X es lo que comúnmente denominamos “una buena persona”. Así lo cree él y así opinan los que le rodean. Cualquiera de sus amigos y conocidos lo definiría como una persona honesta, leal, coherente y siempre dispuesta a echar una mano. Trabajador responsable, diligente y eficaz, trata a sus compañeros con simpatía y afabilidad y es educado y amable con sus clientes. Marido fiel y cariñoso, intenta pasar todo el tiempo que puede con sus hijos, y las pocas horas libres que le restan las dedica a estudiar alemán y a colaborar en una ONG local. X es, en fin, un ciudadano respetable y respetuoso con el orden establecido.
X utiliza cada día el tren para desplazarse de casa al trabajo y viceversa. Hace un par de semanas, X vivió la que tal vez sea una de las experiencias más difíciles y traumáticas a las que se ha enfrentado. A un solitario vagón del tren nocturno en el que regresa a su casa cuando sale tarde de trabajar, subió un patán simiesco, uno de esos bárbaros de escasa luces que disfrutan del mal ajeno a falta de vida inteligente en su hueca calavera. El salvaje rapado se dedicó sin motivo, provocación ni aviso al inhumano maltrato y abuso del débil. No había nadie más en el vagón. Mientras X intentaba no prestar atención a la escena, el bruto pataco insultaba a la otra única pasajera, una joven inmigrante. X trataba de obligarse a actuar, argüía mil razones para levantarse y encararse al torpe desalmado pero ninguna de ellas era suficiente para vencer lo que en aquel momento le pareció prudencia. De los insultantes bramidos, el imbécil paleto pasó a los golpes y a las patadas, y X, tratando de no mirar, reconociéndose incapaz de hacer nada, sólo anhelaba llegar a la próxima parada. El cafre continuó con su retahíla de salvajadas, hasta que se cansó y se marchó. La muchacha lloraba. Y X, ciudadano ejemplar, no hizo nada.
Ahora X vive atormentado. En su cerebro, de día y de noche, se repite la escena. La reconstruye, la revive, la reinventa y la rehace de mil maneras y formas, tratando de imaginar qué hubiera ocurrido si... X ya no va a trabajar, le aterroriza que llegue el momento diario de estar con sus hijos, ha gritado sin motivo en un par de ocasiones a su mujer - a la que no ha explicado nada - y apenas se atreve a salir a la calle. X se pasa el día analizando, segundo a segundo, lo que ocurrió aquella terrible noche en aquel absurdo vagón, y trata de encontrar desesperadamente alguna manera de compensar su enorme – pero tan humana - cobardía. Cuando llega a intuir que no hay compensación posible, busca paz en la justificación de aquella pusilanimidad paralizante, y entonces se dice a sí mismo que de haber tomado cartas en el asunto tal vez no hubiera vuelto a ver sus hijos, y se susurra en secreto a sí mismo que no fue cobardía sino prudencia, que cualquiera habría actuado igual, y razona que lo mejor que se puede hacer es ir a lo propio, que nadie ayuda a nadie, que nadie conoce a nadie y que no vale la pena arriesgarse por un desconocido. X sabe que hay mucho, demasiado, de cierto en sus argumentos, pero eso no sólo no le sirve de alivio sino que, al contrario, acrecienta su angustia. X sabe que la mayoría de ciudadanos ejemplares habrían actuado exactamente igual que él, pero eso no le consuela en sus noches de insomnio. X sabe que muy poca gente puede reprocharle nada, porque casi nadie hubiera actuado de forma diferente, pero eso no le evita escuchar de su propia voz la cabal condena: "cobarde".
“Al menos”, se dice cuando ya no le queda ni un solo argumento alentador, ni una sola palabra confortante, “en aquel vagón no había cámara de vigilancia”.Y luego lee sobre otro caso similar que ocurrió por esas mismas fechas: “El joven que presenció la agresión a la chica ecuatoriana en los Ferrocarriles de la Generalitat (FGC) ha comunicado a los Mossos que se siente intimidado por varios vecinos de su localidad, Olesa de Montserrat (Barcelona), que le increpan por no haber intervenido para evitar los golpes.” Y piensa que esos cívicos vecinos de Olesa serán también, como él, ciudadanos ejemplares.