Los aniversarios son excusas. Creo haberlo dicho en otro momento, pero son las excusas perfectas para recordar aquello que, durante el resto del año, postergamos. Este 9 de octubre que me encuentra cerquita de una histórica morada de la familia Guevara Lynch De La Serna, donde vida y muerte se unen como en un círculo, me lleva a observar detenidamente, a escuchar comprensivamente, varios capítulos de la vida de Ernesto Guevara.
Lejos del mítico Che, que nacía hace 45 años para transformarse más en un ícono pop que en realidad política, había un hombre cuyas prácticas, algunas, han trascendido su muerte aunque en menor escala que la foto de Korda. Korda evoca de algún modo todo lo pop, pero es la puerta de entrada al gran hombre. Aquel de bolsa en el hombro, domingos de trabajo voluntario, de firme estudio y dedicación, aquel líder ético. Porque para mí, si hay un ismo que me hace las veces de inspiración, sin dudas es el del guevarismo ético. No gastaré líneas hoy en justificar lo, quizás, equivocado. Levanto la bandera del hombre al que su país no le dio nada, ni lo reconoció jamás.
Y es en esta excusa anual, en este aniversario, mientras veo, escucho y escribo, que se me viene a la cabeza una mezcla del sueño de Ernesto de una Latinoamérica unida, con la frase del General Perón sobre el estado en el que el año 2.000 encontraría a la Argentina. Realmente, a pesar del tiempo transcurrido, las vidas perdidas, la sangre derramada; no encuentro respuesta sobre el estado en el que se encuentra nuestro continente.
¿Unidos bajo UNASUR, luchando contra los poderes económicos que promueven golpes de Estado al estilo Paraguay, y promoviendo Estados sólidos cerca de la ciudadanía, pero sin perder la mirada externa en la rentabilidad; construyendo a paso de tortuga mayor equidad social al mismo tiempo que sostenemos las bases del capitalismo más puro?
¿O dominados por esas mismas corporaciones transnacionales que mueven hilos a su gusto tras bambalinas de lo que aparenta ser sólida fachada progre y esconde nada más que beneplácitos para el poder del capital; dominados por el pasado que otros usufructuaron y hoy queremos repetir como el mantra de un error perpetuado de crecimiento infinito y desarrollismo cueste-lo-que-cueste?
Me gustaría que alguna opción me inspire como el hombre que hace 45 años era asesinado. Me gustaría entender más a mi continente. Me gustaría dejar de pensar en barreras, fronteras y divisiones. Me gustaría creer que estamos caminando hacia ello. Me gustaría.
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martes, 9 de octubre de 2012
lunes, 27 de junio de 2011
DCXXVI | "La realidad termina donde lo hacen nuestros sueños"
Publicado por
Mauro Fernández
a las
2:16
martes, 20 de julio de 2010
DLIX: Milonga de bulo y berretín
Lágrima y bandoneón, inundando el corazón; un Piazzolla de prisé, irrumpe el bulo que extinguió aquel berretín, de purrete soñador. Pibe rana que en las sombras musitó, el sueño de aquella Les Paul, curva oscura y al zanjón, franeleando en la catrera sin las minas que perdió. La luz baja del adiós, una curda y sin sabor, añorando las funciones de otros tangos, qué se yo. Y esa biaba que la vida le pegó, poca cosa, otra pavada que pasó. Y hoy fichando alrededor, manya el pibe que lo ciega en su esplendor, aquel viejo berretín que tanto abril lo enamoró.
Publicado por
Mauro Fernández
a las
2:02
viernes, 19 de marzo de 2010
CDLXXXVII: La puerta
Camino lento, con la mirada perdida, mientras poso mi mano en el picaporte abriendo la puerta de mi cuarto iluminado. Tres pasos. La verdadera puerta, el pasaje secreto. Siento un pesar repentino en el pecho y los párpados, como un disparo, y mi cuerpo rendido cae esplendorosamente sobre la puerta real. Un instante después estoy sentado en la oficina, y alguien dice que vino la gente de seguridad vial a hacer otra de las tantas auditorías optimizadoras de rendimiento. Y que el nivel de educación y comportamiento vial son paupérrimos, fundamentalmente los aparcamientos.
Salgo a la calle, anonadado y molesto, y compruebo que el Clío no está donde lo había dejado. Ahora descansa a 20 grados sobre la puerta de un garage. Me subo y repentinamente meto marcha atrás, luego primera y acelero en contramano por la calle Zabala, doblando en Roseti también en contramano para salir a una Forest paralela, extraña y amplia.
Johnny me grita desde un portón que reza “Discográfica y distribuidora”, e instantáneamente me detengo frente a él, no desde el auto que ya habría aparcado en algún lugar en milésimas de segundo, sino de pie ante su mirada cansada y escrutadora. Me pide un favor casi sin saludar y lo mando a cagar. Que lo haga él, yo me alegraba de verlo después de tanto tiempo y ese comportamiento me desencantaba. Empecé a alejarme en sentido opuesto y su novia me gritó desde la puerta para saludar. Vuelvo, saludo y paso al galpón. Allá estaban sus padres, la catequista compañera de mi vieja, y el padre que no conozco. Había dos personas más que no reconocía y como surgido del piso, un Rolo afeitado y de traje, pero siempre con esa sonrisa y esos ojos soñadores, inocentes y amigos. Me abraza y ahí veo que esas otras dos personas eran su familia. Anto no estaba. Salgo.
Me voy dispuesto a encontrar el auto, paso frente a la verdulería y veo uno parecido, pero congelado, lleno de escarcha. Miro la patente y decía BMO387, pero estaba algo ilegible esencialmente por la escarcha. Voy a ver la de la parte trasera, y decía otra cosa, mucho más larga, y allí si se notaban los retazos el Liquid Paper y marcador negro que alguien había utilizado para falsearla, igual que la delantera, pero con menos sutileza. Además, como si fuera poco, habían puesto una especie de antena violeta al costado izquierdo, casi en el baúl -eso aún me resulta incomprensible-.
Saco la llave, la inserto en la cerradura y con un mínimo esfuerzo, abro la puerta. Se ve que no habían congelado también esa parte, definitivamente querían que entrase al auto. En cuanto la giro, dos muchachos no del todo amigables, aparecen frente a mí. Les pregunto de dónde salieron y me cuentan que viven en la casa tomada de la vuelta -jamás había oído de ella, o tal vez si, pero hace mucho tiempo-, mientras no dejaban de adelantarse hacia mí. Dejo la puerta abierta y me alejo con la llave. Me siguen. Uno era grandote y moreno, el otro muy flaco, casi escuálido y con ropas deportivas. Me meto en la verdulería y en cuanto cruzo el umbral la estructura cambia como la perspectiva, y desde adentro es un supermercado. El grandote me mira desafiante, invitándome a salir por las buenas, a lo que respondo con un paso atrás. Se adelanta. Me atraso. Lo miro a los ojos y veo el ardor de la ira reflejada, entonces me doy vuelta y comienzo a correr. Él me sigue, y corremos a través de las góndolas hasta que se me avienta encima y me tira al piso, tras una pared de cristal. Comienza a golpearme y yo simplemente le pregunto por qué. Por qué yo, por qué así.
–¿Porque soy parte activa en la creación de la mierda que te tocó? ¿Por eso?– le digo; y sus ojos se llenaban de lágrimas mientras seguía golpeándome. Entonces decido profundizar el concepto de mi lógica –; yo soy la mierda, yo también viví la mierda de Cromañón y de novias muertas, de amor bajo tierra.
–Vos sos responsable, vos generas toda mi mierda también, ¿qué cargos te corresponden? Sorete. – lo increpé, desafiante y ya sin sentir sus golpes.
El grandote lloraba desconsolado, cubriéndose el rostro y comencé a alejarme despacio. Nunca se levantó, me dejó ir. Pasé por delante del otro que, por lo visto, habrá pensado lo peor y corrió puertas adentro del supermercado -que ya había vuelto a ser verdulería- para ayudar a su cumpa. Pero el auto no estaba. Empecé a caminar por Chacarita, salgo de algún modo a una Álvarez Thomas también distinta, bajo los rayos intensos del sol con la certeza que en el taller mecánico estaría el auto, en proceso de descongelamiento. Se ve que en algún momento Leandro me lo había dicho, y estaba ahí para retirarlo conmigo. Lo veo y el mecánico me pide un comprobante que definitivamente yo no tenía -¡ni siquiera había llevado el auto en primer lugar!-. Le dije que no lo tenía, pero que era ese, señalándolo con el dedo. Me lo entrega, subo y el interior era distinto. Le digo a Leandro que ese era un Ka, que no era mi auto, aunque estaba seguro que había entrado a él. Miré el interior y con una mirada cómplice, dimos por concluida la confusión. Llegamos en busca de un Clío descongelado y nos estábamos yendo en un Ka nuevito que tenía luces de avión. Una epopeya moderna.
Salimos en el Ka con Lea al volante, vaya uno a saber por qué y pasamos por una plaza extraña, llena de gente y circundada por casas tomadas -como la de la vuelta-. Mucha pobreza, fútbol y chicos divertidos, mientras en otro lado las familias hacían colas interminables para vacunarse o recibir comida. Yo, que ya estaba solo y caminando -el auto se habría esfumado en algún momento-, escudriñaba el lugar con desazón y desesperanza, aunque con algo de miedo a que mis recientes amigos me encontrasen y tomaran venganza por mi huída. En tanto, perdido en mis pensamientos, siento que piso algo. Miro y veo un bebé abandonado bajo mi suela y siento la náusea tomando mi faringe por la fuerza, al tiempo que saco el pie con vehemencia. Cuando me compongo, veo que alrededor había decenas de chicos igualmente librados al azar, y madres como montañas, inmutables, petrificadas en su vacío. Salgo corriendo y llego a una estancia, donde los jefes y otras yerbas tenían una reunión de la que, de algún modo era parte. No era netamente laboral, se hablaba de cualquier cosa en un clima jocoso, ameno y divertido. Aplauden en la puerta y alguien sale a ver quién es, y me llaman.
–Que bueno tener el trabajo de este pibe, ¡vive laburando! –acotó, sarcástico, un Voldemort triste, vencido y sin magia, por la visita que me obligaba a abandonar la reunión.
–Bue, porque vos la pasás mal ¿no?… –contesté, y dejé la sala.
Me mira iracundo, y le sonrío, sereno. Salgo a hablar con la gente, viejos conocidos que no puedo recordar, y vuelvo a la calle. Me esperaban el Tano y Rocío, ella del lado del cordón, él en el medio y yo del lado de la pared -vaya disposición-. Volvimos a pasar por la verdulería y, asustado, les conté la historia reciente.
–Tonto, ¿por qué no me contaste?– preguntó Rocío acentuando melódicamente cada sílaba, como cada vez que elegía que su corazón hablase con todo lo que sus palabras callaban.
–Emm, creo que porque no estabas.
–Pero por eso está acá –agregó el Tano–, para que sepas que siempre está, y está dispuesta a quererte y acompañarte.
Ni terminó de decirlo que yo ya estaba al lado de ella. Mirada penetrante entre los dos, conocida y profunda, y entonces se hizo cierta la comprensión de lo ilusorio y la vacuidad.
–Rocío, igualmente vacía, igualmente digna de ser amada, igualmente una próxima Buda –pensé.
Proceso interno, recuerdo y dolor de estómago, las mariposas muertas descomponiéndose en el bajo vientre. Y mientras me mira, tengo la certeza de que puedo comerle la boca, fundirnos en uno, ser inmortales, y volver a la nada en cuestión de minutos. Entonces, me río y sigo caminando; ahora, solo.
Creo que la excesiva comprensión, aunque naciera del más intrínseco dukka, me eyectó una vez más de este lado de la única y verdadera puerta, del puente al más allá, y fui al baño dormitando.
En segundos, sin recordar haber cruzado el umbral una vez más, estaba sentado en mi puesto de trabajo, y ella se acercaba, quizás de paso a buscar café, no lo sabía. Siquiera comprendía si estaba realmente en la oficina o qué estaba pasando en realidad. Más difícil resultaba éste discernimiento, cuando siempre se me había dificultado saber si lo fáctico era real y lo ilusorio mentira, o viceversa. Como fuere, yo estaba ahí -o acá-, y Camila se me acercó. Se paró tras la madera que delimita mi box y me dijo algo que no puedo recordar. Bromeamos unos minutos, y viendo un portal de Internet, vio a alguien que le causó gracia. Un tipo que resultaba ser famoso por haberse acostado con una modelo muy reconocida. El problema es que a pesar de su fama, nadie lo conocía porque en realidad nunca había estado con esta mujer, sino en la línea que nosotros escribíamos. Intuí en su risa un dejo de añoranza, y le pregunté si conocía al desconocido famoso.
–Sí, estuvimos juntos.
–¿¡Cuándo!? ¿Hace mucho? –le pregunté como exacerbando mi costado más chismoso.
–No, o si –se contrariaba indecisa –, da lo mismo.
–Pero… ¿antes de estar con Santiago? ¿Tanto hace?
–Puede ser –respondió sin contestar –, igual no tendría nada de malo si hubiese estado al mismo tiempo que con Santi.
–Con él se mantiene el amor, la pasión pasa por otro lado –agregó, y me miró insinuante.
Yo casi me caigo como los dibujitos japoneses que, de un segundo a otro, están tirados en el piso con cara de idiotas. Me encantaba por donde la mirase, me intrigaba conocerla más, compartir momentos y, quizás, casi diría seguramente, me calentaba otra vez el hecho de lo difícil, las trabas, lo prohibido, la anarquía. La estructura hecha cenizas y nosotros suspirando a su lado, para que no quedasen ni cenizas, ni vestigios, ni nada.
Sé que estos dos muchachos siguieron buscándome, y que yo andaba errante entre el miedo y la tranquilidad, entre el pasado y el futuro, pero sabiendo que los polos se atraen, podría llegar a vagar eternamente por el camino medio. Lo que nunca pude comprender es si esta epifanía concluyente, a modo de resumen ejecutivo de mi sentir al respecto, lo tuve antes o después de volver a cruzar el umbral. Antes de volver al mundo de las mentiras que parecen más reales, de los textos que cuentan lo incontable y del mañana que es tan incierto.
Salgo a la calle, anonadado y molesto, y compruebo que el Clío no está donde lo había dejado. Ahora descansa a 20 grados sobre la puerta de un garage. Me subo y repentinamente meto marcha atrás, luego primera y acelero en contramano por la calle Zabala, doblando en Roseti también en contramano para salir a una Forest paralela, extraña y amplia.
Johnny me grita desde un portón que reza “Discográfica y distribuidora”, e instantáneamente me detengo frente a él, no desde el auto que ya habría aparcado en algún lugar en milésimas de segundo, sino de pie ante su mirada cansada y escrutadora. Me pide un favor casi sin saludar y lo mando a cagar. Que lo haga él, yo me alegraba de verlo después de tanto tiempo y ese comportamiento me desencantaba. Empecé a alejarme en sentido opuesto y su novia me gritó desde la puerta para saludar. Vuelvo, saludo y paso al galpón. Allá estaban sus padres, la catequista compañera de mi vieja, y el padre que no conozco. Había dos personas más que no reconocía y como surgido del piso, un Rolo afeitado y de traje, pero siempre con esa sonrisa y esos ojos soñadores, inocentes y amigos. Me abraza y ahí veo que esas otras dos personas eran su familia. Anto no estaba. Salgo.
Me voy dispuesto a encontrar el auto, paso frente a la verdulería y veo uno parecido, pero congelado, lleno de escarcha. Miro la patente y decía BMO387, pero estaba algo ilegible esencialmente por la escarcha. Voy a ver la de la parte trasera, y decía otra cosa, mucho más larga, y allí si se notaban los retazos el Liquid Paper y marcador negro que alguien había utilizado para falsearla, igual que la delantera, pero con menos sutileza. Además, como si fuera poco, habían puesto una especie de antena violeta al costado izquierdo, casi en el baúl -eso aún me resulta incomprensible-.
Saco la llave, la inserto en la cerradura y con un mínimo esfuerzo, abro la puerta. Se ve que no habían congelado también esa parte, definitivamente querían que entrase al auto. En cuanto la giro, dos muchachos no del todo amigables, aparecen frente a mí. Les pregunto de dónde salieron y me cuentan que viven en la casa tomada de la vuelta -jamás había oído de ella, o tal vez si, pero hace mucho tiempo-, mientras no dejaban de adelantarse hacia mí. Dejo la puerta abierta y me alejo con la llave. Me siguen. Uno era grandote y moreno, el otro muy flaco, casi escuálido y con ropas deportivas. Me meto en la verdulería y en cuanto cruzo el umbral la estructura cambia como la perspectiva, y desde adentro es un supermercado. El grandote me mira desafiante, invitándome a salir por las buenas, a lo que respondo con un paso atrás. Se adelanta. Me atraso. Lo miro a los ojos y veo el ardor de la ira reflejada, entonces me doy vuelta y comienzo a correr. Él me sigue, y corremos a través de las góndolas hasta que se me avienta encima y me tira al piso, tras una pared de cristal. Comienza a golpearme y yo simplemente le pregunto por qué. Por qué yo, por qué así.
–¿Porque soy parte activa en la creación de la mierda que te tocó? ¿Por eso?– le digo; y sus ojos se llenaban de lágrimas mientras seguía golpeándome. Entonces decido profundizar el concepto de mi lógica –; yo soy la mierda, yo también viví la mierda de Cromañón y de novias muertas, de amor bajo tierra.
–Vos sos responsable, vos generas toda mi mierda también, ¿qué cargos te corresponden? Sorete. – lo increpé, desafiante y ya sin sentir sus golpes.
El grandote lloraba desconsolado, cubriéndose el rostro y comencé a alejarme despacio. Nunca se levantó, me dejó ir. Pasé por delante del otro que, por lo visto, habrá pensado lo peor y corrió puertas adentro del supermercado -que ya había vuelto a ser verdulería- para ayudar a su cumpa. Pero el auto no estaba. Empecé a caminar por Chacarita, salgo de algún modo a una Álvarez Thomas también distinta, bajo los rayos intensos del sol con la certeza que en el taller mecánico estaría el auto, en proceso de descongelamiento. Se ve que en algún momento Leandro me lo había dicho, y estaba ahí para retirarlo conmigo. Lo veo y el mecánico me pide un comprobante que definitivamente yo no tenía -¡ni siquiera había llevado el auto en primer lugar!-. Le dije que no lo tenía, pero que era ese, señalándolo con el dedo. Me lo entrega, subo y el interior era distinto. Le digo a Leandro que ese era un Ka, que no era mi auto, aunque estaba seguro que había entrado a él. Miré el interior y con una mirada cómplice, dimos por concluida la confusión. Llegamos en busca de un Clío descongelado y nos estábamos yendo en un Ka nuevito que tenía luces de avión. Una epopeya moderna.
Salimos en el Ka con Lea al volante, vaya uno a saber por qué y pasamos por una plaza extraña, llena de gente y circundada por casas tomadas -como la de la vuelta-. Mucha pobreza, fútbol y chicos divertidos, mientras en otro lado las familias hacían colas interminables para vacunarse o recibir comida. Yo, que ya estaba solo y caminando -el auto se habría esfumado en algún momento-, escudriñaba el lugar con desazón y desesperanza, aunque con algo de miedo a que mis recientes amigos me encontrasen y tomaran venganza por mi huída. En tanto, perdido en mis pensamientos, siento que piso algo. Miro y veo un bebé abandonado bajo mi suela y siento la náusea tomando mi faringe por la fuerza, al tiempo que saco el pie con vehemencia. Cuando me compongo, veo que alrededor había decenas de chicos igualmente librados al azar, y madres como montañas, inmutables, petrificadas en su vacío. Salgo corriendo y llego a una estancia, donde los jefes y otras yerbas tenían una reunión de la que, de algún modo era parte. No era netamente laboral, se hablaba de cualquier cosa en un clima jocoso, ameno y divertido. Aplauden en la puerta y alguien sale a ver quién es, y me llaman.
–Que bueno tener el trabajo de este pibe, ¡vive laburando! –acotó, sarcástico, un Voldemort triste, vencido y sin magia, por la visita que me obligaba a abandonar la reunión.
–Bue, porque vos la pasás mal ¿no?… –contesté, y dejé la sala.
Me mira iracundo, y le sonrío, sereno. Salgo a hablar con la gente, viejos conocidos que no puedo recordar, y vuelvo a la calle. Me esperaban el Tano y Rocío, ella del lado del cordón, él en el medio y yo del lado de la pared -vaya disposición-. Volvimos a pasar por la verdulería y, asustado, les conté la historia reciente.
–Tonto, ¿por qué no me contaste?– preguntó Rocío acentuando melódicamente cada sílaba, como cada vez que elegía que su corazón hablase con todo lo que sus palabras callaban.
–Emm, creo que porque no estabas.
–Pero por eso está acá –agregó el Tano–, para que sepas que siempre está, y está dispuesta a quererte y acompañarte.
Ni terminó de decirlo que yo ya estaba al lado de ella. Mirada penetrante entre los dos, conocida y profunda, y entonces se hizo cierta la comprensión de lo ilusorio y la vacuidad.
–Rocío, igualmente vacía, igualmente digna de ser amada, igualmente una próxima Buda –pensé.
Proceso interno, recuerdo y dolor de estómago, las mariposas muertas descomponiéndose en el bajo vientre. Y mientras me mira, tengo la certeza de que puedo comerle la boca, fundirnos en uno, ser inmortales, y volver a la nada en cuestión de minutos. Entonces, me río y sigo caminando; ahora, solo.
Creo que la excesiva comprensión, aunque naciera del más intrínseco dukka, me eyectó una vez más de este lado de la única y verdadera puerta, del puente al más allá, y fui al baño dormitando.
En segundos, sin recordar haber cruzado el umbral una vez más, estaba sentado en mi puesto de trabajo, y ella se acercaba, quizás de paso a buscar café, no lo sabía. Siquiera comprendía si estaba realmente en la oficina o qué estaba pasando en realidad. Más difícil resultaba éste discernimiento, cuando siempre se me había dificultado saber si lo fáctico era real y lo ilusorio mentira, o viceversa. Como fuere, yo estaba ahí -o acá-, y Camila se me acercó. Se paró tras la madera que delimita mi box y me dijo algo que no puedo recordar. Bromeamos unos minutos, y viendo un portal de Internet, vio a alguien que le causó gracia. Un tipo que resultaba ser famoso por haberse acostado con una modelo muy reconocida. El problema es que a pesar de su fama, nadie lo conocía porque en realidad nunca había estado con esta mujer, sino en la línea que nosotros escribíamos. Intuí en su risa un dejo de añoranza, y le pregunté si conocía al desconocido famoso.
–Sí, estuvimos juntos.
–¿¡Cuándo!? ¿Hace mucho? –le pregunté como exacerbando mi costado más chismoso.
–No, o si –se contrariaba indecisa –, da lo mismo.
–Pero… ¿antes de estar con Santiago? ¿Tanto hace?
–Puede ser –respondió sin contestar –, igual no tendría nada de malo si hubiese estado al mismo tiempo que con Santi.
–Con él se mantiene el amor, la pasión pasa por otro lado –agregó, y me miró insinuante.
Yo casi me caigo como los dibujitos japoneses que, de un segundo a otro, están tirados en el piso con cara de idiotas. Me encantaba por donde la mirase, me intrigaba conocerla más, compartir momentos y, quizás, casi diría seguramente, me calentaba otra vez el hecho de lo difícil, las trabas, lo prohibido, la anarquía. La estructura hecha cenizas y nosotros suspirando a su lado, para que no quedasen ni cenizas, ni vestigios, ni nada.
Sé que estos dos muchachos siguieron buscándome, y que yo andaba errante entre el miedo y la tranquilidad, entre el pasado y el futuro, pero sabiendo que los polos se atraen, podría llegar a vagar eternamente por el camino medio. Lo que nunca pude comprender es si esta epifanía concluyente, a modo de resumen ejecutivo de mi sentir al respecto, lo tuve antes o después de volver a cruzar el umbral. Antes de volver al mundo de las mentiras que parecen más reales, de los textos que cuentan lo incontable y del mañana que es tan incierto.
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Mauro Fernández
a las
9:18
martes, 9 de febrero de 2010
CDLXII: Maxi
Hoy es el cumpleaños número veintiuno de Maxi. Ayer -o un día de estos que pasó- soñé que Maxi se moría. La gente dice que soñar que otro muere, es alargarle un poco la vida. La Ley decía que los veintiuno indican mayoría de edad, ahora ya no. La misma gente de antes, dice que para los cumpleaños hay que regalar cosas. Yo me acordé de Maxi. Quizás no de la mejor manera, o tal vez sí. Regalándole un poco más de vida o soñándolo muerto que, para la gente, es lo mismo. Maxi... ¿qué será de vos?
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Mauro Fernández
a las
3:19
jueves, 5 de noviembre de 2009
CCCLXVIII: Mercado de Pulgas
El mercado de pulgas siempre es el lugar preciso. Allí podemos comprar todo, desde lo inherente a nuestra pulsión de subsistencia hasta la idiotez más plena que jamás hubieramos pensado poseer, pero compramos. Compramos y no sabemos donde guardar. Podemos comprar regalos de cumpleaños, presentes de aniversario o el amor de una desconocida que crucemos al salir nuevamente a la calle. Podemos comprar auriculares, caras de muerto y trabajos duraderos. Podemos ser los líderes de la escena musical, donde abundan los managers pero el rock escasea. Llevamos vasos que más que vasos son futuros brindis de las revoluciones que quedan por estallar. Canciones que iluminen nuestros días, besos que eternicen la autenticidad del sentimiento compartido. Compramos muebles para decorar el living de nuestros sueños y cortinas antónimas para ahuyentar la penumbra. En el mercado de pulgas somos los perros infectados que se llevan todo y no tienen nada. Nada más que a sí mismos.
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Mauro Fernández
a las
12:09
lunes, 26 de octubre de 2009
CCCLIX: El sueño no soñado
¿Hace falta explicar la verdad? Lo que se muestra puro y auténtico... ¿merece gastar saliva y energías en ser justificado? ¿Y el amor? ¿No vive de la pregunta eterna que te hace seguir amando? ¿Quién quiere ser primavera cuando flota entre la tromba musical de la hojarasca otoñal? ¿Quién quiere días de sol cuando baila con brazos abiertos saciando su sed de felicidad con cada gota de lluvia, acariciando su rostro en la más dulce soledad? Encerrado en tus verdades, nunca podrías haberla descubierto realmente. Ella es todo el sueño que nunca soñaste.
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Mauro Fernández
a las
2:04
lunes, 27 de abril de 2009
CCXLIV: La noche 18
Inmerso en el insomnio más profundo de los últimos años, ayer soñé despierto sucesiones de hurtos, arrebatos, despojos. Un engaño en un pseudo-remís de La Plata, cuyo chofer, pidiéndome disculpas, me llevaba a una villa aledaña y se hacía con todos mis bienes, dejándome tirado en el piso. Ese, entre otros. Y cuando la escena real se hacía presente, despierto a cada momento, desesperaba incluso peor que en el vívido microsueño reciente. No encuentro, no me encuentro. No me siento cómodo cargado de sentimientos negros y destructivos. Duelen y torturan lentamente. Ayer me sentí más allá del umbral. Me sentí en la noche dieciocho, que siempre quise postergar.
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Mauro Fernández
a las
10:07
miércoles, 26 de noviembre de 2008
sábado, 15 de noviembre de 2008
viernes, 31 de octubre de 2008
LXXX
En su cómodo e imperturbable andar (con la ataraxia de una suave hojita ingenua), sólo alzó la mirada al ver un trozo de bosta meticulosamente moldeado. Sacó las llaves y volvió a maldecir mirando al cielo, ésta vez por la constante y existencial abulia que prevalece en los vecinos de Santa Rita. Al menos, en la simpleza de salir a la calle con una mera bolsa de supermercado para recoger necesiades ajenas, en este caso, las de sus mascotas. Cuidado, no crean que con una bolsa no puede ir uno recogiendo los sueños o las carencias de nuestros hermanos. ¡Claro que podemos! E incluso, existen casillas de cambio donde se compran esas bolsas, en trueque por viejos sueños ya marchitos por la cruel e incesante absorción de un Roca de inexpugnable validez, más allá de lo contradictorio que ésto resulte. Amaro sabía de eso, pero siempre se mantvo al márgen. Casi diría, rozando los ojales de un papel más puro que la cotidianeidad del aire. Enardecido como de costumbre, llegó a su casa sin saber que en la pantalla de su laptop lo esperaba una vasta amalgama de concepciones espirituales y metafísicas, dispuestas a no darle tregua a su angustia existencial, propia de los habitantes psíquicos del Dasein.
Publicado por
Mauro Fernández
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10:00
sábado, 18 de octubre de 2008
LXVI
Se apaga el Viernes, y no acepto que me vengan con eso de que, en realidad, es un Sábado que ya se está encendiendo. Pocos momentos en la vida son tan claros como éste. Pocas veces nos vemos tirados en la catrera, soñando despiertos unas últimas palabras que, en este caso, plasmamos en una computadora. Así es la era tecnológica, que se apodera hasta de la bella previa a nuestros sueños, pero al menos brinda la posibilidad de releerse y, sin arrepentimiento, saber qué imaginamos al caer en un noctámbulo letargo. Teatro para ciegos, comida china/vegetariana, amigos en la puerta sin avisar, café en Nacha... Todo devuelve algo de sentido, por la novedad, digo. Y hubo días en que irrumpí Parque Rivadavia con el amor, los hubo a la orilla del río en Vicente López tratando de olvidar, y los seguirá habiendo, donde y siempre y cuando, la vida disponga. Porque soy su títere, y me reconozco como tal. Parte de este circo al que le crecieron los enanos, pero que pueden aprender a hacer otras cosas bien (posiblemente yendo a la escuela de Derek Zoolander). Juguemos juntos el juego de aprender a hacer otras cosas bien, para dar con esa ínfima pero infinita pulgada de integridad, una pequeña cuota de dignidad al mundo que nos alberga. No estaría de más.
Publicado por
Mauro Fernández
a las
2:59
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