Santiago me pareció hoy una gran capital. No porque lo sea, que cada vez lo está siendo más, sino por la actividad bulliciosa -al menos en comparación con Ferrol- y hasta por la inseguridad. Santiago está convirtiéndose en otra ciudad, que es por derecho propio el centro de la vida gallega. Bien, me pareció bien.
Pero antes de ir a mi cita en el "Derby", pasé cruzando entera la zona vieja. Qué gusto da adentrarse en esas calles estrechas, en las que mires donde mires siempre hay algo bello, una ventana, un detalle en el suelo, un cartel, una torre de alguna de las muchas iglesias, una portada renacentista, un claustro barroco... Pasé por dentro de la Catedral. Crucé desde Azabachería hasta Platerías, pasando por la girola, y entrando antes en la Corticela, que estaba abierta. Se siente uno en paz, renovado. Las fachadas que se ven desde Platerías, al salir bajo los tímpanos románicos, pegan un golpetazo tan brusco de belleza inabarcable que casi aturde.
Después de estar entre estas calles y edificios, donde hasta el Banco de España desentona por feo, pese a ser una construcción notable, se hace difícil volver a las zonas nuevas, los muros de cemento y las uralitas.
Hace tan sólo 100 años, el paseo por una ciudad cualquiera estaba jalonado de belleza: la belleza humana (esa no la hemos perdido del todo, pese a las modas absurdas que castigan los atributos normales de hombres y mujeres), pero también la belleza de las ropas, de los edificios, los colores de las paredes, los empedrados, los rótulos, los vehículos... Todo eso, que hoy tiende siempre a lo cutre, a lo feo, en tiempos no tan lejanos se cuidaba, buscando armonía formal. Como se suele decir, se hacían las cosas "con cariño", "con mimo".
Por eso, tras estas visitas a lugares bellos, a exposiciones con grandes obras de arte, a lugares naturales... y regresar a la normalidad fea, ramplona, del día a día, me pregunto por qué
en nuestra época, con todos los avances que tenemos, no somos ya
capaces de igualar la belleza de las cosas antiguas. ¿Tan difícil es, con máquinas que tallan la piedra como si fuese manteca, con pinturas que soportan a la intemperie, colores brillantes inimaginables en el pasado... tan difícil es, digo, crear belleza? Y no sólo no creamos belleza, sino que la poca que queda, natural o creada por los seres humanos, la destruimos indolentemente, como todo lo demás, sin siquiera decir "¡eh!". Me parece que
demostramos ser abandonados, cobardes, pusilánimes, inútiles, vagos. Qué vergüenza tendríamos que estar sintiendo: gente con una educación muy básica al lado de la nuestra, con herramientas que hoy resultan ridículas, hicieron cosas más valiosas y sutiles que todo lo que hoy podemos ver paseando por la calle. Los artistas, los que de verdad lo seamos, deberíamos dejarnos de macanas, de tanto discursito y tanta innovación que ya no sorprende ni a los monos del Zoo, y ponernos a crear belleza, a intentar hacer del mundo un lugar habitable al menos en lo que nos toca. ¡Hay que recuperar casi un siglo de abandono, de descuido!
Cuánta razón tenía Hundertwasser, hace ya cuarenta años.