artillado con 40 bocas de fuego, convertían el
puerto en un lugar inaccesible para cualquier nave enemiga
No obstante a finales de la década de 1620 empezaron a hartarse de vegetar en La Española / Santo Domingo, roídos de miseria y viendo como su magras ganancias se iban al garete cada vez que un galeón español pasaba por allí, desembarcaban un contingente de infantes de marina y los obligaban a abandonar sus bohíos y escasos enseres para ocultarse en la selva hasta que se largaban con viento fresco tras meterle fuego a todo. Defender la isla de las visitas non gratas era misión imposible porque había demasiadas calas donde podían desembarcar sin problemas, y carecían del número de hombres suficientes para mantenerlas bajo vigilancia y, más aún, para su defensa. Era el momento de liar el petate y buscar un asentamiento más seguro. Este no estaba lejos, a apenas 7 km. al norte de La Española. Era la isla de Tortuga, un pedrusco abrupto y alargado que emergía del mar con una superficie de apenas 180 km² pero que ofrecía una ventaja superlativa a la hora de resguardarse: su costa norte era totalmente inaccesible ante un intento de desembarco, y solo había un puerto en el lado sur donde recalar. A partir de 1640, este puerto estaba defendido por el fuerte de Rocher construido por Jean le Vasseur, un ingeniero militar enviado por el gobernador de San Cristóbal. Por lo tanto, la orografía de la isla la convertía en una fortaleza natural donde los bucaneros podían dormir sus comas etílicos apaciblemente sabiendo que con sus escasas fuerzas podrían repeler las incursiones españolas, que por otro lado eran cada vez más escasas debido a la necesidad de tropas y dinero para sus guerras en la añeja y caduca Europa, donde no sabían vivir sin matarse unos a otros sin solución de continuidad.

Isla de La Española. La presencia hispana se limitaba a algunos
asentamiento en la costa sur. El resto pasó a manos de los bucaneros
hasta que lograron apoderarse de todo el territorio

Los bucaneros no tardaron mucho tiempo en darse cuenta de un detalle que podía cambiarles la vida de cazadores y contrabandistas al ver que gran parte del tráfico mercante español circulaba precisamente por las aguas situadas entre Cuba y Florida, un canal denominado el Paso de los Vientos. Por allí circulaban los barcos procedentes de San Agustín, Veracruz, Portobelo y Cartagena camino de La Habana, punto de partida hacia la Casa de Contratación de Sevilla, que por aquella época tenía el monopolio del tráfico con las posesiones de Ultramar y por donde pasaba hasta la última onza de oro y plata provenientes del Nuevo Mundo. Esos barcos, cargados hasta las trancas de lingotes de metales preciosos, de especias, maderas tropicales y mil y un artículos que eran importados por los mercaderes de la metrópoli, se convertirían en la nueva fuente de ingresos de estos probos canallas carne de horca. Obviamente, esa imagen de los bucaneros tripulando un poderoso galeón erizado de cañones es el enésimo camelo propalado por el cine. Los bucaneros, al menos en sus comienzos, no disponían de naves de porte para perpetrar sus latrocinios, así que optaron por medios a su alcance que, aunque aparentemente escasos, acabaron resultando más eficaces de lo que podamos imaginar.

Pinaza inglesa

Básicamente, la táctica usada por los bucaneros consistía en aprovechar la sorpresa, actuando con nocturnidad y alevosía contra los galeones mercantes que se les pusieran a tiro. Por lo general, formaban pequeños grupos embarcados en canoas o, a lo sumo, en pinazas provistas de artillería ligera en forma de cañones de pivote y poco más. Las pinazas eran embarcaciones muy marineras, capaces de alcanzar elevadas velocidades que les permitieran escapar de posibles perseguidores y sumamente maniobrables. Sus bodegas tenían capacidad para dar cabida a lo más suculento de los botines que trincaban de sus presas, y sus buenas cualidades en el mar les facilitaban salir echando leches hacia puerto seguro antes de que algún buque de guerra de la armada española pudiera ponerlos en aprietos. No obstante, lo más habitual era recurrir a pequeñas flotas de canoas a remo que, fácilmente, se aproximaban a los mercantes y, de forma inopinada, abordarlos, reducir a los tripulantes y saquear a fondo. Luego cargaban los bienes robados y se iban por donde habían venido o, si les interesaba, se apoderaban del galeón entero, lanzando sus víctimas al mar y artillándolo adecuadamente para usarlo en sus rapiñas navales. Lógicamente, a medida que los bucaneros iban capturando barcos también pudieron mejorar el potencial de sus flotas con naves de más tonelaje y mejor armadas para enfrentarse incluso a barcos de guerra.

A partir de ese momento se estableció una peculiar simbiosis entre los bucaneros y los gobernadores enviados por Francia y Holanda a sus pequeñas colonias en La Española / Santo Domingo y San Cristóbal (Saint Kitts según los gabachos) en el caso de los primeros, y la isla de San Martín en el de los segundos, ambas situadas en el extremo septentrional de las Antillas Menores. En el mapa inferior podemos ver la posición de estas islas, así como el reducto bucanero de Tortuga y Jamaica, que se convirtió en el primer asentamiento inglés en el Spanish Main, nombre que daban estos isleños a las posesiones caribeñas españolas.

Esas cuatro islas birriosas tuvieron en jaque a las posesiones españolas debido a la falta de medios para defenderlas adecuadamente. Solo cuando se pudieron trasladar hombres y armas al Nuevo Mundo se pudo poner coto a la tropelías de los bucaneros


Robert Venables (c.1613-1687)

Oliver Cromwell, el abyecto puritano que hizo rodar la cabeza de Carlos I y que ejerció una dictadura de manual bajo el ambiguo título de Lord Protector entre 1653 y 1658, apenas se hizo con el poder ya puso los ojos en las posesiones españolas de Ultramar. En 1655 envió una flota al mando del general Robert Venables para hacerse un hueco en el Caribe con vistas a que ese asentamiento fuese la cabeza de puente que serviría de trampolín a posteriores invasiones. El objetivo inicial fue La Española, de donde fueron rechazados. A continuación se dirigieron a Jamaica, una isla prácticamente abandonada, sin defensas adecuadas y cuya mínima población no podía hacer frente a los invasores, que se apoderaron de ella sin problemas. Una vez consumada la conquista de Jamaica, Venables volvió a Inglaterra dejando al mando de la isla a su inmediato subordinado, Robert Fortescue, que apenas tuvo tiempo de disfrutar del cargo porque palmó a los tres meses. Le sucedió Edward D'Oyley, que tras ostentar inicialmente el mando militar fue nombrado por Cromwell gobernador de la colonia, cargo que fue refrendado por Carlos II tras la restauración de la monarquía en 1660.

Un convoy de la Flota de Indias. Como salta a la vista, nadie se
atrevería a enfrentarse a ellos

Obviamente, D'Oyley tampoco se puede decir que estuviera en una posición privilegiada, rodeado de enemigos y asentado en una isla cuya ocupación no era nada rentable salvo por el hecho de estar en una posición de igualdad con los sempiternos enemigos de España: Francia y Holanda, formando así el trío de malvados envidiosos ávidos de apoderarse de los territorios que con tanto esfuerzo ganamos. Pero lo que estaba claro es que ellos tampoco disponían de tropas para atreverse a presentar batalla en Tierra Firme y a lo más que podían aspirar era a hostigar las naves que trasladaban mercancías a hacia España, porque las escuadras que transportaban los tesoros que generaban las minas continentales, o sea, la Flota de Indias, partía formando un convoy de naves mercantes fuertemente protegidas por galeones que las hacía prácticamente invulnerables, y solo algún barco despistado por una tempestad podía ser capturado por los buques enemigos que merodeaban por el Caribe. Sin embargo, sí podían capturar barcos civiles o atacar poblaciones costeras mal defendidas, esquilmarlos como a borregos y retornar a sus puertos en cualquiera de sus islas, donde se sabían a salvo de la armada española. ¿Y quiénes podían ser los más indicados para perpetrar estas fechorías? Exacto, los bucaneros.

Henry Morgan (1635-1688), uno de los bucaneros más famosos.
A pesar de su innoble oficio llegó a ser lugarteniente del
gobernador de Jamaica

Aunque Inglaterra, Francia y Holanda tampoco estaban precisamente en buenas relaciones y llevaban ya tropocientas guerras entre ellos, los unía un enemigo común, España, y la mejor forma de contar con la colaboración de estos probos canallas carne de horca era darles un leve barniz de legalidad a sus rapiñas concediéndoles patentes de corso que los convertían de facto en colaboradores de los gobiernos de sus respectivos países. La patente de corso o, como también se les llamaba, cartas de represalia, permitía a estos bellacos a hacer de las suyas y, a cambio de un porcentaje de lo obtenido en sus botines, les ofrecían protección en sus puertos. Obviamente, un bucanero gabacho no podría atacar una nave de los british, ni un british podía robar en un barco holandés, pero todos podían asaltar a mansalva los barcos que iban por sistema repletos de mercaderías valiosas, los españoles. De ese modo surgieron dos grupos principales de bucaneros. Por un lado, los gabachos asentados en Tortuga y en la zona occidental de La Española y, por otro, los british de Jamaica, concretamente en Port Royal, donde eran bienvenidos por los mercaderes y traficantes isleños cuando volvían de perpetrar alguna de sus fechorías.

No obstante, y a pesar de gozar de los privilegios que les daban las patentes de corso, los bucaneros nunca aceptaron la autoridad de nadie que no fuera ellos mismos. Los frères de la côte gabachos o brethren of the coast (hermanos de la costa en ambos idiomas) tenían sus propias reglas y, de hecho, solo aceptaban de buen grado la autoridad de los capitanes en cuyos barcos se enrolaban. Durante dos décadas, el Caribe se vio infestado por estos mangantes navales que no pararon de abordar barcos y saquear poblaciones, siempre amparados por las patentes de corso que les darían refugio para gozar de lo ganado y preparar nuevas incursiones. Pero no les duró mucho el chollo porque la existencia de los bucaneros estaba supeditada a la política de los países que los protegían, y si hay algo cambiante en este mundo son las filias y las fobias de los gobernantes, que giran como veletas cuando el viento favorable cambia de dirección. 

Saqueo de Veracruz a manos de bucaneros gabachos en 1683
Los bucaneros ingleses se vieron en el paro tras la firma en 1670 del Tratado de Madrid por el que España reconocía la posesión inglesa de las islas de Jamaica y las Caimán, acordando que ningún navío de ambas potencias se adentraría en aguas ajenas salvo en caso de necesidad y, por supuesto, se daban por terminadas las agresiones en uno u otro sentido. Los más renombrados capitanes bucaneros ingleses como Henry Morgan, John Coxton o Edmond Cooke se la tuvieron que enfundar porque Port Royal le cerró las puertas, así que solo les quedaban dos opciones: ponerse al servicio de los gabachos o hacer un máster de piratería, oficio que empezaría a ganar popularidad entre esta gentuza que no sabían ganarse la vida honradamente y, en este caso, no se veían limitados a robar solo a España, sino a todo bicho viviente. Los gabachos, gracias a las malas relaciones entre Francia y España, pudieron alargar su vida operativa un par de décadas más en las que los gobernadores de Santo Domingo no dudaron en seguir usándolos para saquear a mansalva los principales puertos caribeños como Maracaibo, Veracruz o Campeche. Pero, al igual que sus colegas ingleses, vieron la llegada de su ocaso en 1697 tras la firma del Tratado de Ryswick, que permitió que las potencias europeas pudieran descansar un poco de tanta matanza. Obviamente, los bucaneros gabachos vieron también cómo se les terminaba el momio, así que tuvieron que cambiar sus privilegios de corsarios por la ajetreada vida de piratas. Resumiendo: los bucaneros ya eran historia.

Bueno, sirva este articulillo para desmontar mitos y leyendas sobre estos fulanos que, como hemos visto, tuvieron en realidad una existencia bastante más breve de lo que se suele imaginar, apenas 70 años de los cuales solo 50 fueron de verdadera expansión para, finalmente, desaparecer en el momento en que las mismas potencias que los ayudaron a crecer les retiraron su apoyo. Como ya sabemos, su siguiente paso fue la piratería, pero eso ya es otra historia, y en ese caso el enemigo no era solo España, sino todas las potencias coloniales de la época ya que sus barcos podían ser abordados en cualquier parte del mundo, y ningún mercante estaba a salvo de ser víctima de estos perros del mar, como los llamaban los españoles.

En fin, ya sabemos quiénes eran los bucaneros, cómo surgieron y cómo fue su ocaso. En otro artículo ya entraremos en más detalles sobre las andanzas de estos personajes. Debo decir que me ha costado la propia vida dar término a esta historia porque hace unos días me provoqué un desgarrón muscular en el bíceps izquierdo que me ha puesto el brazo como el de Chuarcheneguer en sus mejores tiempos de "Acabator" y aún duele de cojones, así que igual me demoro un poco para continuar esta entrada hasta que termine de recomponerse la parte afectada, que luce un hematoma como nunca en mi vida he visto, juro a Cristo.

Bueno, ya'tá.

Hale, he dicho

Pinaza francesa. Estos pequeños pero ágiles y veloces barcos eran ideales para abordar mercantes desarmados. De hecho, la mayoría de las fechorías perpetradas por esta gentuza fueron llevadas a cabo con naves de este tipo, de la misma forma que los piratas somalíes actuales se apoderan de un mercante de varias decenas de miles de toneladas con una lancha provista de un motor fuera borda y media docena de melaninos armados con AK-47