... A Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 17 de febrero de 1836 - Madrid, 22 de diciembre de 1870)
"Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la
imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas
creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que
nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus
pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego
de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los
troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la
cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un
escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en
la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la
fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas,
hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban
y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio
intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de
las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos,
formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía
comprender...
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de
rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo
azul, luminoso y transparente...
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca,
que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de
una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba
entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de
quimeras o imposibles penetraba en los jardines..."