El sol se ocultó. Despareció del horizonte demasiado pronto. Se esfumó sin solemnes despedidas, sin avisar al menos antes de su adiós. No tenía reloj que me diera la hora certero. Tampoco me avisaron de que fuera necesario tenerlo. Lo comprobé aquel día, cuando en la oscuridad lloré sin querelo. Entendí la necesidad de disfrutar los fugaces instantes de calor, antes que las manecillas nos lo arrebatasen sin compasión. Hacía frío. También llovía y, entre las gotas, el llanto se camuflaba en su camino al piso, como un hilo fino. Ni siquiera la tierra reconoció mi quejido. Eso fue lo que más me dolió. Pues siempre supuse que bajo mis pies se distinguiría que estaba roto. Pero no. Jamás ocurrió. Jamás sucedió que me rescataran del duelo. Jamás viví esa salvación. Quería gritarlo, también mostrarlo. Pero, ¿merecía la pena intentarlo? Al final, comprendí que era mejor no hacerlo. Entendí que cada uno tenía su momento. Comprendí que cada uno vivía su amanecer y su anochecer, y nadie iba a det...
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