Por Carlos Rull
En plena resaca del carnaval, me siento ante el ordenador e intento que las ideas, que nadan desenfadadamente entre los restos de la borrachera y el agotamiento, se vayan ordenando para producir algunas oraciones coherentes y algún mensaje inteligente. El esfuerzo es bastante infructuoso, así que no esperéis mucho de mi artículo de hoy.
No siento un especial apego por las fiestas carnavaleras: lo que debería ser una inmersión total en la trasgresión, la provocación, la crítica, el desenfreno, la igualdad absoluta, suele convertirse en una excusa para la borrachera continuada y la exhibición impertinente de horteradas chabacanas y humor paleto. Lo que debería ser la época del año en que más intensamente fuésemos nosotros mismos, pues ya nos obligan a ir disfrazados a diario, es a menudo sólo un esperpéntico escaparate para que los ricos luzcan sus carísimos disfraces muy sobrevalorados y para que los amiguetes del concejal de turno luzcan sus carísimos disfraces muy subvencionados. Demasiado a menudo el carnaval no pasa de ser una caricatura del Carnaval. Sería tal vez éste un buen momento para profundizar en el origen pagano de estas fiestas y en su posterior adulteración cristiana, pero mis ideas siguen vagando entres vapores de resaca y no me veo capaz. Consultad la Wikipedia si os apetece.
En resumidas cuentas, a rasgos generales, y salvando las chirigotas, no me gusta el carnaval. Algo especial deben tener, sin embargo, mi Vilanova i la Geltrú y su carnaval. Me han hecho falta tres años y medio viviendo lejos de ella para empezar a darme cuenta de ello. Supongo que a todos nos pasa: la nostalgia del terruño y, sobre todo, la añoranza por aquellos que hemos dejado allí. Acabo de volver a la rutina después de un agotador fin de semana de “disbauxa” – desenfreno, como decimos allí – y me he dado cuenta de la enorme originalidad y hondo significado de la fiesta emblemática del carnaval de la ciudad que me vio nacer: las Comparsas. La Guerra del Caramelo.
Sí, hondo significado. Como movilización casi espontánea y profundamente democrática de miles de personas (de 6.000 a 8.000 parejas en los últimos años, esto es, entre doce y dieciséis mil personas, en una población de unas 60.000 almas, un porcentaje casi mayor del que ha ido votar el estatuto de Andalucía), de miles de personas, decía, que salen a bailar y saltar por las calles, enardecidas al son de la charanga y dispuestas a arrearse caramelazos a tutiplén. Como invasión desenfrenada y desenfadada de la calle, cuyo habitual gris tristón se convierte en un jovial estallido de colorido y música puramente populares. Como auténtica y dulcísima alegoría bélica, como expresión llana de franca alegría, como comunión de sonrisas y movimientos, como procesión del ritmo y el dinamismo,... No hay clases, no hay distinciones, la ciudad entera y sus miles de visitantes se integran al unísono en la sana alegría de la que posiblemente sea una de las más originales y genuinas expresiones del verdadero carnaval.
Pero aún va la cosa más lejos. La comparsas – y el carnaval – de Vilanova son, como pocas otras fiestas populares, símbolo de libertad y expresión de tolerancia. Fue uno de los pocos carnavales que sobrevivió a la prohibición franquista: se enfrentó a la represión y perduró en lo más oscuro del siglo XX español. Me han contado – gràcies, Albert – que fueron unas pocas parejas, hace ya cincuenta años, quienes– ante la abolición por decreto de la máscara y el disfraz – se atrevieron a salir a bailar y saltar con nocturnidad, alevosía y mantón de Manila por las calles de Vilanova. Al año siguiente ya eran dos o tres las asociaciones que se sumaron a la iniciativa y con el tiempo, y con argumentos poco ortodoxos, la comparsa se instauró, ya de forma inamovible, como expresión simbólica de aquello que más odiaba la dictadura nacional-católica: la voluntad del pueblo y la alegría de vivir. Y que esa voluntad se fortalezca y esa alegría perdure por muchos, muchos lustros. Y que mi resaca, por favor, no perdure tanto. Hasta la semana que viene.