De la imagen: http://floredo.wordpress.com
martes, 9 de noviembre de 2010
HEREJE
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martes, 10 de noviembre de 2009
ELLA HUELE A CANELA.
Por tercera vez, Jean aprieta fuerte el carbón contra el cuaderno y rasga el papel lleno de frustración, lo arranca y lo despedaza con furor y arroja los fragmentos al viento del sur. Está cansado de oir cantos vacíos y sentir tactos lejanos, de confundir colores sin vida y olores sin aroma. Quiere arrancar voz del silencio, calidez de la nieve, color de la nada. En el horizonte se esconde un sol dubitativo herido de antenas y chimeneas. Por el rostro del joven pintor, contraído por la furia, se abren camino densas gotas de sudor. Se lanza a un nuevo intento tras una larga y profunda inspiración. El lápiz vuela sobre el papel, salta como ardilla o gacela emborronando el blanco, esbozando perfiles, labrando siluetas, generando un mundo.
Enajenado, poseído por el delirio vertiginoso de la creación, Jean no ve ni oye nada. No se percata de que alguien más ha subido a la azotea. No percibe los pasos que se acercan, la mirada que por encima de su hombro contempla el nacimiento de una forma. El arrebol es ya azul oscuro cuando la mano ágil va perfilando entre sombras de barro y agua una silueta inaudita de sombra y luz.
Jean suspira aliviado y exhausto. Al fin, nota una respiración cercana, un suave perfume de canela, un frío caluroso que le acaricia la nuca. Se gira para contemplar a escasos centímetros un delicado rostro femenino de porcelana y fuego. La desconocida le sonríe infinitamente. Durante un segundo inacabable sus miradas se rozan. El cuaderno se desliza de entre los dedos agarrotados del pintor y revolotea hacia la calle en manos del caluroso viento del sur. En la primera hoja, apenas esbozada sombra, temblorosa silueta, el rostro sonriente de una joven de ojos eternos.
martes, 21 de abril de 2009
Rue Lepic
martes, 4 de marzo de 2008
WOMEN IN ART - Las mujeres en la pintura.
Hoy os dejo aquí esta maravilla del arte digital, una perfecta combinación de clasicismo y modernidad acompañada de una ideal sarabanda de Bach. Esperad con paciencia a que se cargue el vídeo, subid el volumen de vuestros altavoces para gozar del violoncello y disfrutad.
Este mismo vídeo se puede ver mejor en este otro enlace: Artgallery. Y también podéis ver más vídeos de este artista digital en este enlace: eggman913.
Y, para los más exigentes y detallistas, este otro tipo de ha dedicado a identificar y catalogar todas las obras que aparecen en el vídeo: Boni. Este último enlace es especialmente recomendable para aquellos que, ignorantes como yo, sólo hayáis reconocido a la Gioconda o vagamente identificado algo de Matisse, Mucha o Picasso.
viernes, 28 de diciembre de 2007
Arte aparte (Un adiós temporal en forma de poema en verso libre)
El arte es política.
El arte es un símbolo.
El arte es un juego.
El arte es ficción.
El arte es confuso.
Pero
el arte
siempre
gana.
Sed ars vincit et
Sic transit gloria mundi
viernes, 30 de noviembre de 2007
Retrato de un genio (Carta abierta a Guillermo Habacuc Vargas)
Si pudiera hablar, escuálido, enfermo y paralizado por el miedo, atado en un rincón de la galería el día de la inauguración de la muestra, entre gemidos de escamoteada compasión, diría: “Yo sólo soy un perro. Nada más que un perro. No soy arte, ni un panfleto, ni una excusa para nada”. Y mientras los asistentes le mirasen a los ojos libando sus copas de champán, con una estudiada pose nov y sin saber qué decir ni qué pensar, verían pasar por allí al artista de aquella obra conceptual y le espetarían: “Guillermo, esto tiene una profundidad malsana. Pero es tan excitante… Eres un genio”. Y, ah, Guillermo Habacuc Vargas volvería a sentir bajo los pantalones una erección de placer ante esas elogiosas palabras. El perrillo, no obstante, moriría esa misma noche.
Guillermo Habacuc Vargas, un día antes, encargó a unos niños de la calle que cazaran vivo a un chucho callejero. Casi arrastrándolo con una cuerda que le estrechaba el cuello, los chiquillos le trajeron aquel animalillo enjuto y enfermo, que no paraba de temblar sin comprender nada. Habacuc le puso el nombre de Natividad.
Natividad Canda fue un nativo nicaragüense al que castigaron cruelmente en el taller de Cartago donde laboraba. Natividad murió amarrado a la pared, sin poder defenderse del ataque de dos rottweiller azuzados por su amo inmisericorde. Habacuc Vargas pretendía homenajear el recuerdo de Natividad repitiendo la experiencia ligeramente y traslocando los papeles.
El 16 de agosto del año 2007, Habacuc Vargas ató en un rincón de la galería Códice de Managua al perro de la calle –rebautizado para la ocasión con el nombre de Natividad–, justo enfrente de un cartel que rezaba “Eres lo que lees” escrito en el muro con comida para perros, de tal manera que el perro pudiera verlo sin poder acercarse. Apesadumbrado por la indiferencia de todo el mundo, salivando sin freno sintiendo retorcerse de hambre y dolor las tripas en su vientre, el perro flaco murió durmiendo, seco también por las lágrimas que nadie pareció verle llorar.
Ante la denuncia por haber dejado morir al perro al rehusar alimentarlo, Habacuc se defendió en la prensa con estas palabra: “Lo importante para mí no era si el animal moría o no, era la hipocresía de la gente: un animal así se convierte en foco de atención cuando lo pongo en un lugar blanco donde la gente va a ver arte, pero no cuando está en la calle muerto de hambre. Igual pasó con Natividad, la gente sólo se sensibilizó con él hasta que se lo comieron los perros”, declaró en La Nación antes de añadir: “Nadie llegó a liberar al perro ni le dio comida o llamó a la policía. Nadie hizo nada”.
Nadie hizo nada. Ése es el mayor mal de la propuesta de Habacuc. Y sin embargo…
Sin embargo, pagar en la sociedad con máximas de talibán y el lema del “ojo por ojo”, aunque sea en forma de arte, es como pintar con bonitos colores una silla eléctrica antes de una ejecución para frivolizar sobre el crimen, delegando en otros el compromiso y la responsabilidad del acto cometido. Matar un perro no es arte ni en un espacio artístico ni en el más mísero callejón. Matar un perro es sólo eso. Ni siquiera es noticia por hacerlo en una galería, Habacuc. Es noticia porque, pese a todo, tú estás impune. Esa es la verdadera desgracia que te condena a ti, que condena el respeto por el Natividad real y que arremete, por extensión, con la repulsa pública contra el gobierno de Costa Rica, sumándose a las inquinas que despierta también la vecina continental Venezuela a este lado del Atlántico.
Porque –dígase fuerte y claro– Habacuc Vargas acudirá como representante oficial de su país en la próxima Bienal Centroamericana de Arte que se celebrará en Honduras el año que viene. Ojalá se atreva con algo mejor que un perruzo de la calle, como un paramilitar desangrado por una mina antipersona, un narcotraficante con síndrome de abstinencia o una puta para turistas atada con esposas a una cama para goce y deleite de todos los visitantes. Pero eso tampoco sería arte, Habacuc. Me temo que tu propuesta no provoca sino lástima. No por su cobarde osadía, sino por lo reaccionario y conservador. La única diferencia entre un cazador que ahorca a su galgo viejo de un árbol y tú es que el primero lo hace a cinco centímetros del suelo, para que el animal muera sufriendo, y tú lo haces de hambre, para salpicarte de gloria efímera. La inmunidad que te protege en lo artístico debería producir la vergüenza ajena pero, ¿sabes?, eso es algo secundario. Un daño colateral. Quien dio la orden de capturar al bicho fuiste tú. Fuiste tú. Fuiste tú, Habacuc, y no los presentes que, según decías, se negaron a liberar al perro.
Se ha levantado una fuerte polémica en torno a tu obra, Habacuc. Quieren tu cabeza a cambio de millones de firmas. La mía consta en esa lista, y quien quiera puede añadir la suya en http://www.petitiononline.com/13031953/petition.html y http://www.care2.com/c2c/share/detail/514625. De todas maneras, creo que ya es tarde para que Costa Rica corrija el craso error de escogerte como portavoz de su arte patrio. Esa herida va a quedar muy mal cicatrizada en futuras Bienales y exposiciones internacionales de arte, pues van a acabar declinando invitar a tu país para no desprestigiar el evento. También ahí el mal ha sido irreparable.
Con tristeza y rabia me despido, esperando no volver a saber de ti nunca más.
P.D.
Y, si lo es, por favor, Habacuc, borda la obra maestra más antigua de la Humanidad: suicídate.
viernes, 9 de noviembre de 2007
Jugando a ser Dios
La tecnología –entre otras cosas– ha pervertido/acomodado la realidad a las necesidades (o al antojo) del ser humano. En ocasiones, incluso ha permitido trastocar la naturaleza misma, volverla a crear desde cero.
El arte también. Pero su implicación para con la realidad y sus significados es mucho más sutil.
Mas no hablamos de un acto de transformación directa de la realidad agrediendo físicamente la piedra para hacerla hablar a través de una escultura, por ejemplo, ni de transformar electrónicamente el canto de los pájaros en un chirrido insoportable. El arte, unido a las nuevas tecnologías, produce una vía inédita de intermediación semiótica y funcional con el mundo. En los tres casos que se comentarán a continuación, la arquitectura adquiere habilidades de retroalimentación para “dialogar de manera íntima” con la naturaleza.
En 1997 se presentó en el Documenta de Kassel un extraño proyecto de nombre Makrolab. Los responsables de la obra diseñaron una isla artificial con fecha de caducidad –se presupone que a finales de este año ya no quedará ni rastro– que puede desaparecer bajo un manto de nubes que se reproducen (o mueren) según sus gases vayan contaminándose por la influencia de las ondas electromagnéticas. Su corta pero inquieta vida depende enteramente del influjo de los satélites de telecomunicaciones. Si leen la metáfora entre líneas, el mal que afecta/infecta a la pobre isla es el mismo que nos mata lentamente a nosotros: las radiaciones que emiten móviles, aparatos digitales, hornos microondas, antenas parabólicas, etc.
Sobre nubes va también el encargo que la exposición nacional suiza encomendó a Elizabeth Diller y Ricardo Scofidio en el año 2002. Su Blur es una plataforma flotante sobre el lago Neuchâtel que no obstante alberga un absoluto vacío. La gracia de Blur es que su armazón metálico está rodeado por 30000 surtidores de agua –reciclada del mismo lago– que producen un exoesqueleto de vapor. Los minúsculos chorritos de agua entretejen una etérea cota de malla a medida que pone al descubierto tanto como tapa. Cualquier cambio climático afecta a la corporeidad de la isla: si sopla un viento fuerte, los surcos de niebla se estrechan, estiran y afilan, “vistiendo” la estructura con un invisible traje a rayas; si por el contrario se concentra mucha humedad en el ambiente, la nube se condensa bajo la base y la arrastra azarosa sobre la superficie del agua; si aumenta la temperatura, la niebla se evapora y se difumina, como si se tratara en esta ocasión de una pieza de lencería de seda...
Pero el pabellón “vivo” que se lleva la palma es una obra del Instituto de Neuroinformática de Zurich para la misma muestra. Ada es un neuromorfo, un espacio que puede percibir e interactuar con el propio entorno a través de un complejo sistema de sensores –los ojos de Ada, por ejemplo, son las múltiples videocámaras que tiene dispuestas por toda la sala–. El principal órgano sensitivo de Ada es, sin embargo, su “piel”. Bueno, en verdad es un suelo de baldosas hipersensibles a los pasos del paseante. A cada presión, esa “región de suelo” se ilumina con más o menos intensidad, según el peso. A su vez, con esa reacción lumínica no sólo se comunica con el sujeto sino también con las baldosas vecinas que, si entran en el juego, también se encenderán de igual modo formando un imprevisto mosaico. El paseante puede, si lo desea, contestar por imitación –esto es, si entiende la lógica y sigue el ritmo impuesto por la máquina, como en el juego de “Simón dice”–. Si el visitante responde positivamente a ese baile de señales luminosas, despertará el interés de Ada, que dirigirá sus ojos hacia esta curiosidad humana. Para dejar claro que Ada va a por ti, la imagen de uno se verá proyectada en las pantallas que recubren las paredes (y, evidentemente, también esa autoconciencia del saberse el centro de su atención modificará el comportamiento de uno, lo que equivaldrá en cadena a arriesgarse a nuevas propuestas de juego por parte de Ada). La innovación que aporta Ada es su capacidad de aprender, interpretar información y desarrollar una voluntad de comunicación; asimismo está dotada con una memoria prodigiosa para recordar a todos y cada uno de sus compañeros esporádicos de juego.
Ya no es el arte lo que emula a la realidad, sino que es la realidad lo que se ve condicionada por la tecnología. Si la vida ya no es lo que vemos, sino lo que queremos ver –modificándola tecnológicamente–, ¿no será que la repartición estriba en que, donde el arte ponía el deseo y la ilusión, la tecnología arroja su pragmática y su resolución? Hecho el sueño realidad, ¿quién necesita dioses?
viernes, 2 de noviembre de 2007
Esclavos libres
Somos un conjunto de datos vaciados en una red de redes, y a la par que productores in/voluntarios de información, también ávidos reproductores de señales a través de cualquiera de los actos que realizamos (y que no realizamos) a lo largo del día. En definitiva, no somos tan libres como creíamos ni actuamos en consonancia según nuestra propia conciencia pura.
Ese es el objetivo a combatir por el colectivo Knowbotic Research, un compendio de artistas y profes del Instituto de Ingeniería de Sistemas, el Instituto Federal Suizo de Tecnologías y el Departamento de Medios y Artes del Antonomous System Lab. Denuncian los círculos de influencia y soberanía que legitiman sistemas de control a los que el sujeto civil no tiene acceso. La lógica interna de estos sistemas de represión silenciosa no siempre responden a un orden establecido, sino que en buena medida dependen de un ente global e imprevisible llamado cultura. El problema –según señalan los integrantes del Knowbotic Research– es el espacio público. O, mejor dicho, la indefinición del término.
Con su proyecto Naked Bandit / Here; No Here / White Sovereign pretenden hacer reflexionar sobre la constante transformación de las condiciones abstractas que confieren poder a las políticas sociales y que tienen su proyección inmediata en la vida pública. Su interés parte del ambiguo sentimiento de libertad que provoca el uso masivo de las tecnologías de información virtual –móviles, internet, TV por satélite, GPS, etc–: por un lado, el individuo se siente dueño y señor de un espacio invisible y, por el otro, se establece una reconstrucción sin límites de las lógicas del espacio y del poder públicos.
El experimento artístico de Knowbotic Research es un ejemplo cojonudo de este dilema entre quién controla qué. Imaginen un zeppelín de helio previamente programado que flota en una amplia sala. El engendro en cuestión se va guiando ciegamente a través de los patrones de orientación y navegación que le han sido definidos a priori. Sin embargo, para complicar el asunto, se ha dispuesto libremente un buen puñado de globos aeroestáticos por toda la sala, de tal modo que, al chocar contra alguno de ellos, el zeppelín corrige su marcha en base a una reintroducción del nuevo obstáculo en la lógica de su trayecto. También los movimientos del visitante pueden interferir en el curso de esta máquina de vuelo autónomo, que entenderá su presencia física como una amenaza y/o un blanco contra el que chocar. A fin de cuentas, será sólo “un daño colateral”, un objetivo no deseado que se interpuso en un camino dado.
Cualquier gesto al azar captado por ese zeppelín loco –caminar hacia él, huir en sentido opuesto, quedarse quieto y rascarse el culo– podrá ser interpretado “a su manera” por el soberano del sitio. Reaccionar (o no reaccionar) dependerá exclusivamente de la posición desde la que se dirija el zeppelín. La libertad del sujeto, pues, estará enmarcada en los límites difusos que permita el control de ese espacio público... sean cuales sean. Hablamos de arte, pero podríamos estar hablando de “El extranjero” de Camus o de la velada realidad que hay en la calle. Aterrador, ¿verdad?
viernes, 26 de octubre de 2007
De los vivos y los monstruos
Nunca hubiera sospechado que su contribución al arte sería tan o más importante que su implicación en la farmacología británica. Henry Wellcome era un joven boticario de Nueva York sin demasiada ambición cuando visitó la ciudad de Londres en 1853, invitado por un colega de profesión que, con el tiempo, se convertiría en su socio y principal administrador de su creciente fortuna. Curiosamente, el nombre de este amigo era Burroughs, como el del famoso literato tronado que escribió ese manual de viaje psicotrópico que lleva por título “El almuerzo desnudo”. ¿Un augurio de su posteridad freak?
El caso es que, a la muerte de Burroughs en 1895, Wellcome se quedó solo... y millonario. Seis años más tarde se casaría con la hija de un prestigioso filántropo más por intereses económicos que por desatado amor. De hecho, no eran sólo 26 años de edad lo que los separaba, sino también una obsesiva entrega al trabajo por parte de él y un amante menos gris que el rico esposo. Tras advertir el embarazoso producto de la cornucopia en el vientre de su mujer, Wellcome se divorció y se replegó aún más en su anodina vida... y en sus extrañas aficiones.
Dilapidó a partir de entonces buena parte de su riqueza en una colección de objetos relacionados con la medicina de todo el mundo, contratando a decenas de agentes y ojeadores en calidad de representantes de su empresa para que le enviaran regularmente cajas y más cajas con piezas que podrían despertar su morbosa curiosidad. Meses después de su muerte en 1936, a la edad de 83 años, aún seguían llegando valijas embaladas de todo el mundo, con los objetos más raros e inquietantes en su interior.
La intención de Wellcome no era tanto la de olvidar su frustrado matrimonio y desvincularse de alguna forma de la necesidad de establecer nexos sociales, sino la de crear una especie de museo de la Humanidad contada a través de la evolución de las tecnologías de la salud.
La de Wellcome es una colección sobre el arte de sanar, pero también sobre la marginación del monstruo. Todas las miradas humanísticas de y desde la medicina convergen en el museo que se ha inaugurado en Londres en 2007 en memoria de Wellcome. No sólo se incluye el millón de piezas que Wellcome había acumulado en vida, sino también otras aportaciones contemporáneas como una grotesca escultura de 2,44 metros de John Isaacs que representa un deformado cuerpo antropomórfico atrofiado por un mórbido crecimiento de quistes de grasa. No puedo evitar sentir lo que siento se llama el engendro en cuestión.
La visión de Wellcome parecía en un principio apuntar a cierta respetabilidad por la moral médica, confiando en su filosofía humanística y desacomplejada –la misma que destila “El cuerpo herido”, diccionario sobre la cirugía que publicó el catedrático de la UB Cristóbal Pera en 2004–. Por eso su fondo más extenso lo componen modelos anatómicos antiguos (como una figura-mapa para la práctica de la acupuntura proveniente de Japón), prótesis de extremidades y objetos-fetiche como consoladores fálicos grecorromanos, el bastón de Darwin, el cepillo de dientes de Napoleón, la navaja de afeitar de Horacio Nelson y hasta los zapatitos que Florence Nightingale usó en su campaña personal de martirologio beatífico durante la guerra de Crimea.
Pero otras muchas piezas muestran una evidente carga crítica en las pretensiones de la medicina que parecen surgir del lado más oscuro de las ciencias de la salud... y de la muerte. No es extraño, pues, encontrar en el museo salas que exhiben momias peruanas, sillas chinas de tortura, corazones humanos en formol, vitrinas repletas de utensilios de aspecto amenazador (como una serie de sierras de amputación que haría las delicias de los hermanos Mantle, protagonistas de la película “Inseparables” de Cronenberg).
El “monstruo” también tiene su representación en este museo de la vida y los horrores. Según Elena del Río, profesora del Siglo de Oro español en la Universidad Estatal de Georgia, la iconografía científica ayudó mucho a construir la idea de “monstruo” como dilema moral, misterio de la (anti)naturaleza, mal fario popular y tópico literario –piénsese en los doctores Frankenstein, Jeckyll y Moreau, por ejemplo–. En su ensayo “Una era de monstruos”, Elena del Río denuncia la compra-venta de niños desfigurados y anómalos en circos y ferias ambulantes... las mismas en las que los primeros vendedores de medicamentos voceaban las excelencias de sus productos.
Como Henry Wellcome.
miércoles, 24 de octubre de 2007
Sensibilidad.
El fotógrafo encendió otro cigarrillo y se sentó en la butaca desde donde observó con angustia su cámara réflex y el resto de complementos esparcidos sobre la mesa. Desde la última exposición, de la que habían transcurrido seis meses, no había hecho otra cosa que capturar imágenes que no le interesaban. Para colmo su mujer había decidido que se hiciesen reformas en la casa precisamente esos días en que él necesitaba pensar cómo salir del bloqueo. Tomó su cámara y le incorporó lentamente el flash y el objetivo y se dedicó con apatía a fotografiar al albañil que tomaba medidas en la ventana. El albañil se giró bruscamente.
-¿Le molesta que haga fotos? Son sólo pruebas-.
-No, no. Haga lo que quiera. Yo estoy en mi trabajo. A mi también me gusta hacer fotos cuando voy por ahí.-
-¿Ah sí? Ya, claro-
-Sí, me gusta fotografiarlo todo: la gente, las calles, los detalles. Mi mujer se enfada porque nos tenemos que parar cada dos por tres.
-(...)
-Tiene una bonita vista desde aquí. Nunca he estado en una casa desde donde se vea el mar tan cerca.
-Sí, no me puedo quejar. Cuando llega el verano se agradece bajar a la playa.
-Bueno, usted perdone, sigo con lo mío. Después me espera otra casa.
-Claro. Continúe. Ustedes están siempre ocupados. Trabajo no les falta.
-No se crea, desde que han llegado gente de fuera que lo hace casi gratis, el trabajo comienza a flaquear.
-¿Gente de fuera. Se refiere a los inmigrantes?
-Sí, vamos. Llámelo como quiera. Así es.
El fotógrafo decidió no contestar. Volvió a encenderse otro cigarrillo y comenzó a pasear por la habitación observando sus fotografías que colgaban de las paredes. Siempre había habido una búsqueda sutil de los colores. Un equilibrio que sólo encontraba en la espontaneidad. Hacía años, décadas que no se separaba de su cámara para sorprender una acción llena de colores y líneas. Intensos amarillos y azules que se dividían por igual en perfecta armonía allá donde una niña acababa de recoger un gato; verdes y rojos en el preciso instante en que un vendimiador volcaba un racimo en una cesta; y su última etapa, en que utilizaba la agresividad como soporte para esta idea: naranjas y rojos en la matanza del cerdo de una aldea cercana. Se estremecía al contemplar la perfección que había alcanzado en las últimas series. Pero, ¿qué hacer ahora? ¿Por dónde continuar o comenzar? Llevaba meses obsesionado con estas preguntas que no conseguía responder. De repente un grito del albañil le arrancó de sus cavilaciones:
-¡Abajo, hay gente ahogándose en la playa!
El albañil se precipitó escaleras abajo y pronto pudo verse por la calle corriendo en dirección a la playa. El fotógrafo reaccionó, tomó su cámara y fue tras él. El albañil se desnudó y se metió en el agua donde podían verse restos de una barca y los cuerpos flotando de cuatro personas. Entonces, el fotógrafo sacó su cámara, ajustó el objetivo y disparó una y otra vez. Qué verdes, pensó, qué azules cortados por la línea del horizonte, qué volúmenes marrones y ocres. Y lloró.
viernes, 28 de septiembre de 2007
La extinción de una especie
El arte es una inversión de futuro. Eso bien lo sabe el Partido Comunista francés, ahora que ha llegado al presente temiéndose la máxima nihilista de los Sex Pistols: No future! Tras la ruina del muro de Berlín, el ideario marxista quedó definitivamente periclitado desde el momento en que los cascorros de ese muro de la vergüenza y las lamentaciones se comenzaron a comercializar en la red internáutica. Todos imaginamos alguna vez que aquél entrañable Papá Noël rojo que anunciaba originariamente la Coca-Cola se parecía sospechosamente al abuelito Karl.
Hoy, cuando los escasos países comunistas del planeta resisten con el mismo aplomo que el pueblecito galo de Astérix contra el imperialismo romano –o yanqui, qué más da–, los ex-militantes se han convertido en la actualidad en un partido mas numeroso que el componen todos los neocons juntos y filonazis declarados del mundo. Sólo en Francia, la debacle ha sido de órdago: del 26 % de la población que votó al PC en 1945 se descendió a un justito 10 % cuarenta años más tarde, y la cosa aún mengua más con el paso del tiempo hasta el punto de estar en un tris de quedarse sin representación parlamentaria. El PC francés sobrevive apenas con leves coletazos de asfixia, requetezurcido por el parásito socialista y el bulldozer Sarkozy.
Minado por las deudas y la migración incesante de afiliados descreídos, el PC lleva años desprendiéndose de su colección de arte para ver si así, en un último intento desesperado, sale de la crisis que padece ya sin solución. Muchas de las obras que artistas reconsagrados de entreguerras cedieron al partido por una causa entonces noble –combatir el fascismo, sobre todo, pero también el hambre, el analfabetismo y el paro en zonas rurales y subdesarrolladas– se subastan a precios de risa o se venden a instituciones públicas por menos de lo que costarían en una galería de arte.
La Gioconda con bigote de Duchamp –que el propio artista firmó con las siglas L.H.O.O.Q.– acabó colgado en una pared del Centro Pompidou junto a otras piezas que antaño también formaron parte de la colección del Partido Comunista. La misma suerte se está gestando para un vitral y un tapiz de Léger y una ristra miserable de cartas de Picasso que valen poco más de su peso en papel. Del resto del catálogo picasiano que, en teoría, el artista había donado al partido, no queda más que el recuerdo, dado el saqueo “de estranquis” que ha sufrido el fondo artístico a lo largo de los años.
Los bienes inmuebles propiedad del partido ya no son hoy ni siquiera pasto de inquilinos melancólicos de otras épocas de flores y revolución, cuando apenas se conservan las placas que honran a sus ilustres realquilados del pasado –Lenin, por ejemplo, en la rue Marie Rose–. Agobiado por la presión especulativa de las inmobiliarias parisinas, el PC no puede hacerse cargo del gasto que supone el mantenimiento de esos pisos que sirvieron décadas ha para alojar a ideólogos, refugiados políticos, espías afines al partido y demás invitados de postín.
El colmo de la perversión la ha alcanzado la cúpula del partido con el conocido uso que se le da ahora a la antigua sede del PC, un edificio histórico del brasileño Óscar Niemeyer. Puesto que por convenio de monumentalidad quedó exenta de reformas arquitectónicas que lo modernicen y considerando que los costes de manutención ascienden a 50 millones de euros, su compra sólo puede interesar a entidades bancarias. Por eso, la única salida viable –antes de hipotecarlo– ha sido alquilarla regularmente a marcas de moda para que organicen desfiles y saraos para ricos aburridos de la vida que acabaron trastocando comunismo y consumismo.
La decadencia del arte no se ve nunca en la obra, sino en la pared que lo exhibe.
viernes, 14 de septiembre de 2007
La perdición del arte
Cuando un museo pretende condensar todo cuanto le quepa y sustituir una enciclopedia entera de arte con una exposición de contenidos sólo apta para expertos y entendidos, es porque: 1) no teme morirse de pena, inmolándose a sí mismo a ser un espacio desierto y tan sólo poblado por colonias ínfimas de ácaros, o 2) le sobra el dinero para seguir ostentando el privilegio público de ser un almacén patrimonial. En ambos casos, los responsables del museo no han comprendido bien cuál es el principal objetivo de su papel social: intentar transmitir un conocimiento al público sin que se note la intencionalidad política de la empresa ni tratarlos como a ganado de pasto.
Boris Micka –premiado en 2004 por el proyecto del Museo Arqueológico de Alicante– es del parecer de que los museos no debieran acaparar tanta información sobre lo que expone que haga inviable la asimilación por parte del recién llegado. En el otro extremo se encuentran esos cada vez más habituales museos de entretenimiento, que confunden distracción y pedagogía, y cuya meta es ante todo divertir y “hacer pasar el rato”, en lugar de proponer experiencias y reflexión. Desde que los museos se anuncian en la sección de espectáculos de los periódicos, ya poca diferencia hay entre las últimas muestras de arte contemporáneo y las películas palomiteras de la temporada.
Son tiempos de complejidad y de incertidumbre, como acertadamente define Lucía Etxebarría a esta posmodernidad que tanto nos salpica. Pero la supervivencia de muchos museos depende por desgracia de esa mcdonalización del arte. En parte la culpa es de una mala gestión cultural. España, sin ir más lejos, es hoy por hoy el país europeo que más museos ha visto inaugurar desde el fatídico año de las olimpiadas de Barcelona. Se le ve el plumero a una legua de distancia a los políticos que mandan erigir museos y centros de arte para hacerse la foto de rigor. La filantropía artística es un arma de doble filo, porque vende erudición cuando en realidad resulta la forma más barata de salir en la prensa. El problema viene luego, cuando en una misma ciudad hay tantos museos abiertos –y vacíos– haciéndose la competencia –y la puñeta–, viendo peligrar dramáticamente su futura continuidad ante la constante fuga de público y la feroz lucha por la atención mediática.
A la larga, tendrán razón los contribuyentes más iletrados cuando se quejan del gasto que inútilmente se tira por los retretes del arte sólo en promociones, becas, mantenimiento institucional, publicidad, edición de catálogos invendibles y distribución de revistas de y sobre artistas ignotos. Sin duda preferirían suprimir los museos y reconvertirlos en estadios de fútbol.
En vista de la alternativa, y ante un panorama tan desolador como éste, el museo que se resiste a morir de éxito no tiene más remedio que recurrir a fórmulas mercantiles de show a lo Disneyland o bien a protegerse con la fidelización de los cuatro gatos que entienden de arte, las rancias élites que seguirán pagando estoicamente su entrada para volver a sentir ese extraño orgasmo inmaculado que experimentan cuando se plantan durante horas frente a ese retablo semipodrido del siglo XIII o ese manchurrón negruzco que una vez emborronó un pintor ruso hace cien años. O eso, o el fútbol. En todo caso, el arte está perdido.
viernes, 7 de septiembre de 2007
¿Quién puede matar a un niño?
Uno de los tabús más atávicos del arte clásico, y que luego reciclaría a su manera la iconografía cristiana, es el tratamiento de la infancia. La representación de niños en la cultura occidental suprimía toda tentativa de trasgresión. Personajes como los pícaros velazqueños o las gitanillas de Murillo inspiraban el mismo candor que los cupiditos o las escenas costumbristas protagonizadas por un travieso San Juanete Bautista y su rollizo colega Chus, obrando milagros con pájaros de madera.
La triste realidad –el maltrato paterno, el abuso de menores, la trata de blancas con jóvenes impúberes, el esclavismo infantil, la alta mortalidad de bebés y recién nacidos– quedaba así velada por una cortinilla simpática y graciosa, que impedía al adulto culto reflexionar sobre la problemática social que incidía sobre todo en los más pequeños. Los hijos, por entonces, no eran más que un repuesto de mano de obra, y sólo en la madurez podían ganarse el respeto a fuerza de esfuerzo y tesón. El cariño era cosa de las madres hasta que llegara el destete. Luego quedaba sólo la ley de la supervivencia de Darwin como la única que amparaba a los chiquillos, capeando reyertas en la calle, enfermedades y plagas, hambrunas y pirateo, vendettas familiares y el deporte histórico de moda en Europa: la conquista del país vecino a tajo de sable o a tiro de arcabuz.
El rollo ese del niño santo cambió de repente a partir del siglo XVIII. Cansados de esos retratos de aristocratitos y aprendices de burgués con su pelucón y sus disfraces de noble caballerete, los pintores más concienciados con su verdadera realidad comenzaron a trufar sus lienzos con monstruos infanticidas, masacres al gusto del rey Herodes y cuerpecitos de apenas cinco años de edad con rostros ya demacrados por la perra vida. Rubens, con “La matanza de los inocentes”, y Goya y su terrible “Saturno devorando a sus hijos” rompieron ese silencio implícito de una forma descarnada. El shock aún dura cuando uno se confronta con ambos cuadros en el Museo del Prado.
Han sido muchas desde entonces las propuestas artísticas que denuncian esa hipocresía callada del ciudadano bienpensante y acomodado, que prefiere mirar para otro lado antes que enfrentarse al dolor y la muerte de los niños. Christian Boltanski, por ejemplo, recogió en “Les habits de François C” (1972) una serie de cajas que contenían ropitas y peluches de bebé, ordenados e individualizados como en un registro de memoria. La presencia de estos objetos evoca la ausencia del sujeto que los pobló alguna vez. Similar efecto producen las prendas de muñeca que Annette Messager apiló en “Histoire des petites effigies” (1990) en el MoMA. Pero quizá la más cruel de las instalaciones de esta índole sea la titulada “Craft morphology flow chart”, realizada por Mike Kelley en 1991 para el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago. Kelley alineó los juguetes de un niño pequeño en diversas mesas de estudio, rodeando la sala con fotos en blanco y negro de esos mismos objetos con notas de las medidas y propiedades, como si su representación respondiera a un frío análisis antropológico... o arqueológico, exponiendo los objetos hallados a modo de tótem y relicarios. Resulta angustiosa la sensación de abandono y desamparo de esos juguetes, arrancados de la identidad y la emoción de su antiguo propietario. La obra de Kelley es, con respecto a la infancia, tan siniestra como la que presentó Maurizio Cattelan en la Bienal de Sevilla del año 2004. Su propuesta consistía en colgar de un mástil a un niño de plástico, tal y como hiciera en una muestra anterior de Milán pendiendo de un árbol varias de estas figuras.
Los mismos telediarios y medios de prensa escrita que sentenciaron a Cattelan por su brutalidad inédita hasta la fecha, los mismos periodistas que obligaron a los responsables de la Bienal a desmontar la polémica pieza, los mismos que decían actuar en pro de la decencia moral y el sentido común, eran los mismos que sin embargo ofrecen día a día imágenes de críos mermados por las minas, niños soldados con el seso sorbido por ideologías que mezclan la santidad con la muerte, culos de vírgenes vendidos por internet, bebés tirados en un contenedor de basuras y chavales estupidizados por la cultura de consumo y las drogas de(l) diseño.
Pero es mejor culpabilizar al artista por reflejar un mundo feo que arreglarlo con dinero público, por ejemplo. Según critica Carmen Bernández Sanchís en su excelente artículo “Artefactos siniestros. Memorias de infancia y violencia en el arte de finales del siglo XIX”, esta censura encubre por un lado el problema y por otro desvía la atención sobre cabezas de turco que se limitan a exponer lo que ningún emisario se atreve a decir por miedo a que le corten la lengua. Creyendo que las acciones violentas cometidas sobre los hijos se van a resolver retirando la imagen que a ello hace referencia, los causantes reales de ese mal esconden así la mano mientras señalan con un palo a los artistas que en vez de pintar cosas bonitas se dedican a denunciar lo más asqueroso del género humano. Si el arte sólo sirve para tapar los agujeros del mundo, resultaría una de las mentiras más deleznables de cuantas la inteligencia (¿?) del hombre ha creado.
martes, 19 de junio de 2007
De la literatura como fundamento
“Cuando un hombre viene al cine, él compra un billete. ¿Cuánto vale? [...] Nosotros pensamos “con estos euros pagamos aquello que hemos visto”, y en realidad no es así. Nosotros pagamos por una película, con el tiempo transcurrido de nuestra vida. Si entramos en un cine y salimos a la media hora, no hemos pagado con el dinero, sino con esa media hora irrepetible de nuestra vida, esa media hora única de nuestra vida. Esa media hora no nos la devolverá nadie, nunca: se fue, se esfumó, se borró, no volverá nunca. Este el precio que ustedes tienen que pagar por el arte visual, este el precio realmente elevado, el más elevado precio que el hombre tiene que pagar por el arte en general. Y en este contexto, lo paga por el cine, que en realidad es una de las más bajas y menos desarrolladas de las artes, la menos perfecta, la más agresiva. El hombre en su pereza despierta su pasividad como espectador de cine, y esto también tiene un aspecto moral muy discutible.
Hablando en términos generales, el 95% del cine actual es una nada visual, un producto visual y no más que eso. Del restante 5%, un 4% sí que merece atención, pero no más. Y un 1% es lo que tenemos que ir a ver, lo que se debería ver. Pero si este 1% hay que valorarlo en relación a la lectura de Goethe, Cervantes, Tolstoi, Chejov, Faulkner, Mann, o muchos nombres más, entonces hay que cuestionarse qué es el cine y qué relación hay que tener con él. [...]
Quiero demostrar un vínculo inseparable entre el cine y la literatura. Estoy absolutamente convencido de que el cineasta, si quiere llamarse o considerase un artista o un autor, si quiere ser un artista, si pretende un aspecto artístico en su obra, pondrá la literatura por encima del cine. Y leerá más de lo que mira. En la base de cualquier desarrollo, de cualquier pensamiento, en la música, en la arquitectura, en las artes plásticas, cine o arte visual, en el fundamento de todo, está sólo la literatura: ella es el fundamento.
Considero que todo arte y toda cultura empieza por su literatura. Si no hay literatura, no hay humanidad, no hay civilización. Y cuanto más lejos esté la humanidad de la literatura, hay más posibilidad de que las sociedades actuales estén abocadas al caos. Porque la literatura es como el esqueleto de toda vida humanística, todo lo otro se aglutina alrededor de ella, es la más libre de todas las artes, es la más íntima de las artes, incluso diría que es la más respetuosa con el hombre, y además es el arte que más desarrolla al ser humano. Todas las otras formas de arte ponen al hombre en una situación más pasiva, y esto es muy evidente.
Por eso, yo creo que la literatura actualmente se considera poco, ocupa un lugar muy pequeño en la cultura actual: posiblemente prestamos demasiada atención al cine y seguramente es porque preferimos una vida más pasiva, porque una cosa es mirar una imagen o ver un cuadro y otra leer un libro.
Por otro lado, el cine es un arte más abierto, más cosmopolita, no regional. Apareció en Europa, en un país como Francia, y los franceses enseguida lo llevaron a los cafés, al espectáculo, y entonces se hizo de algo que hubiera podido ser más serio, más contundente, más profundo, una cosa de puro entretenimiento, así empezó a crearse el cine. [...] El cine tomó de la música la sinfonía, de la fotografía la composición, de la pintura muchos contenidos, del teatro la dramaturgia, de la literatura el argumento, y sólo se dejó una cosa a sí mismo – que no obstante sí es una particularidad importante -: el paso del tiempo. El cine en cierto sentido se ha detenido con esta cuestión, y no ha sabido qué hacer con él en toda la historia de su existencia y esto seguramente ha alejado al cine de penetrar hasta el fondo en el conocimiento del hombre. Y yo espero que este problema del tiempo, del transcurso del tiempo, nunca se solucionará. Y si alguien llega a la solución, será un cineasta sabio, de enorme grandeza, que se llevará este secreto a la tumba."
viernes, 1 de junio de 2007
Reprimir el arte: orgías del eunuco
En la segunda mitad del siglo XIX, el mundo occidental sufrió una auténtica debacle sísmica. Con la acusación de Flaubert por su inmoral e irreverente Madame Bovary se inauguraba una nueva era de terror anárquico en el arte. Liberado ya del rancio encorsetamiento del arte inocente –los encargos de mecenas, cortesanos y capillas–, el artista rompía por fin con las ataduras de lo narrativo y las buenas maneras, y se ponía a crear lo más guarro y pervertido que se le pasara por la cabeza... o el sexo. A partir de entonces, se derrumbaron todos los valores culturales, sociales y políticos como caerían los muros de un viejo castillo.
El primero en sajar el silencio de la decencia como una sábana raída fue Manet. Con una intachable formalidad académica, pintó una Merienda campestre en la que lo de menos era el picnic y lo de más la gachí en porretas que se exhibía impúdica sentada en la hierba. Luego vendría la Olimpia, el cuadro de una puta joven que mira con actitud procaz al espectador mostrando frontalmente sus mejores encantos. Y ya nada volvería a ser como antaño: a partir de entonces, el público pasaba a ser un voyeur que encima pagaba por verla desnuda, como un cliente más. Ah, perverso, perverso Manet, qué tío más cachondo...
Ya tenía razón Freud cuando aseguraba que toda manifestación artística es un deseo sublimado. Adorno diría además que cada obra de arte es un delito no cometido. Mucho antes advirtió Vasari que el artista está más allá de toda moral, por lo que si se les había de juzgar se haría siempre en base a héroes y no a bufones. Esto supone una rara paradoja, pues el valor de su don tiene en la trasgresión su verdadera fuerza: en el quebrantamiento de las reglas modales de la Academia, en la violación de los tabúes, y en su contrarréplica política. De los tres crímenes sin castigo, el tercero es sin embargo el más amuermado en los últimos años, aborregado como está el artista para besar la mano que le alimenta.
El arte ha servido a intereses maniqueos por un lado, pero por otro consigue despertar en las conciencias lo que el individuo por sí solo no sabe descubrir. Así, obras como la Bandera roja de Judy Chicago –un primer plano de la artista sacándose de la vagina un támpax chorreante– o las fotos de penes prominentes emergiendo entre ramos de flores o ese autorretrato de Mapplethorpe sodomizándose con un látigo pretenden compartir con su vejación con el receptor y provocar al espectador una confrontación violenta con su propio yo más feo: el del sexo y el excremento, ambos reprimidos por la censura artificial. De su neurosis personal dependerá la hostilidad de su reacción frente a dichas obras, que pueden acabar desmoralizando al público originándole tal malestar psicológico que se vean impelidos a apartarse de la pieza incluso con asco, reafirmando aún más su negación y alejamiento de esa parte del yo tan poco querida.
Es curioso constatar la aceptación casi masiva que tiene el erotismo en la publicidad y sufrir una auténtica paliza en las conciencias cuando ese mismo sexo se torna explícito en otros campos del arte. Por regla general, la peña se cree que el arte, por ese aura de misticismo y respetabilidad que arrastra desde siempre, debe ocultar a toda costa los genitales de sus modelos. Tal como si le arrancaran a Cristo el escroto.
Pero un vistazo a la estadística demuestra lo contrario. El cine porno, por ejemplo, produce, genera y gana más que el resto de la industria fílmica. Tanto es así que hace unos años muchas majors estadounidenses calibraron seriamente la posibilidad de dedicar algunas de sus filiales al género de la coyunda, por aquello de no quedarse sin su cacho de pastel. ¿Se imaginan a la Walt Disney Company distribuyendo y promocionando Blancaleches y los siete onanistas, o a Nacho Vidal protagonizando una comedia familiar donde todo el mundo fuera en cueros o con taparrabos?
Ni un “arte invisible” como es la música se salva de esta caza de brujas. El cancán se prohibió activamente en sus inicios no sólo por el obvio significado obsceno de las posturitas del baile de marras, que dejaba al descubierto las ancas y la zona púbica de las señoritas, sino también por el simbolismo político que ostentaba esa alocada libertad de expresión. No en vano, su música y su actitud estética fueron adoptadas por los revolucionarios como respuesta de protesta contra el gobierno represor y una sociedad contemplativa y acomodaticia en la que sólo se arrimaba uno al prójimo en el banco de la iglesia.
Hablamos de la misma época en la que se imponía en los colegios victorianos la práctica del deporte para relajar la libido de los alumnos en edad comprometedora. Puesto que castraban su apetito sexual con el bromuro moral del ejercicio espartano, los muchachos (y las muchachas) mitigaban la picazón de la entrepierna con unos chutes de fútbol o una carrera en la pista. Así nos va aún: la peña se amorra a la tele viendo competir hombres-anuncio por un salario envidiable, en vez de aprovechar el tiempo con inspirados juegos lúbricos.
Lo escandaloso no es asistir a un coito pictórico, sino ver la pasión desatada con la violencia deportiva, y en cambio despertar emociones adversas y de rechazo ante un cuadro gorrino. Queda claro ahí que la gente piensa con el culo pero folla de boquilla. De la elección entre una de esas estampas de pajilleras que dibujó Klimt en plena vejez y un póster de Ronaldinho, se desprenderá por ende quién se sostiene las gónadas muy a su pesar. La alternativa a la provocación artística es la ablación intelectual. No lo olviden nunca.
domingo, 13 de mayo de 2007
Ripo en Mas de flors
Hoy ha sido un día que, hace un par de meses, no estaba programado así ni mucho menos. Hoy tocaba participar en la maratò i mitja, pero mi falta de forma y la alternativa surgida después, me hicieron cambiar de opinión. Por eso, nunca llegaré a ganar ninguna carrera ni seré un sacrificado corredor.
El caso es que junto con unos amigos alemanes con los que formamos una Asociación –Freundschaft- hemos ido a visitar el taller de Juan García Ripollés “Ripo”. No soy un entendido en arte, pero me gusta la perspectiva que este artista da a las figuras. Y me gusta la relación que establece con elementos de la naturaleza, integrándolos en sus pinturas, me gusta el aprecio que tiene por las raíces populares. De todas formas, voy a dejar que sea Iván, si aparece por los comentarios, el que aprecie desde otra perspectiva, que no la puramente personal, lo que pueda ser la obra de este artista. Yo no tengo la capacidad de análisis artístico que necesitaría para meterme a comentar su producción.
Mi intención es la de relatar una visita, un encuentro con un personaje, un pintor, que ahora estaba preparando una serie de obras para una exposición en Alemania y que venía de una especial exposición en Venecia de 16 de sus esculturas de gran tamaño subidas en góndolas y paseándose por los canales venecianos, un anticipo de
Y muy al contrario, eso que desde fuera pudieran parecer excentricidades: el pañuelito con los dos cuernos y la barba con florecitas, el ramito de planta silvestre en la boca; vistas de cerca son parte de una manera de ser que en algún momento se convierten en símbolos. Le gusta pintar al aire libre, tiene una huerta preciosa con frutales y hortalizas de todas las clases. El sol le daña la parte sin pelo de la cabeza y decide ponerse un pañuelo atado por cuatro puntas. Luego para distinguir la parte delantera de la trasera cuando se lo quitaba y ponía, comenzó a alargar un poco más las puntas delanteras; finalmente acabó por darles el toque artístico y los convirtió en cuernos verdes. El beato Ripo.
75 años. Vital y metódico. Le gustan los toros, incluso tiene alguna foto de torero con cierto estilo. Pero si no ha pintado sus horas, no irá a la corrida y trabajará lo que le toca. Afable, cercano. Le hemos herido en el punto de los museos en España y ha estado hablando durante un par de horas de todo aquello que él considera mal y bien hecho en el mundo del arte. Pero sin pretensiones, a pleno sol, necesitando soltarse porque esa mañana estaba un poco nervioso. Después nos ha agradecido las preguntas. En traje de faena –camiseta blanca de Levis perfectamente pintada y pantalón a juego- y pintando.
El estudio es una casa con tres alturas y un anexo en el que él mismo fabrica el papel sobre el que hace los grabados: compra planchas de lino que luego destroza a mano y las vuelve a rehacer como cuando se hace papel reciclado: mezclando la pasta, extendiéndola y secándola, hasta lograr el grosor adecuado. Tiene un par de prensas, una de gran tamaño, fabrica los moldes en barro que luego se pasarán a bronce, algunos en madera, y ha desarrollado la técnica del grabado matérico, algo así como la mezcla en las tintas de trocitos de metal que luego aparecen brillando en el universo del color. Por encima de todo ello, la casa es un batiburrillo de piezas antiguas, de alacenas con vasos y copas, y una entrada típica de casa de campo donde te reciben cestas de naranjas y melones colgados del techo.
En la huerta, tiene también un corral con pavos reales, gallinas y tres burros, los famosos “ripollinos”, que mientras estábamos escuchando la “conferencia” nos han deleitado con su rebuzno. Hace unos días, nos confiesa, tuvo que sacrificar una burra porque estaba enferma. Y entre todo ello, Ripo que sacaba de la trastienda cuadro tras cuadro, como si fueran maderas que guarda en el trastero, y que ha dispuesto apoyadas en los bancos y objetos de trabajo que nos rodeaban, creando una original exposición que hemos contemplado sin necesidad de ir a Alemania.
Y las flores. Un mar de rosas de varios colores, grandes, perfumadas, hermosas. Por algo se llama el Mas de flors al conjunto de viviendas en donde él tiene la suya.
Ha vivido mucho tiempo fuera. Sin nostalgia, como él dice. Pasó la etapa de juventud parisina, la holandesa y otras muchas. Ahora, hace tiempo que ha vuelto a su tierra y sí que siente un poco de nostalgia, por eso parece que se va a quedar. “Si estás fuera y sientes nostalgia, entonces, tienes que volver. Si no hay nostalgia, puedes vivir allí donde te encuentres”.
Teníamos nuestras dudas de que fuera tan fácil encontrarlo hoy, cuando nos hemos acostumbrado a que escritores y artistas rompen sus citas concertadas con meses de antelación y no pasa nada: son artistas muy ocupados. Él no nos conocía, no éramos potenciales compradores, ni le íbamos a hacer propaganda alguna –lo del artículo es puramente personal- y sin embargo, estaba allí disculpándose porque no nos atendería todo el tiempo ya que tenía que trabajar unas horas de sol, pero dejándonos con su compañera que se ha deshecho en amabilidad y cercanía, y al final, saliendo los dos a despedirnos hasta la puerta como los mejores amigos.
No sé, no quiero entrar tampoco en más aspectos de su personalidad o su pensamiento social o político, sencillamente me ha encantado su naturalidad.
Ahora tiene dinero para pagarse los mejores hoteles de París. Cuando empezó, se fue allí sin saber el idioma y sin un duro. Comenzó de pintor de brocha gorda y se encontró con un mecenas que le supo apoyar. Después se ha ido haciendo a base de encontrar un estilo de figuras que le define. Ahora es tal vez repetitivo, porque todo gira en torno a esas figuras que ya le identifican, pero en las variantes, en las poses, en los colores, sigue creando y sobre todo sigue siendo, creo yo, una persona accesible.
Y a todo esto, los de la maratò i mitja se han deshidratado por el camino. Vaya día de calor en Castellón.
viernes, 11 de mayo de 2007
Todos los patos son negros (o La sonrisa embarazosa)
El peligro de elucubrar científicamente los contenidos ocultos del arte es que se pueden originar las más alucinantes interpretaciones con viso empírico. Tales son las relecturas que hace Freud del Moisés de Miguel Ángel, el Hamlet de Shakespeare, Los hermanos Karamazov de Dostoievsky o 24 horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig. Su pervertida mirada lo trufa prácticamente todo de falos, sodomías, homofilias, onanismos e incestos, pero, eso sí, siempre con el sambenito del cientificismo y el rigor de una metodología empírica.
Así se llegó a la conclusión recientemente de que, tras un sesudo análisis a fondo del retrato de la Gioconda pintado por Leonardo da Vinci entre 1503 y 1507, su enigmática sonrisa respondía al feliz hallazgo de que la modelo se encontraba en estado de buena esperanza.
Los concienzudos –y poco concienciados– científicos desestimaron corroborar sus resultados con otras obras del mismo autor, ignorando que una de sus características más reconocibles es lo que algunos expertos han dado en llamar “la sonrisa leonardesca”, y que según Freud es una fijación obsesiva del recuerdo de la madre biológica del pintor.
Pero considerar la sonrisa de la Monna Lisa como una prueba de su embarazo no sólo es inexacto, sino además un sacrilegio de órdago, porque si se recurre al cuadro que representa a la Virgen con el Niño sentados en las rodillas de Santa Ana se constatará la misma sonrisa en los rostros de las dos mujeres. Aceptar la trillada teoría de la Gioconda preñada por la presunta certidumbre de su análisis supone considerar aquí a la Virgen María en estado –¿será cosa de San José, esta vez?–, lo cual incurriría casi en la blasfemia y, por otro lado, embarazar también a la abuelita de Jesús, lo que ya puede parecer mucho más improbable en tiempos en los que la experimentación genética no estaba tan avanzada y nadie tenía, como hoy, la pretensión de convertir ovejas en seres inmortales ni transgenizar el maní para inmunizarlo contra toda la eternidad.
Para curarse en salud, sin embargo, otro de los rasgos que esgrimieron los responsables de tan útil investigación fue el peto que viste la Gioconda, según hipótesis de la moda prenatal. A tenor de que sus argumentos se apoyan exclusivamente en lo meramente observable a simple vista, cabe entonces la posibilidad de presentar asimismo los fundamentos para creer que todos los modelos que posaron para El Greco pertenecían a una especie alienígena de seres con apariencia humanoide, de proporciones imposibles y ojos grandes y prominentes, estructura ósea extensible y decoloración cerúlea y cenicienta de la membrana que recubría su cuerpo a modo de piel. Los datos, que son empíricamente contrastables, apoyarían esta teoría, por muy absurda que sea...
El problema de analizar una obra al margen del contexto sociohistórico y psicobiográfico del autor, centrándose tan sólo en aquella pieza escogida, puede ocasionar errores tan grotescos como el de esta sonrisa tan embarazosa. Limitarse a una única obra para extrapolar todo un discurso general equivale a desconsiderar un artista porque una vez se vio una de sus piezas y no gustó. Esto es, visto un cuadro, vistos todos.
Obviar un detalle de enjundia como la sonrisa en la obra de Leonardo es como juzgar la premisa de que todos los patos son negros porque el único espécimen a mano tenía el plumaje negro. ¿Qué estrambóticas conclusiones hubieran pergeñado de encontrarse con aquel autorretrato a carbonilla de un envejecido y barbado Leonardo si éste se hubiese dibujado con una leve sonrisa? Si algún día surge de nuevo una reconciliación entre las artes y las ciencias, como en el Renacimiento, no será ésta la vía más adecuada... Absoluto terror produce –además de un traumático descenso de la libido– imaginar un mundo plagado de mujeres perfiladas con el canon de belleza de Las damas de Aviñón.
viernes, 30 de marzo de 2007
De santos y divos
El arte no sirve para nada, es un fenómeno tan inútil como pretencioso y amparado en la retórica y en el consenso de unos pocos círculos de poder e influencia mediática. Su ambición parece no implicar ya una responsabilidad social y trascender sobre sus valores sino cebar la panza de quienes pululan alrededor del artista y su obra.
Desde que en el Renacimiento el artista se ganó un reconocimiento personal que le rescatara del anonimato, la que antaño fuera su ingenua labor de contribuir al desarrollo constructivo de una cultura ha derivado materialistamente en el tejido de un halo de proteccionismo por mor de la supervivencia. Así, igual que en el ciclo de la vida salvaje, también el del arte se mantiene por una cruel cadena trófica donde campa con mayor descaro la ley del más fuerte, y el artista ha de conseguir en todo momento hacer resonar su nombre constantemente para no ser olvidado y canjeado por otros museos.
Éste es un mundo de lobos y carroñeros. Aunque se pretende creer que presenta iguales condiciones para todos/as, la falsa democratización del arte disimula una encubierta política individualista y neoconservadora gracias a la cual os escasos privilegiados de siempre destacarán por encima de los demás con el beneplácito de la mayoría. Por tanto, sería justo considerar entonces como artista sólo a aquéllos que hubiesen escogido invertir su vida exclusivamente en lo que está estipulado como arte.
La actitud que se destila de ello es muy distinta en el caso del artista humilde que prefiere ver reflejado su acto creador en el beneficio de la comunidad antes que disfrutar del reconocimiento público. Sin embargo, esta ingenua idea del artista comprometido es a todas luces tan egocéntrica y prepotente como la del que está en esto sólo por la fama y el ombliguismo. Si para aquéllos la prueba de su sinceridad sería la de ignorar su identidad a cambio del uso anónimo de su talento, la validez consuetudinaria de los segundos debería ser avalada por la proporción económica de los costes de producción de su obra. En palabras más llanas: o se valora al artesano eficaz y hacendoso o se valida tan sólo al artista que, por ejemplo, presenta una instalación de planta basílica hecha con titanio y mármol de Carrara. Ya ven que el arte de la mitad occidental del mundo es, por su naturaleza competitiva, una herramienta retrógrada se mire como se mire...
viernes, 16 de marzo de 2007
La Ínsula Barataria de Picasso
Qué duda cabe que la jugada les salió redonda. El gobierno franquista llegó a presionar a la prensa para que no publicitaran demasiado la expo de Picasso, “tapándola” entre noticias de escaso relieve para que pasara desapercibida. Sin embargo, el boca-a-boca fue más efectivo a nivel popular –como lo fue el envío masivo de mensajes por móvil para derrocar el gobierno pepero tras los atentados del 11-M–. En caso de haber clausurado la exposición, dado el masificado interés de la muestra, hubieran provocado aún más polémica e incluso la gente podría haber simpatizado con Picasso, víctima del presunto secuestro de la libertad de expresión, esto es, de credo, ideología y moral.
viernes, 9 de marzo de 2007
Condenados artistas
Rafael Argullol lleva años advirtiendo de las máscaras del arte. Barcelona, que fue hace un siglo el segundo París de la pintura europea, es hoy un gran escaparate que vende piruletas de colores. Bendecidas, eso sí, por los popes del arte más cool del momento.
Es el de aquí un arte frío y aséptico, inocuo y frívolo, indolente y sordo, una estética sin ética. Un arte, en definitiva, que chilla mucho y que dice poco. Según demuestra la Historia, lo bueno del arte era que, tratándose en realidad tan sólo de cosas –un cuadro, una escultura, una bobina de celuloide–, ata y desata pasiones: provoca desmayos, revueltas, sabotajes, adhesiones, divisiones, crímenes y golpes de Estado. Hoy, sin embargo, se busca el éxito fácil con el arte de impacto, y los nombres y apellidos de los nuevos artistas duran lo que dura el chupinazo en la mascletá valenciana. Pero, ay, la gloria y la fama no son equiparables, pues la primera es un don que perdura para siempre.
Para colmo, la crítica es sólo agasajo y trabalenguas que marea conceptos y etiquetas como una bruja remueve el puchero: nada bueno saldrá de ahí. Los críticos, por no mojarse, ni se salpican el culo, y se bastan con describir formalmente lo que uno ya ve por sí solo.
El catedrático Argullol lleva un cuarto de siglo calando mangurriantes en este negocio del arte. Falta visión crítica y sobra borreguismo, dice Argullol, y más aún cuando el pastor resulta ser un lobo que se alimenta de conciencias. La estrategia de dominio del pensamiento ha sido muy sutil y eficaz, por otra parte. Consistió en confundir lo moral y lo artístico con lo políticamente correcto. Una novela como El extranjero de Camus sería editorialmente inviable ahora, una obra censurable porque un crimen racista despierte una simpatía nihilista en el lector. Los best-sellers de hoy son otra(s) historia(s): de argumento lineal y de ambigüedad plana, destacables sólo por el tamaño y la visibilidad de la portada, y a poder ser con el autor por encima del título. Así las cosas, por tanto, sólo media un paso entre la vanguardia y la trasgresión, por un lado, y el sometimiento y el mecenazgo, por el otro.
Las cotas de perversión etico-estéticas son hoy en día imbricadísimas. Instituciones culturales de enjundia y grandes entidades financieras costean con becas y obras sociales los fastos y boatos y demás cuchufletas de los nuevos delfines y paladines del arte contemporáneo. Rauda y veloz, la gente acude en masa a adorar a estos efímeros héroes con ínfulas de dioses y tan pronto como salen de la sala los tiran al olvido. Los resultados suelen ser muy pobres de espíritu, pero muy inflados de ego. Estos artistas están condenados a crear lo que se les paga que crean.
En cuanto la subvención aplaca el individualismo, el intelectual deja de ser molesto cual mosca cojonera para vestirse luego de burócrata y gestor de corbata. Desde el 11-S –el de Nueva York, que acabó eclipsando otros desastres históricos como los de Chile y Catalunya–, el miedo global (contagiado por un país hipocondríaco y narcisista, como un Sansón calvo) ha acabado canjeando seguridad por libertad.
Por el camino, la expresión ha perdido la ex-. No hay arte libre. El artista obra de encargo, como el aparejador, el fontanero y el paleta. La tutela de príncipes y Papas se ha transfigurado en la competición de gobiernos y bancos por hacerse con un monopolio colectivo –unos con ideas de nación y progreso; los otros con solidaridad y crédito–. El arte, entremedias, es sólo una moneda de cambio.
Contra la uniformidad, Argullol apuesta por la diferencia. Quizá eso derive por desgracia en elitismos aristocráticos, pero no queda alternativa frente al esquematismo –una dictadura que, como la de todos los –ismos, comporta un único marco, una única idea, una única mente, un único fin.
Hans Haacke es uno de los pocos artistas valientes que pueblan el mundo. Hace unos años repartió por todo Munich banderolas muy llamativas que exponían públicamente un listado de empresas que financiaron el partido nazi, con Siemens en cabeza (principal fuente económica de la ciudad). A Haacke, en calidad de artista, le pagaban con dinero público por montar ese pitote sin que nadie le tosiera. Si la gente protestaba, reconocía asimismo su culpabilidad; si por el contrario optaban por callar, manifestaban con su silencio su conformidad y su cobardía.
Más gallos como éste hacen falta en este corral de gallinas que es el arte moderno. ¡Venga, avecillas plumíferas, dejen de incubarse los huevos y vayan a picotear al granjero!