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viernes, 12 de diciembre de 2008

CXVIII

Hay pocas cosas más absurdas que las "cuentas regresivas". Creo que la única, levemente más inútil, es la "cuenta regresiva en el nick del messenger".

Vean el ejemplo de un contacto mío que me exasperó por lo radicalmente extenso de la espera que lo aguarda (si no ven, dice "773Días"):


¿Se dan cuenta? Es vivir de la espera, en la espera, por la espera. Es olvidarse del "Carpe Diem" y acongojarse en algo que posiblemente no llegue a ocurrir nunca. Y aunque lo hiciera, ¿qué hay del sol de hoy? No miramos a nuestro alrededor porque estamos muy concentrados mirando fijo allá, lejos. A ese punto borroso por la distancia y que, de llegar, sería sólo un instante parecido a todos aquellos que no atendimos a su debido tiempo. Mientras ocurrían. Y si tanto me molesta, debe ser porque yo también haga cuentas regresivas, también espere, también esté ansioso por algo. Aún así, me decido a vivir ahora. Quiero abrir las ventanas del manicomio y dejar filtrar los rayos del sol. Porque no espero que me den libertad condicional. Disfruto de la locura y de la ausencia, del jolgorio y los encuentros. De los abrazos y los besos. De los enojos y de las distancias...

lunes, 24 de noviembre de 2008

CII

¡Y después me hablan de libertad! Algo tan volátil, abierto y personal como un blog, ciertamente puede convertirse en un organismo de control. No afecta realmente, cuando no hay de que arrepentirse. No duele cuando es por un bien, e incluso sirve para alegrarse por la popularidad del mismo. Desde Google Analytics, todos los principiantes (o sin conocimientos formados sobre la web 2.0) que estamos en este mundillo podemos saber todo sobre nuestros lectores. Todo o casi todo, pero no un "casi" nada, sino ese "casi" que permite sacar conjeturas. No se arrepientan, sigan firmando, sigan escribiendo, sigan entrando y leyendo. Sólo sepan que la web no es un mundo libre, que todo está regulado. Todo menos los sentimientos.

domingo, 7 de septiembre de 2008

XXIV

Pasada la euforia, tomó el saco que estaba reposando distendidamente en el respaldo de su silla, acariciando sutilmente el suelo pero sin llegar a barrerlo, enrroscó lentamente la bufanda en su cuello y, casi al mismo tiempo, como si tuviese otro par de manos, colocó la negra boina de corderoy sobre su cabello.  Hace años esa boina había dejado de ser un accesorio de su vestir, o incluso un método de protección para sus ideas, del frío exterior. No era ya, otra cosa más que el límite visible de su potencialidad y campo de acción, extinguiéndose en el último milímetro sí mismo. Era un kipá sin religión. Lamentablemente, su juventud no fue capaz de entender esta sumisión, y lo abandonó prematuramente. Y así creció, así maduró: exponencialmente y sin freno. En un vértigo constante, que sólo se contrastaba con su lento caminar y sus suaves movimientos.