El aroma de la tarta
de manzanas había invadido toda la cocina. Ese día Laura se había levantado
temprano, casi al alba. El sol entraba tímido por las ventanas, el otoño comenzaba
a hacerse presente. Suspiró, sin querer que los recuerdos la invadieran. Arregló
las sábanas de su cama, hacía años que era una tarea de lo más fácil. Bajó al
jardín, dejando que la hierba aún con el rocío, le mojara los pies. Fue cuando
vió las manzanas, parecía una propuesta. Sonrió. Volvió a entrar a la casa,
controló de tener todo lo necesario y comenzó a cocinar la tarta. Escuchó los
pasos de Abril, se había despertado.
No había podido casi
dormir en toda la noche, la ansiedad la estaba consumiendo. En pocos días
partiría para Buenos Aires de forma definitiva y su madre se quedaría allí,
sola. Abril no entendía esa terquedad de parte de su madre, ¿qué la retenía
allí? Nada. Eran años que su padre se había ido y ella no había vuelto a tener
otro hombre; ni siquiera un amigo le conocía. Su madre era una bella mujer aún,
y se merecía ser feliz. Laura decía que lo era, allí, entre esos muros, con sus
cosas... sus fantasmas. Abril se levantó apenas escuchó rumores en la cocina,
seguro su madre se habría puesto a cocinar.
La tarta estaba lista,
bastaba se enfriara un poco. Laura deseaba mimar un poco más de lo normal a su
hija esos días. Pronto su niña, ya no más niña, partiría hacia la tierra de sus
orígenes. Sonreía con lágrimas en los ojos pensando en las vueltas que tiene la
vida. Ella había llegado allí de pequeña, y pese a que le costó mucho al
principio, fue allí donde hizo su vida, donde construyó todo lo que era. Y
ahora Abril, su única hija, elegía hacer el viaje de regreso. Volvió a
suspirar, ¿cuántos eran ya esta mañana? ...había perdido la cuenta. Tomó la
tarta y la cortó, se enfriaría más rápido. Se sentía el aroma de su ingrediente
secreto, en todos esos años Abril nunca lo había adivinado, y eso que era
fácil. Pero Laura se lo había escrito; en realidad, eran meses que le estaba
preparando un libro especial, sus mejores recetas. Había comprado un cuaderno
con tapas de cuero y le había hecho grabar su nombre; allí había escrito, con
su mejor caligrafía, las recetas preferidas de Abril. Todos los pasos, los
pequeños trucos y, obviamente, los ingredientes secretos que ella misma usaba.
Sabía que era un regalo que su hija apreciaría, más ahora que estaría tan
lejos.
Antes de bajar a
desayunar, decidió ir hasta el desván, no sabía porqué su madre cambiaba todo
de lugar constantemente; y las valijas que siempre habían estado en el garage,
ahora debía buscarlas allí donde no le gustaba demasiado entrar.
De repente Laura
escuchó pasos en el desván, seguro Abril había ido a buscar las valijas. Su
hija siempre había sido muy impaciente, como si no hubiese podido bajar a
desayunar y luego ocuparse de ello.
No recordaba la última
vez que había entrado al desván y debía admitir que su madre se había hecho
allí un bonito rincón. Tenía sus revistas de decoración que siempre había
guardado; sus antiguas cajas de hilos, esas que habían pertenecido a la abuela;
y sus libros, todos sus libros. Había colocado una alfombra y un mullido
sillón. ¿Cuándo era que había hecho todo eso? Miraba todo como si fuera que
había aparecido allí por magia. Un objeto llamó su atención, se acercó a la
librería para verlo mejor, cuando notó que su madre estaba detrás.
Buenos días... –dijo
Laura abrazando a su hija. Hubieses podido bajar a desayunar, que luego ya hay
tiempo para las valijas.
Buenos días mamá... ya
sabes que no puedo estarme quieta. –respondió Abril girándose y dándole un beso
en la mejilla. ¿Qué es esto? Nunca había visto este cofre, ¿de dónde lo has
sacado?
Por un momento a Laura
le pareció que el tiempo se detenía. Ese era su espacio, así lo había armado,
poniendo atención a cada objeto y detalle que allí se encontraba. Y ese cofre
estaba entre sus cosas más preciadas. Guardaba en él un secreto desde hacia
años, una eternidad le parecía. La emocionaba pensar a aquellos años en los que
él le escribía cada día; sus correos era lo primero que abría al despertar. Ya
luego sus letras la acompañaban durante todo el día. Él había sido una
presencia más allá de cualquier distancia.
Nada, Abril... un
cofre donde guardo algunas cosas de tiempo atrás... –dijo Laura en un tono de
voz casi inaudible.
¿Puedo ver? ...sabes
que soy curiosa. –preguntó su hija, y sin esperar la respuesta abrió el cofre.
Mira... tus aretes de plata!! ...sólo te los había visto en fotos.
Abril sacó una a una
las cosas del cofre, sin notar el temblor en las manos de la madre, ni las
lágrimas que amenazaban en inundar sus ojos. Allí estaban esos aretes que había
usado día a día por tantos años; una servilleta de un bar en Buenos Aires con
el sobrecito de azúcar aún intacto; un viejo billete de tren; una carta que ya
no se leía porque se había borrado la tinta, y donde sólo quedaba la inicial
que la firmaba. Esa G que para Laura era un tatuaje en el alma. Aquel otoño en
Buenos Aires había cambiado su vida. Él lo había hecho. Volver luego a su casa,
a su trabajo, a su rutina, a su marido, había sido la desición más difícil de
toda su vida. Pero él había siempre dejado las cosas en claro, no podían, no
debían. Y aún sabiendo que fue lo correcto, no pasó un instante sin recordarlo.
Ni siquiera cuando tiempo después de su regreso, él dejó de escribirle. Había
desaparecido tan rápido como había llegado, y ella no tenía modo de saber, de
preguntar. Y así fue como intentó comenzar a olvidarlo, metiendo una a una las cosas que la unían a él dentro ese cofre,
Sin embargo, cómo hubiese podido siquiera pensar en olvidarlo, si cada vez que veía los ojos
verdes de su hija era como si lo tuviese delante.