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martes, 17 de abril de 2007

TÉ DE MODA




Por Carlos Rull

En el hipermercado al que acudo quincenalmente en busca de provisiones he observado un fenómeno que supongo generalizado. Lo que antes era un pequeño rincón al final de la estantería de los cereales, colacaos, cafés y azúcares, se ha convertido últimamente en una estantería entera dedicada a mil tipos diferentes de infusiones y tés. Combinaciones cada vez más extrañas y exóticas pueblan la sección de infusiones con nombres cada vez más y más “ingeniosos”: “té belleza”, “té juventud”, “té relax”, “Purifica tea”, “Eterny tea”, “Mix-té”, “té sin teína”, y al final, “té sin té”. Aparecen además en la sección de refrescos variedades incontables de té frío al sabor de tantas frutas como se quiera. Las infusiones se suman así a la moda sacra que sitúa en una alimentación químicamente sana e industrialmente equilibrada nuestra salvación. Al bífidus, el actimel y el danacol y a todas las demás panaceas curativas que suplirán la falta de ejercicio y compensarán nuestros excesos gastronómicos se suman ahora mil y una infusiones enriquecidas de mil y una formas.

El té, convenientemente envasado y hábilmente adaptado a las necesidades y obsesiones occidentales, se pone de moda. Esto me recuerda algo que me explicó, en macarrónico inglés, un simpático camarero en una tetería de Estambul. En esa ciudad es ya costumbre que los turistas se atiborren de un infecto té con manzana que se promociona como bebida tradicional turca. Según aquel camarero, en Turquía nunca se ha consumido tal bebercio. El auténtico té turco tradicional es un té negro de sabor muy fuerte que no suele sentar bien a los delicados paladares de los demás europeos. Análoga bola comercial se extiende ahora a nuestros supermercados.

El té es, desde hace centurias, una parte fundamental de muchas culturas, un hábito de fuerte arraigo social que cruza fronteras y que viene rodeado de un apacible y fascinante ritualismo, de los rescoldos de una antiquísima trascendencia espiritual y poética. De sobras son conocidos las tradiciones japonesas, indias, árabes y chinas en torno a esta bebida: armonía, reverencia, pureza y calma son los cuatro principios que rigen la ceremonía japonesa. El origen del té (del étimo chino “chá”) se sitúa, según las leyendas, hacia el 2700 a.C., cuando unas hojas de esa hierba cayeron por azar en el cuenco en el que el sabio Shen Nung hervía su agua para comer. El té devino durante siglos una bebida rodeada de una fuerte espiritualidad y un cargado simbolismo misticista de pureza y recogimiento. Bebida vinculada a la meditación religiosa y a las complejas reglas sociales de las clases altas, se convertiría siglos más tarde en la bebida más popular de China. Allí es habitual ver a trabajadores, estudiantes o viandantes andar todo el día con su termo de té verde a cuestas, y no es raro que al pedir agua en un restaurante te sirvan directamente en su lugar una tetera bien llena.

Mi vida como consumidor compulsivo de té empezó hace unos años, en Polonia, donde alguien me acostumbró a esa infusión, enriquecido su sabor con una ramita de canela y una nube de leche. Desde entonces, el té se ha convertido en compañero inseparable de mi dieta. Por otro lado, su sabor se ha converrtido ya en un disparador de recuerdos y sensaciones del que no quisiera prescindir: el té con menta en una barraca bajo las cataratas de Ouzoud, en Djema El Fna o en las teterías de las cuestas de Granada, el té verde en los bares y restaurantes de Hangzhou, el fortísimo té negro de Estambul, la misteriosa tetería del hutong de Pekín donde me enseñaron todo el ritual tradicinal, el té acompañado del afrutado tabaco de la “narguile” o “shisha” en Khan El-Khalili o en los alrededores del Gran Bazar, el Earl Gray en un pub del Soho londinense o en un restaurante irlandés... Además, para hacer té sólo se necesita una tetera, una buena hierba y algo de agua.

El té es símbolo de hospitalidad y centro de una parte importrante de la vida social en muchísimos países. Para las muchachas saharauis, el juego de té es una de las posesiones más valiosas de su ajuar. A casi cualquiera que haya viajado a un país árabe le habrán intentado engatusar en algún comercio de alfombras árabe invitándole a un té acompañado de una aparentemente inofensiva conversación. Me explicaron en Marruecos que un antiguo dicho da sentido a los tres vasos de té que está obligado a aceptar el huésped ante una invitación: el primero vaso es amargo como la vida; el segundo, dulce como el amor; el tercero, suave como la muerte.

Algo entre misterioso y fascinador tiene, en fin, esta bebida que ha originado a su alrededor tantas costumbres y tradiciones milenarias, tantos hábitos y rituales de orden espiritual y social. En todo caso, la versión edulcorada que atiborra las estanterías de los hipermercados lo transforma en un producto más de la entrañada y benefactora trama multiempresarial que, preocupada exclusivamente por la salud y el bienestar de los consumidores – pues eso sólo somos -, se ha empeñado en hacernos llevar una vida más “sana”. Y otro día hablaremos del vino.


Permitidme acabar esta semana con un radical cambio de tema y dedicar un sincero homenaje al maestro Vonnegut: en paz descanse nuestro hombre sin patria o, cuando menos, que pueda escupirle a gusto al mundo y a Bush desde donde esté. Kilgore Trout no ha tenido tiempo de escribirle un epitafio adecuado así que recojo una frase del propio Vonnegut: “A lo único que he aspirado es a proporcionar a los demás el alivio de la risa”.
Ahora sí: hasta la semana que viene.