Mostrando entradas con la etiqueta viajes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta viajes. Mostrar todas las entradas

domingo, 5 de septiembre de 2010

Sueño...

Por Rufino Pérez
Desde aquel lunes de Aguas, no se había vuelto a ir de picos pardos. Y lo cierto es que lo necesitaba...Aquellos ojos, la suave sonrisa, el atardecer entre brumas de fiesta que más bien parecía un conjuro para echar fuera los males, las fiebres, las pestes y todo lo que no fuera alborozo y vino, mucho vino...

No recuerda bien cómo de entre la marea de lances y requiebros había surgido aquella belleza que se ocultaba bajo una capa de desaliño y hambre, cómo se había acercado a él predestinada, impelida por las ganas de huir de los últimos brazos abrazadores y rudos, cómo se habían volcado el uno en el otro y cómo tuvo que defender su trofeo escondiéndolo de la avidez de la marea buscona.

Y tampoco recuerda cómo la perdió. Pero sí, claro, ahora saldría a buscarla, sólo a ella, sólo a ella.... Y se volvió a dormir.

(Martes después de Pascua. Salamanca, 1550)

miércoles, 29 de julio de 2009

UNA IDEA ORIGINAL

Por José G. Obrero

Entonces tomó la nota y la miró al trasluz como buscando rastros de una caligrafía oculta

Cuando él entró en la oficina de información turística sólo buscaba pasar la tarde en esa ciudad. Se encontraba de camino hacia su destino definitivo y decidió detenerse al ver aparecer su perfil calcáreo tras una colina. Besadora, ummmh, este nombre vale una visita, y giró el volante cuando vio el desvío que la anunciaba a tan sólo dos kilómetros.

repasó la nota de nuevo intentando descifrar aquellas palabras que el forastero había escrito con infinidad de errores por cuestiones de idioma y sonrió…

Localizar la oficina no le resultó difícil. El centro de la ciudad estaba bien señalizado y al llegar a él aparecieron los carteles que anunciaban la Catedral, la Plaza de Santa Lucía, restaurantes y hoteles y por supuesto, la oficina. Antes de entrar preparó mentalmente una lista de necesidades y dudas en el idioma local para perder el menor tiempo posible: “necesitaría un mapa de la ciudad” “¿Qué puedo visitar?” “¿Dónde me recomienda comer?” y abrió la puerta acristalada.
No había nadie dentro, ni visitantes ni trabajadores. Sin embargo, comprobó que un ordenador estaba encendido. Echó un vistazo a los folletos que había encima de la mesa y se sentó en la silla destinada al público. A los pocos minutos la puerta se abrió y apareció una chica con un café en un vaso de plástico.
–Hola, ¿llevas mucho rato esperando?- Le dijo ella con una sonrisa enorme, casi sincera.
Ella ocupó su puesto y con exquisita profesionalidad le mostró un mapa, marcó con equis aquellos lugares que el viajero no podía perderse en Besadora y lo acompañó todo con explicaciones detalladas, anécdotas, historias y leyendas, estaba claro que a ella le apasionaba su ciudad, “es un lugar maravilloso”, “es un rincón único”, “la plaza te va a enamorar”. Y sí, pensó él, la primera persona que te recibe en una ciudad nueva pasa a ser una suerte de embajadora, de personificación de calles y edificios y Besadora le estaba gustando cada vez más.

Observó el trazo nervioso de la caligrafía marcadamente inclinada hacia la derecha y con picos exagerados en las eles y las pes…

Hacia rato que el viajero no estaba concentrado en la explicación que había pasado a ser un rumor de fondo que acompañaba una boca carnosa, unos ojos vivaces y rasgados, uñas pintadas de rojo y enormes pechos que se agitaban al reír. Ni si quiera se dio cuenta de las veces que ella tuvo que hacerle esta pregunta: “¿te gusta la música clásica? ¿Te gusta la música clásica? Perdona: ¿te gusta la música clásica?” “Eh, ah, sí, en general, sí, claro”. “Pues esta noche las principales plazas del centro histórico tienen conciertos gratuitos, solistas, tercetos, orquestas, dependiendo del lugar. Toma, aquí tienes la programación”. “¿Tú piensas salir a ver algo esta noche? Podríamos ir juntos” esta era la pregunta que no llegó a pronunciar y que se quedó atrapada en las cuerdas vocales. Pensaba esto mientras recorría las calles, imaginaba todas las letras del alfabeto intentando soltarse de esa maraña, escalando deprisa por su garganta para componer la pregunta no formulada. Sin embargo sí fue capaz de preguntar su nombre: Ágata (una Ágata, eso sí, con pechos, pensó).
La tarde transcurrió en Besadora y el viajero no se había marchado, ensimismado en las pruebas de sonido para los conciertos de la noche y albergando el deseo bastante improbable, de encontrarse a Ágata por las calles, sola, vestida con un traje de noche, el pelo suelto, caminando hacia él con una de sus sonrisas. Nada de eso sucedió y cuando se fue a dormir comenzó a planear la manera de volver a verla y hacerle la pregunta (joder, si es muy sencillo, no pasa nada) que no tuvo el valor de formular. Llegaría a la oficina y, para que no resultase muy brusco le daría las gracias por sus explicaciones y recomendaciones “me encantó el restaurante que me dijiste. El concierto en la plaza de las Lilas fue una maravilla. Quería darte las gracias por todo. Oye, esta noche pienso quedarme, ¿Por qué no me acompañas? Si te apetece, claro”.
A la mañana siguiente se dirigió a la oficina con su estrategia estudiada y ensayada varias veces. No estaba nervioso, eso daría más credibilidad a su interpretación. La oficina estaba abierta pero el lugar de Ágata lo ocupaba un chico. “Hola, venía a saludar a Ágata”, “Ágata no trabaja hoy, se ha pedido el día libre”. Durante unos minutos se vino abajo, todo el andamiaje se había desplomado. Una nueva idea cruzó por su cabeza, algo que podía llamar la atención de Ágata y hacerla sentir especial. Sí, una mujer no resiste a eso, y si ella reacciona (qué lo hará) regreso, todavía me quedan muchos días de vacaciones. Pidió al chico de la Oficina papel y bolígrafo y comenzó a escribirle una larga nota agradeciéndole la explicación, detallándole sus actividades de la noche anterior y finalmente, entrando en lo personal con delicadeza “me gustaría tener la oportunidad de ver Besadora contigo. Me gustaría que me acompañaras. Si te apetece la idea aquí te dejo mi teléfono”. Salió de la oficina con el pecho henchido de placer, orgulloso de sí mismo, de sus recursos y sobre todo de su valentía.

Tras esto dobló la nota por la mitad y la depositó en una bandeja atestada de ellas. “Otra más” le dijo a su compañero resoplando.

martes, 28 de julio de 2009

El turista un millón novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve

Por Carlos Rull

El pegajoso calor y la inherente pereza veraniegos han paralizado mi pluma. Incapaz, por lo tanto, de inaugurar esta semana del viaje y el viajero con un relato a la altura de las circunstancias, me veo en la triste necesidad de recurrir al inagotable pozo de frikismo virtual para regalaros este impagable éxito veraniego: sin palabras.



Y, puestos con los grandes éxitos de la cultura viajera hispánica, no podríamos dejarnos esta joya:



Y acabo este lamentable post con algo un poquito más... En fin, más algo. Este tío baila la misma chorrada en cada lugar que visita: consiguió que le acabaran pagando por hacerlo y encima acabó logrando que un montón de gente bailara la misma idiotez con él. Y el vídeo y la música son...originales.



Ala, feliz verano.

martes, 8 de mayo de 2007

Mostar, la ciudad herida.

Por Carlos Rull

Tuve oportunidad de escaparme unos días a Dubrovnik durante las fiestas de Semana Santa. La ciudad croata, la Perla del Adriático, es un bellísimo rincón que no aconsejan visitar en verano – los cruceristas estivales atiborran hasta lo indecible el casco antiguo – y desde el cual se pueden realizar interesantes excursiones: la impresionante bahía de Kotor en Montenegro, las tranquilas islas del Adriático (Korčula, las Elaphite, Mljet,...) y, sobre todo, Mostar. Ciudad de la que hace unos días, por cierto, se retiraron las tropas españolas que llevaban allí desde 1992. La presencia militar nunca es deseable, pero tal vez, sólo tal vez, la retirada parcial de las tropas internacionales en Bosnia sigue siendo precipitada. Llegamos muy tarde y quizá nos vamos demasiado pronto.


Mostar. La ciudad cuyo nombre, junto con el de Sarajevo, sirvió durante meses y años, entre regueros de sangre, para abrir telediarios e ilustrar portadas de periódicos mientras Europa y occidente asistían impasibles – aunque, eso sí, muy indignados – a la masacre. Mostar, a la que los turistas – como yo – acudimos como moscas en busca – dicen - de su reconstruida belleza histórica, de su legendario puente “de la reconciliación”, de sus mezquitas, de su Gran Bazar, de su antigua belleza que descansa cabe el manso discurrir del Neretva. En realidad – a qué disimular – acudimos en busca de las huellas y los ecos de la guerra civil más reciente de Europa. Como dijo Elias Canetti, el viajero lo tolera todo porque todo es nuevo, “los buenos viajeros son despiadados”. Quizás sea morbo, a lo mejor lo hacemos por conciencia histórica, tal vez por mera curiosidad, incluso puede que algunos lo hagan por solidaridad. Sus habitantes lo saben y por eso en las numerosas tiendas de recuerdos y souvenirs que atiborran el casco antiguo uno puede encontrar casquillos de bala de todos los calibres convertidos en bolígrafos o candelabros, cascos, máscaras de gas, guerreras, parches de tela con mil símbolos y escudos, banderas, y todo el repertorio que podría esperarse encontrar entre los restos de la destrucción.

Mostar, que se ve en una mañana pero que podría darnos experiencias para escribir un libro. Al lado del flamante puente nuevo, de la brillante y pulcra reconstrucción del Stari Most, destruido salvajemente por la artillería croata e inaugurado a bombo y platillo por la UNESCO en Julio de 2004, aún se observan los restos de la batalla en algunas fachadas. Al final del puente, una escalofriante exposición fotográfica nos muestra lo que quedó de la ciudad tras la guerra. Luego, sólo es necesario alejarse un poquito de las dos o tres calles turísticas para hallar los aún visibles y numerosos estigmas de la mutua matanza. Esas son las cicatrices visibles: aún son mucho peores otras que apenas pueden percibirse.

Escribió Thomas Mann que el viajero se caracteriza por la ausencia de responsabilidad, que se deja llevar por el viaje mismo porque sabe que mañana “abrigará sus alas y volverá al orden acostumbrado”. Esa era mi limitada perspectiva. Además, sólo pasé en Mostar una mañana. A pesar de todo ello, percibí con claridad la tensión que aún se palpa en el ambiente, la tristeza que aún recorre muchas calles y habita – inconmovible –en muchos rostros. Lo percibí en cuanto cruzamos la frontera: en los primeros pueblos de Bosnia cercanos a la frontera con Croacia, muchos edificios exhiben con desafío la bandera del país vecino. Luego, ojos que desvían la mirada, ojos perdidos, ojos tristes, ojos doloridos. Y un paisaje de edificios y almas quebrados.

El río divide la ciudad y a sus gentes en dos orillas y no sólo físicamente, y el flamante puente con que Europa quiso simbolizar una posible reconciliación no las ha acercado más. Croatas y bosnios, musulmanes y católicos, y al principio del conflicto, el ejército federal, los serbios ortodoxos y los chetniks, ultranacionalistas serbios. Ahora croatas y bosnios comparten la ciudad en tensa calma, pero no conviven en ella. El puente es centro de una ingente actividad turística: los visitantes se detienen en él para disfrutar de un maravilloso paisaje sobre las esmeraldinas aguas del Neretva y asistir alegremente a los tradicionales saltos al río de algunos jóvenes del lugar – ¡qué contraste visitar luego el bulevar que fue línea de frente entre croatas y bosnios durante la guerra, sólo muy parcialmente reconstruido! -. Pero alrededor de esa alegría, la división y el horror son aún patentes. En lo más alto del monte Hum, promontorio desde donde se bombardeó y destruyó el puente, se alza ahora una enorme y desafiante cruz, desde la cual se contempla cómo los minaretes y los campanarios compiten entre sí por dominar la ciudad. Las ensordecedoras campanadas de la enorme catedral del lado croata rivalizan provocativamente con las llamadas del almuecín. Gentes que vivieron y convivieron en paz durante años acabaron sumidos en un odio visceral y fanático que les hundió en el más lóbrego y terrible de los infiernos, y viven ahora un radical resquemor que, entre otras muchas cosas, obliga a los niños a ir por turnos al instituto para no mezclarse. Y tantas otras cosas. Ya dije antes que las heridas que no se veían son infinitamente peores.

Entretanto, en Darfur, otro matanza no tan diferente de la de los Balcanes continúa, a pesar de los acuerdos de “paz”, ante la permanente impasibilidad de Occidente. Claro, es África, no Europa. Y el oleoducto no corre peligro.


NOTA A PIE DE PÁGINA:
Para no olvidar, os recomiendo dos testimonios escalofriantes de la guerra de los Balcanes: el cómic Fax from Sarajevo y la película Las Flores de Harrison. Además, en los siguientes enlaces encontraréis más información escrita por otros visitantes a Mostar.
http://mayunesa.blogspot.com/
Testimonio de un soldado español
Diario de viaje de Sele
Los papeles de Boris
Mostar 2000: video en Youtube.

martes, 17 de abril de 2007

TÉ DE MODA




Por Carlos Rull

En el hipermercado al que acudo quincenalmente en busca de provisiones he observado un fenómeno que supongo generalizado. Lo que antes era un pequeño rincón al final de la estantería de los cereales, colacaos, cafés y azúcares, se ha convertido últimamente en una estantería entera dedicada a mil tipos diferentes de infusiones y tés. Combinaciones cada vez más extrañas y exóticas pueblan la sección de infusiones con nombres cada vez más y más “ingeniosos”: “té belleza”, “té juventud”, “té relax”, “Purifica tea”, “Eterny tea”, “Mix-té”, “té sin teína”, y al final, “té sin té”. Aparecen además en la sección de refrescos variedades incontables de té frío al sabor de tantas frutas como se quiera. Las infusiones se suman así a la moda sacra que sitúa en una alimentación químicamente sana e industrialmente equilibrada nuestra salvación. Al bífidus, el actimel y el danacol y a todas las demás panaceas curativas que suplirán la falta de ejercicio y compensarán nuestros excesos gastronómicos se suman ahora mil y una infusiones enriquecidas de mil y una formas.

El té, convenientemente envasado y hábilmente adaptado a las necesidades y obsesiones occidentales, se pone de moda. Esto me recuerda algo que me explicó, en macarrónico inglés, un simpático camarero en una tetería de Estambul. En esa ciudad es ya costumbre que los turistas se atiborren de un infecto té con manzana que se promociona como bebida tradicional turca. Según aquel camarero, en Turquía nunca se ha consumido tal bebercio. El auténtico té turco tradicional es un té negro de sabor muy fuerte que no suele sentar bien a los delicados paladares de los demás europeos. Análoga bola comercial se extiende ahora a nuestros supermercados.

El té es, desde hace centurias, una parte fundamental de muchas culturas, un hábito de fuerte arraigo social que cruza fronteras y que viene rodeado de un apacible y fascinante ritualismo, de los rescoldos de una antiquísima trascendencia espiritual y poética. De sobras son conocidos las tradiciones japonesas, indias, árabes y chinas en torno a esta bebida: armonía, reverencia, pureza y calma son los cuatro principios que rigen la ceremonía japonesa. El origen del té (del étimo chino “chá”) se sitúa, según las leyendas, hacia el 2700 a.C., cuando unas hojas de esa hierba cayeron por azar en el cuenco en el que el sabio Shen Nung hervía su agua para comer. El té devino durante siglos una bebida rodeada de una fuerte espiritualidad y un cargado simbolismo misticista de pureza y recogimiento. Bebida vinculada a la meditación religiosa y a las complejas reglas sociales de las clases altas, se convertiría siglos más tarde en la bebida más popular de China. Allí es habitual ver a trabajadores, estudiantes o viandantes andar todo el día con su termo de té verde a cuestas, y no es raro que al pedir agua en un restaurante te sirvan directamente en su lugar una tetera bien llena.

Mi vida como consumidor compulsivo de té empezó hace unos años, en Polonia, donde alguien me acostumbró a esa infusión, enriquecido su sabor con una ramita de canela y una nube de leche. Desde entonces, el té se ha convertido en compañero inseparable de mi dieta. Por otro lado, su sabor se ha converrtido ya en un disparador de recuerdos y sensaciones del que no quisiera prescindir: el té con menta en una barraca bajo las cataratas de Ouzoud, en Djema El Fna o en las teterías de las cuestas de Granada, el té verde en los bares y restaurantes de Hangzhou, el fortísimo té negro de Estambul, la misteriosa tetería del hutong de Pekín donde me enseñaron todo el ritual tradicinal, el té acompañado del afrutado tabaco de la “narguile” o “shisha” en Khan El-Khalili o en los alrededores del Gran Bazar, el Earl Gray en un pub del Soho londinense o en un restaurante irlandés... Además, para hacer té sólo se necesita una tetera, una buena hierba y algo de agua.

El té es símbolo de hospitalidad y centro de una parte importrante de la vida social en muchísimos países. Para las muchachas saharauis, el juego de té es una de las posesiones más valiosas de su ajuar. A casi cualquiera que haya viajado a un país árabe le habrán intentado engatusar en algún comercio de alfombras árabe invitándole a un té acompañado de una aparentemente inofensiva conversación. Me explicaron en Marruecos que un antiguo dicho da sentido a los tres vasos de té que está obligado a aceptar el huésped ante una invitación: el primero vaso es amargo como la vida; el segundo, dulce como el amor; el tercero, suave como la muerte.

Algo entre misterioso y fascinador tiene, en fin, esta bebida que ha originado a su alrededor tantas costumbres y tradiciones milenarias, tantos hábitos y rituales de orden espiritual y social. En todo caso, la versión edulcorada que atiborra las estanterías de los hipermercados lo transforma en un producto más de la entrañada y benefactora trama multiempresarial que, preocupada exclusivamente por la salud y el bienestar de los consumidores – pues eso sólo somos -, se ha empeñado en hacernos llevar una vida más “sana”. Y otro día hablaremos del vino.


Permitidme acabar esta semana con un radical cambio de tema y dedicar un sincero homenaje al maestro Vonnegut: en paz descanse nuestro hombre sin patria o, cuando menos, que pueda escupirle a gusto al mundo y a Bush desde donde esté. Kilgore Trout no ha tenido tiempo de escribirle un epitafio adecuado así que recojo una frase del propio Vonnegut: “A lo único que he aspirado es a proporcionar a los demás el alivio de la risa”.
Ahora sí: hasta la semana que viene.

martes, 23 de enero de 2007

Pizza y tópicos


Por Carlos Rull
Londres. Pizzeria Soho, en el barrio ídem. Diciembre de 2006. Es un lugar agradable y muy concurrido. Buena comida italiana con cierta originalidad en los entrantes, precios asequibles, música en directo. Un local sencillo pero de moda tanto entre los londinenses como entre los foráneos. Nos plantamos allí un viernes por la noche. El grupo es bueno, un jazz acústico tocado con estilo. El maitre, muy atento, nos ofrece enseguida una pequeña mesa cerca de la barra y nos trae la carta. El lugar está abarrotado y toca apretujarse un poco, pero no nos importa, sabemos que cenaremos bien y que el ambiente será agradable. La carta tiene buena pinta. Leerla, comentarla, escoger, ponerse de acuerdo para probar el máximo número de platos posible sin salirse del presupuesto, un vino barato, pero no, eso no existe en Londres, un par de cervezas, pues. Todo nos lleva unos cinco minutos. Dejamos las cartas cerradas encima de la mesa y esperamos un camarero.

Pasan cinco minutos. El primer waiter que responde a nuestros gestos lo hace sólo para indicarnos que nuestra mesa la atiende otro, uno con bigote varias mesas más allá. Pasan cinco minutos. Diez. Doce. Quince. Nos lo tomamos a risa, pero la conversación está tendiendo peligrosamente hacia el sarcasmo. Veinte. El bigotes ya ha atendido a un par de mesas que se han sentado después que nosotros. Veinticinco minutos. Las risas ya son directamente sarcásticas. Está cobrando a la mesa de al lado y es lo más cerca que ha estado de nosotros en todo este rato, así que aprovechamos la ocasión y enfatizamos la insistencia de nuestros gestos. El tipo responde con un gesto algo despectivo que quiere decir algo así como “No puedo partirme, os esperáis”. Con ese gesto tan antipático y huraño consigue que le identifiquemos repentina y simultáneamente como un clon de cierto expresidente del gobierno español, todo un descubrimiento.

Cinco o diez minutos más tarde se acerca a nuestra mesa y sus primeras palabras, en inglés algo macarrónico, son “sois españoles, ¿verdad?”. Lo dice tan desabrido que ahora sí que es idéntico a josemari. “Yes, but we speak english”. La sorprendente respuesta es: “no, si es que os he hecho esperar porque sois españoles, y los españoles no dejáis propina”. Nos reímos, claro, el tipo está de broma. Uno de nosotros le responde “bueno, después de esto seguro que no tendrás propina”. Su reacción es sugerir, muy circunspecto y orgulloso, que en ese caso tal vez queramos seguir esperando. Pues no, no está de broma. Los que aún sonreíamos dejamos de hacerlo. En una situación así tienes pocas opciones: llamar al maitre, indignarte y montar un número, iniciar una absurda discusión con el waiter con la inútil pretensión de conseguir que acepte que es imbécil o, por último, tomártelo a risa. Nosotros optamos por todas a la vez, cada uno la suya. A mi lado alguien estalla en una carcajada, otra se enzarza en un debate sobre qué derecho tiene él a generalizar e insultar de esa manera, mi novia se levanta directamente a buscar al simpático maitre y yo propongo que nos vayamos a otro sitio, pero, claro, nadie me escucha porque todos están gritando.

Acabamos saliendo del local sin cenar y bastante enfadados, a pesar de las melosas y zalameras disculpas del maitre. En mi caso, no encuentro ofensiva la generalización, pero me molesta que me desbaraten lo que prometía ser un rato agradable y me irrita sobremanera la mala educación. Mientras buscamos otro garito barato para calmar nuestra hambre y nuestras iras, la conversación deriva, por supuesto, hacia los temas obvios en un caso así, es decir, los tópicos, las generalizaciones y la calidad del turismo español. ¿Será cierto que no dejamos propinas? Nos trae sin cuidado, la verdad, pero alguno/a, dejándose llevar por ese impulso chauvinista que siempre surge en estas situaciones, se pone a generalizar sobre guiris, turistas, gambas y demás especímenes veraniegos del levante español. Es tan fácil generalizar.

Conclusión: todos los camareros ingleses (o italianos) se parecen a Aznar.

Postdata para curiosos: acabamos cenando fish&ships regados con mucha cerveza en un garito muy cutre cerca de Covent Garden, sin música pero con muchas risas. El camarero era muy simpático y no se parecía a Aznar.

See you next week!