Estaba tumbado en su cama junto a un pequeño libro de bolsillo y un cigarrillo, cuando se comenzó a escuchar un viento iracundo azotar los ventanales de la habitación. En la azotea, donde desde hacía más de treinta años no había cambiado nada, una veleta de metal oxidado producía un sonido aterrador que mantenía a Atli despierto. Pese a que sus expectativas, al igual que todos los días, eran quedarse dormido, la noche se le avecinó larga y tediosa. No había peor enemigo que el viento, sobre todo cuando la mayoría de las casas del barrio contaban con más de cincuenta años y, pese a su indudable calidad en un pasado, no eran capaces de soportar los caprichos del tiempo.
Aún sin lograr conciliar el sueño, y cuando el reloj marcaba las cinco de la mañana, Atli se levantó de la cama y telefoneó a su psicóloga.
- Oiga - le dijo al oír su voz al otro lado del teléfono - Creo que tengo un problema grave.
-¿Qué ocurre ahora? ¿No puedes llamarme en otro momento?
-El viento es lo que me ocurre y, en respuesta a la segunda pregunta, desde luego que no. Si sigo así no voy a poder ir mañana a trabajar.
-¿Y donde esta el problema? -preguntó
-En que necesito ganarme el dinero, ¿sabe?
-Ya veo... -añadió su madre harta de tanto parloteo - Escucha hijo ponte ya a dormir, y no me llames cuando me tienes al otro lado de la casa. La próxima vez molestate al menos en mover un poco las piernas...
-Pero mama...
-Ni mama ni leches, buenas noches.
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