Maximiliano había sido un profesor ejemplar. Cuando comenzó su carrera como educador, treinta años atrás, se había caracterizado por su atención y paciencia. Oía los problemas de sus alumnos, los consejos de sus compañeros más experimentados y, en la reunión semanal de docentes, la charla del director del instituto sin generar conflictos. No todo lo que se decía le parecía bien, pero eso nunca le había supuesto un problema para hacer sentir a los demás escuchados. Durante años, las quejas de los alumnos se repitieron promoción por promoción. La mayoría exigía mayores calificaciones, pero el compromiso y el esfuerzo nunca fueron acordes a sus exigencias. Sus compañeros de trabajo parecían estar muy quemados del sistema educativo: gritaban al hablar del nefasto progreso de los estudiantes y, abatidos, se decantaban por utilizar métodos incoherentes. La institución era un caos. La mañana de su cincuenta y siete cumpleños, sin embargo, algo cambió dentro de él. Su rechazo al caos no f...
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