No había nadie más en el pasillo. Una inocente anciana en apuros y, junto a los embutidos, a par de metros de distancia, un hombre lo suficientemente educado para ayudar a quién lo necesitara, eran los únicos clientes allí. La anciana, pequeña para las estanterías tan altas del supermercado, no podía alcanzar una de las bolsas de panes de un estante. Sin suerte, trataba de estirar su brazo desesperadamente, tentando a los estrepitosos desenlaces. El hombre, que la miraba de reojo vaticinando el caótico final, no aguantó tanto suspense, y se acercó a ayudarla. Estaba haciendo lo correcto, pensó. El karma se lo pagaría. Cuando dio el primer paso, la anciana lo miró tal y como si lo hubiera estado esperando toda una vida. Le extrañó. Y esta dijo: —Gracias, hombre. Últimamente, falta gente así en el mundo. No lo iba a negar. Él compartía la misma idea. Y, de pronto, cuando estiró la mano para agarrar la bolsa, sintió un terrible dolor a la altura del estómago. Bajó la vista, con...
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