Hoy al llegar a casa sentí
su ausencia más que nunca. Definitivamente ella había sido el amor de mi vida.
Lo era. Aún hoy, ahora, lo es, estoy seguro.
Recuerdo el día que
entró por primera vez en mi panadería. Se había mudado hacía poco al
barrio. Nadie sabía nada de ella, yo menos, pero no me importó. Me bastó ver
cómo se movía su falda al compás de sus tacones. La brisa que jugaba con la
solapa de su camisa, mostrando su escote. Abierto lo justo, un poco más hubiese
sido indecentemente provocador. Quise atenderla yo mismo, casi podía adivinar
qué me pediría. No era de dulces, de hecho quiso unos pancitos con semillas.
Deberías probar
estos... –le dije ofreciéndole unos grisines con sésamo.
Gracias... –me respondió
tímidamente, pero sonriendo de una manera que hizo que el resto de las personas
allí dentro desaparecieran al instante. ¿Cuánto le debo?
Nada. –le dije mientras
le colocaba todo dentro una bolsa y me aseguraba que llevara la tarjetita del
local con los números de teléfono. Es un regalo de bienvenida al barrio,
faltaría más.
Volvió a sonreír,
sonrojándose apenas. Eso me volvió loco, y supe que existía el amor a primera
vista. Se giró, saludó y se marchó.
Continuó a venir
dentro la panadería día tras día después de esa primera vez. Llevaba siempre lo
mismo, y siempre la atendía yo personalmente, colocándole en la bolsa alguna
nueva especialidad para que probara. Parecía una danza de cortejo y seducción.
Hasta que un día junté coraje y la invité a salir.
¿Qué te parece si esta
tarde cuando cierro aquí, te paso a buscar por donde me digas y nos vamos a
comer y tomar algo por ahí? –pregunté casi sin tomar aliento, temía que si
hacía alguna pausa no sería capaz de terminar.
La ví que dudaba y no
entendía porqué, en definitiva no le estaba proponiendo nada malo.
Podría ser... –me respondió
finalmente. Vendré yo hasta aquí, lo prefiero; dime a qué hora.
No me pareció lo más
correcto, ni muy caballero de mi parte, pero se lo dejaría pasar por esa vez,
ya luego tendría tiempo de que entendiera.
Pese a toda mi
simpatía y mis esfuerzos por hacerla sentir cómoda, ella mantenía la distancia.
Sentía que había algo que la hacía desconfiar. No me importaba, me había
enamorado y la conquistaría. Ella terminaría amándome, sabía que lo haría, no
podía ser diferente.
Pasaban los días, las semanas, y continúabamos a salir aquí y allá, pero nuestra situación no
cambiaba demasiado. Yo le había demostrado más de una vez lo que sentía y
hubiese jurado que era más que obvio. Como cuando casi la obligué a ponerse mi
chaqueta para que no anduviese tan destapada por la calle, no deseaba se
enfermara tampoco. O como cuando le quité el cigarrillo de la boca, diciéndole
que no debería fumar, sería un pecado arruinarse de ese modo la salud.
Esa
noche no decía nada, sólo me observaba. No supe decifrar esa mirada, pero la noté cabreada. No
deseaba pelear y la convencí para ir hasta la panadería. Era domingo y a esas
horas ya estaba cerrada hacía rato, y hasta el martes a la madrugada sería toda
para nosotros.
Me costó. Al inicio no
quería, no entendía el sentido, deseaba terminar la velada allí y basta. No
podía permitirlo.
Vamos niña, que no te
pongas así, que sólo quiero cuidarte... –le decía mientras entrábamos al local.
Tú sabes que me he enamorado de ti... que haría lo que fuera por ti...
Mario, por favor...
termínala ya... –dijo con cierto fastidio y mirándose alrededor. Creo que esto
ha llegado demasiado lejos.
¿Lejos? –pregunté perplejo.
Pero si esto apenas ha iniciado mi niña.
Odio que me llames
así... –dijo dándose la vuelta. No soy tu niña, soy una mujer adulta y libre...
ya te lo he dicho Mario, ya he pasado por muchas y no volveré a cometer ciertos
errores, no deseo enrollarme, ni contigo ni con nadie...
Pero ¿qué dices
dulzura? –le dije mientras me acercaba para abrazarla. Te he dicho, te amo y
nada ni nadie podrá separarnos.
Basta Mario... –y trató
de soltarse de mis manos que la sujetaban con fuerza por los brazos. Tú no
estás bien... apenas nos conocemos y hemos salido unas cuantas veces, pero nada
más... ni amor ni nada... esto acaba aquí... creo que me marcharé, he siempre
querido vivir en la playa...
(...)
No recuerdo
exactamente qué pasó después. Todo había sido sólo un mal entendido. Ella no se daba cuenta cuánto la amaba, y yo sólo deseaba cuidarla.
Habían pasado unos meses
desde aquella noche. A último momento había decidido cerrar la panadería y
tomarme unos días de vacaciones. Ya de madrugada, apagué los hornos y le dejé
un mensaje en el celular a la señora que me ayudaba en el local.
“María, me tomaré unos
días de descanso, los necesito como me dice siempre usted. No se preocupe por
nada, he dejado todo limpio en la panadería. Me iré a la casa del mar. Nos
vemos a la vuelta.
Mario.”
Y hoy, entrando a casa
sentí su ausencia. Ella, que aún sin quererlo, lo había sido todo, que todavía hoy era todo para mí, me hacía falta.
Pero yo no me equivocaba, nada ni nadie podría separarnos porque yo la amaba, la amo.
Sonreía mientras pensaba en ello y agregaba un poco de mi arena especial a la pequeña
pecera marina. En definitiva, a ella le gustaba el mar y ¿qué no haría yo por
hacer feliz a mi niña?