El cuarto estaba vacío. No había ni muebles, ni ventanas, ni puerta…, todo había desaparecido. Lo que un día fueron grandes paredes, construidas por las manos de la experiencia y la paciencia, curtidas por las torpezas y las desilusiones, habían dejado de ser. Su color verde esperanza se había convertido en triste negro, perdiendo la esencia, el impacto que creaba a simple vista aquel particular pigmento. Ahora ya nadie lo podía ver, entre otras cuestiones porque la elegante y clásica lámpara de araña que un día colgó del techo se había evaporado, impidiendo observar lo que la oscuridad estaba consiguiendo matar, y la noche, a través de la ventana, trataba de dar descanso. Los arquitectos habían perecido, y los dedos que un día crearon ahora se limitaban a dejar en el olvido. Ya no quedaban esperanzas, hasta que un buen día, de un lejano lugar, unas nuevas manos se presentaron para regenerar lo huido. Poco a poco todo volvía a cobrar sentido. Con perseverancia las ventanas volvie...
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