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martes, 30 de octubre de 2007

¿Elogio? de la cobardía.

Por Y

X es lo que comúnmente denominamos “una buena persona”. Así lo cree él y así opinan los que le rodean. Cualquiera de sus amigos y conocidos lo definiría como una persona honesta, leal, coherente y siempre dispuesta a echar una mano. Trabajador responsable, diligente y eficaz, trata a sus compañeros con simpatía y afabilidad y es educado y amable con sus clientes. Marido fiel y cariñoso, intenta pasar todo el tiempo que puede con sus hijos, y las pocas horas libres que le restan las dedica a estudiar alemán y a colaborar en una ONG local. X es, en fin, un ciudadano respetable y respetuoso con el orden establecido.

X utiliza cada día el tren para desplazarse de casa al trabajo y viceversa. Hace un par de semanas, X vivió la que tal vez sea una de las experiencias más difíciles y traumáticas a las que se ha enfrentado. A un solitario vagón del tren nocturno en el que regresa a su casa cuando sale tarde de trabajar, subió un patán simiesco, uno de esos bárbaros de escasa luces que disfrutan del mal ajeno a falta de vida inteligente en su hueca calavera. El salvaje rapado se dedicó sin motivo, provocación ni aviso al inhumano maltrato y abuso del débil. No había nadie más en el vagón. Mientras X intentaba no prestar atención a la escena, el bruto pataco insultaba a la otra única pasajera, una joven inmigrante. X trataba de obligarse a actuar, argüía mil razones para levantarse y encararse al torpe desalmado pero ninguna de ellas era suficiente para vencer lo que en aquel momento le pareció prudencia. De los insultantes bramidos, el imbécil paleto pasó a los golpes y a las patadas, y X, tratando de no mirar, reconociéndose incapaz de hacer nada, sólo anhelaba llegar a la próxima parada. El cafre continuó con su retahíla de salvajadas, hasta que se cansó y se marchó. La muchacha lloraba. Y X, ciudadano ejemplar, no hizo nada.

Ahora X vive atormentado. En su cerebro, de día y de noche, se repite la escena. La reconstruye, la revive, la reinventa y la rehace de mil maneras y formas, tratando de imaginar qué hubiera ocurrido si... X ya no va a trabajar, le aterroriza que llegue el momento diario de estar con sus hijos, ha gritado sin motivo en un par de ocasiones a su mujer - a la que no ha explicado nada - y apenas se atreve a salir a la calle. X se pasa el día analizando, segundo a segundo, lo que ocurrió aquella terrible noche en aquel absurdo vagón, y trata de encontrar desesperadamente alguna manera de compensar su enorme – pero tan humana - cobardía. Cuando llega a intuir que no hay compensación posible, busca paz en la justificación de aquella pusilanimidad paralizante, y entonces se dice a sí mismo que de haber tomado cartas en el asunto tal vez no hubiera vuelto a ver sus hijos, y se susurra en secreto a sí mismo que no fue cobardía sino prudencia, que cualquiera habría actuado igual, y razona que lo mejor que se puede hacer es ir a lo propio, que nadie ayuda a nadie, que nadie conoce a nadie y que no vale la pena arriesgarse por un desconocido. X sabe que hay mucho, demasiado, de cierto en sus argumentos, pero eso no sólo no le sirve de alivio sino que, al contrario, acrecienta su angustia. X sabe que la mayoría de ciudadanos ejemplares habrían actuado exactamente igual que él, pero eso no le consuela en sus noches de insomnio. X sabe que muy poca gente puede reprocharle nada, porque casi nadie hubiera actuado de forma diferente, pero eso no le evita escuchar de su propia voz la cabal condena: "cobarde".

“Al menos”, se dice cuando ya no le queda ni un solo argumento alentador, ni una sola palabra confortante, “en aquel vagón no había cámara de vigilancia”.Y luego lee sobre otro caso similar que ocurrió por esas mismas fechas: “El joven que presenció la agresión a la chica ecuatoriana en los Ferrocarriles de la Generalitat (FGC) ha comunicado a los Mossos que se siente intimidado por varios vecinos de su localidad, Olesa de Montserrat (Barcelona), que le increpan por no haber intervenido para evitar los golpes.” Y piensa que esos cívicos vecinos de Olesa serán también, como él, ciudadanos ejemplares.

martes, 16 de octubre de 2007

Cráneos privilegiados.


Por Carlos Rull

Este es un país – o un estado, no se me moleste nadie - privilegiado. Sí, sí, de verdad y en serio: privilegiado como pocos. Tenemos una dieta y una diversidad culinaria que ya quisieran otros, del calçot al salmorejo, de los percebes a la paella,... que nos echen un galgo. Nuestro clima, ya se sabe, es la envidia de toda Europa, y por eso andan los hijos de la Gran Bretaña comprando terrenitos y parcelitas por doquier, inmigrantes bienvenidos que no llegan en cayuco. Nuestra riqueza y diversidad idiomáticas, culturales y folclóricas están de moda y son la envidia de muchos países, por eso recorremos el mundo presumiendo de diversidad idiomática. Que de vez en cuando nos liemos a gritos – si no a tiros - para convencer al otro de que debe o no debe compartir su diversidad – y su cartera - con la ajena, bueno, eso es un nimio detalle.

Sin embargo, por encima de todas las ventajas con que dotó dios a las ensangrentadas tierras ibéricas, somos especialmente privilegiados en cráneos. Sí, señor – y señora – en cerebros, cabecitas y calaveras privilegiadas. Nuestra reserva intelectual está llena, como nuestra gastronomía, de apetitosos percebes, suculentas paellas y sabrosos calçots, todos unidos en un intragable salmorejo. Tal milagro encefálico se manifiesta de manera constante en nuestros representantes públicos, y no hay más que ceñirse a los hechos para comprobar de qué manera los cráneos privilegiados que pueblan nuestros despachos han logrado traer la paz, la estabilidad y la prosperidad a nuestras muy diversas y más favorecidas comarcas.

Véase, por ejemplo, la macrocéfala y muy sabia decisión de hacer compatibles las cercanías de RENFE Barcelona con la construcción de la línea del AVE: sólo un cerebro especialmente dotado podría habernos regalado una decisión como esa, que ha traído a todos los catalanes que gozamos de tales mandatarios un montón de horas muertas que dedicamos alegres y sonrientes a completar sudokus y crucigramas. No muy lejos de esta maravilla del pensamiento hispánico debe estar otra calavera especialmente dotada, que se ha propuesto pagar (creo que) 1000 euros a los estudiantes de bachillerato para que no abandonen los estudios; si es que si no acabamos con el fracaso escolar es porque no nos da la gana: ya veréis, ya, como todo se soluciona con un buen sueldo a los chavales. Un tercer y último ejemplo – no quisiéramos aturullar de datos las cabezas menos preclaras de lectores y votantes – es la otra avasalladora mente pensante que con gracejo, gracia y donaire ha decidido que los médicos catalanes – o sea, los que trabajan en Catalunya, que catalanes, más bien, son pocos – puedan prescribir – sí, sí, prescribir, sinónimo de ordenar, mandar, preceptuar - ejercicio físico como tratamiento médico obligatorio; lo que nos vamos a ahorrar en la Seguridad Social en medicamentos: en fin, moriremos igual, pero moriremos sanos.

Así que ya saben: la próxima vez que alguien se queje o proteste sobre “este país”, háganle callar y háblenle del enorme potencial encefálico con el que afrontamos los retos del siglo XXI. Privilegiados, si es que somos unos privilegiados.

martes, 25 de septiembre de 2007

Robo a teléfono armado

Por Carlos Rull


En el minipiso de alquiler – pequeño pero acogedor, todo hay que decirlo - en el que acabo de instalarme no tengo aún instalación de interné, ni falta que debería hacerme. Pero me hace. Encarrilado ya inevitablemente en el generalizado desvarío posmoderno de crearme necesidades innecesarias, cuando no fútiles, resulta que esta nueva mudanza me ha permitido, además de jorobarme definitivamente la espalda, percatarme – dolorosamente - de mi creciente dependencia de la red. Metáfora fácil: me han pescado. Estar sin interné dificulta enormemente, entre otras cosas, colgar mis textos en los blogs en los que colaboro, mantener mi página web – en el rincón de su dueño olvidada –, comprar entradas, libros raros, o planificar mis fines de seman y mis viajes.

Carecer de acceso a la infinita – y mayormente inútil - biblioteca virtual que es la red también tiene sus ventajas: he redescubierto el placer casi artesanal de buscar palabras en diccionarios y enciclopedias, o de buscar la película u obra escogida en la cartelera de un periódico, y no en la fría pantalla. He llegado incluso a comprar de nuevo algún periódico o revista para mantenerme al día y he hallado de nuevo el ínfimo goce de tomar una cerveza en una terraza ojeando una revista de libros, en lugar de hacerlo con ojos enrojecidos en el monitor de un oscuro despacho de casa. Ni que decir tiene que, además, he descubierto que me queda mucho más tiempo para leer. Aleluya para hoy.

“No hay tu tía”, me dije, sin embargo, la semana pasada, ante la imposibilidad de enviar desde casa un correo urgentísimo, “necesito acceso a interné”. Así que acudí a una de esas tiendas de teléfonos y pregunté. La compañía me daba igual, sólo quería lo más barato. Cuál no fue mi sorpresa cuando me pidieron nada más y nada menos que noventa y dos euros por la instalación y el alta de un número. ¡92 euros por venir a hacer una instalación que ya está instalada y por conectar un número nuevo de teléfono! Yo, que venía del mundo del cable – igual de surrealista pero tal vez más sutil a la hora de robarte -, me quedé pasmado, pero, consultadas todas mis fuentes, tal pago es inevitable a menos que se tenga la suerte de coincidir con una temporada de oferta, lo cual, obviamente, no es el caso. Así que, además del acceso a internet más caro y lento del mundo "civilizado", me iban a sablar casi cien euros por nada.

Tal circunstancia no iba a detenerme en mi ya recio empeño de volver a tener conexión, sólo me ayudó a decidirme por la compañía que tendría el honor de proporcionarme el servicio, mejor dicho, a eliminar definitivamente una de ellas. “Señores de Telefonica – me dije, así, sin acento, como lo escriben ellos -, se llevarán ustedes mis 92 euros, pero nunca, nunca jamás, en ningún caso, circunstancia o suceso, me sacarán ustedes ni un solo céntimo más.”

Así que solicité el alta, y espero, y espero, y sigo esperando....
Post scriptum: antes de solicitar la instalación, me entero de que la ofrecen "gratis" si se pide por internet. "Gratis" hasta que se lee la letra pequeña y se comparan precios.

sábado, 14 de julio de 2007

DESEOS PROHIBIDOS

Por Rufino Pérez

De todas las acciones que diariamente el ser humano realiza, hay muy pocas que dependen de la voluntad. ¿Puedo decidir acaso a qué hora me levanto cada mañana? Bueno, en un margen de 5 ó 10 minutos sí, pero no más. Mi hora de levantarme la marca el horario de trabajo, o el horario de vacaciones, que también en vacaciones hay un horario. Tampoco puedo decidir no lavarme la cara o no vestirme, porque tengo que salir a la calle como dice la canción: ”con la cara lavada y recién peiná” -perdón si os hiere la cita de Escobar, pero es que hoy voy de retro-.

Y tampoco puedo decidir qué desayuno tomar porque todo depende de lo que hay en la nevera. Si alguna vez juegas con el deseo y eliges el desayuno que vas a tomar antes de abrir la nevera, hay una alta probabilidad de que no puedas realizarlo – el deseo- porque faltarán los ingredientes para ese magnífico desayuno. Y acabas tomando café con leche como todos los días.

Y harto de tener esos conatos de voluntad que terminan en frustración, uno acaba por no ejercerla –la voluntad- y adquiere el hábito de operar por costumbre: primero voy a la nevera y en función de lo que veo allí, digo “hoy me apetece desayunar…”, o bien, “hoy no desayuno”. ¿Y me quedo totalmente satisfecho por haber ejercido mi voluntad o más bien con la cara larga por no haber podido colmar mi deseo? No lo sé, pero el caso es que me quedo con hambre.

Un buen día se cruza en tu camino un objeto de deseo –no seáis malpensados-, te fijas en él –el objeto- y sientes la necesidad de tomarlo, pero voluntariamente, decides que no, que no vas a tomarlo porque el objeto no es tuyo, está detrás de un escaparate y cuesta un pastón. La voluntad mediatizada por la razón y la "consciencia" ha frenado el deseo.

¿Realmente es así? De momento sí, por eso somos personas culturalmente racionales. Pero hace falta mucho más para ahogar el deseo. Éste, que se ha quedado en forma de estímulo residual, organizará nuestra voluntad para decidir un día y otro día pasar por delante del mismo escaparate y lanzar miradas posesivas al objeto.

Más adelante, decides fijarte en otros objetos más asequibles y similares al primero. Pero no sé qué ocurre pero no resultan ni de lejos iguales al él, ése que sigue día a día expuesto en el escaparate de tus fantasías. Porque ya hace tiempo que te alimentas con la fantasía de poseer el objeto, de que ya es tuyo. Poco a poco, el deseo está ganando nuestra voluntad.

Pero es ridículo, ¿cómo voy a entrar y decirle, decirle qué? ¿Preguntarle por el precio? Si está muy claro. ¿Decirle que me lo dé a plazos? Una tontería. Me vuelvo a casa.

Vaya, parece que me he olvidado del deseo, parece que ha huido, ha desaparecido, pero, coño, si estoy delante del escaparate otra vez, ¿cómo he llegado hasta aquí? Sin duda voluntariamente, porque nadie te ha traído, has venido tú solo. Y ese día das un paso más y entras en la tienda, y ya te han preguntado con cara sonriente y afable ¿qué deseas? -Vaya, cómo se habrá enterado esta persona de mi deseo?- Y le cuentas la verdad, que tienes un deseo, sí, un fuerte deseo y que no tienes muchas posibilidades de conseguirlo. Y escuchas tus palabras y no las reconoces como tuyas.

Piensas que ahora es cuando te echa de la tienda con una afable sonrisa. Pero no, lo que está haciendo es retirar el objeto del escaparate. Y lo está envolviendo y te lo entrega. Te dice algo así como que después de tantos días de verte plantado delante del escaparate, había deseado que te decidieses a entrar. El precio no puede variarlo, él es un simple dependiente, pero os arriesgaréis los dos a que puedas ir pagándolo sin que el dueño se entere.

Desde entonces, creo que es posible que exista el eco antes de que se produzca la voz, aunque éste nunca se manifestará si antes no se produce una exclamación voluntaria. A partir de ese momento, caminarán toda la vida juntos.

Por cierto, la anécdota, aunque mal contada, es real.

domingo, 22 de abril de 2007

PETARDOS/AS

Por Rufino Pérez

Ahora que hace tiempo ya, han pasado las fiestas, ruidosas por cierto, de la Magdalena y de las Fallas, tal vez sea momento para pensar en la aplicación de la norma que prohíbe la manipulación de material pirotécnico –petardos- a los menores de 12 –petardos también-.

En esos días me encontré con varios casos que pueden ilustrar mi afición a que la ley se deje de moratorias y entre en vigor cuanto antes.

Una plaza pública, de lo más concurrida; había acudido con mi hija de 11 a una chocolatada que ofrecía la Gaiata de la que era madrina infantil una amiga de su cole. En la cola, algún problema porque grupos de chavales intentaban pasar dos veces aunque luego el chocolate estaba por los suelos y más bien servía para otros usos que no los alimentarios. Aparece un grupo de amigos de mi hija con algún padre acompañante. Cada uno de los chicos llevaba la consabida mochila pequeña con los famosos “chinos”, “bombetas”, “avispas” y otras especialidades que no sé nombrar, pero que ellos se conocen al dedillo. Se toman el chocolate casi sin sentirlo e inmediatamente se ponen a tirar cohetes. Pero, no uno ni dos, no, venga cohetes. Y no sólo tirarlos hacia un sitio más o menos libre de gente –cosa harto difícil- sino a meterlos en el vaso, a ponerles el pie encima, a cubrirlos con una capa de tierra, en fin, mil diabluras. Los padres acompañantes, sí estaban, pero no existían.

Se acercó otro grupo de la misma edad, también con cohetes. Y empezaron a tirarles a los pies para ver si ellos respondían. No respondieron, menos mal. Se retiraban una y otra vez y no quisieron entrar en la provocación. Entonces se hartaron y se fueron a tirar cohetes a las chicas que pasaban por el otro lado. Y volvían otra vez, y les incitaban tirándoles otra vez cohetes. Y estos a la suya, retirándose. Y fueron a meterse con otro grupo, y éstos sí que entraron al trapo, e iniciaron una pequeña batalla coheteril.

A todo esto, los padres, totalmente inexistentes unos y existentes pero ausentes otros, ni caso. A la suya. Y una pareja de ancianos pidiendo por favor que se fueran a tirar petardos a otro sitio más retirado. Y una madre, enfadada, pidiendo que ni se acercaran al carrito de su hijo. Y los ancianos se marcharon y la madre con el carrito también. Los petardos se quedaron.

Otra anécdota. Una actuación de baile en el que mis hijas participan. En otra plaza, al aire libre, también céntrica. Comienza la actuación y detrás del escenario continúa el ruido de petardos que están tirando un grupo de “petardos”. Nadie, ni un solo policía local estaba por allí para pedir, rogar a los “petardos” que dejaran de tirar petardos durante la actuación. No, la plaza es suya y no había más que hablar. Muy triste. La plaza llana de gente dispuesta a escuchar la música y ver los bailes, pero los que mandaban eran los petardos –con y sin comillas-.

Y a propósito, ¿dónde hemos dejado a los padres? Tal vez con una sonrisa, o bien con una cerveza en la mano, pero además a gran distancia de donde están sus hijos. Y si a ti al pasar te estalla un petardazo y te medio rompe el tímpano, o simplemente te quema un poco el pie, o te llega hasta el ojo una esquirla de lo que salta, oiga no se queje porque al menos no es metralla. Claro, esto no es la guerra, pero qué cerca está. Así que, señoras y señores, de alguna manera habrá que pararla. No se me “moratorien” mucho y a pesar de mores –oh tempora, o mores- y de otras cuestiones, regulemos este tema de una vez.

Ah, y esto ya fuera de contexto. Estoy con el pensamiento en otro lugar, en el que un grupo de amigos charlan amistosamente alrededor de unos suculentos platos. Feliz encuentro. De alguna manera, también estoy con vosotros.

martes, 17 de abril de 2007

TÉ DE MODA




Por Carlos Rull

En el hipermercado al que acudo quincenalmente en busca de provisiones he observado un fenómeno que supongo generalizado. Lo que antes era un pequeño rincón al final de la estantería de los cereales, colacaos, cafés y azúcares, se ha convertido últimamente en una estantería entera dedicada a mil tipos diferentes de infusiones y tés. Combinaciones cada vez más extrañas y exóticas pueblan la sección de infusiones con nombres cada vez más y más “ingeniosos”: “té belleza”, “té juventud”, “té relax”, “Purifica tea”, “Eterny tea”, “Mix-té”, “té sin teína”, y al final, “té sin té”. Aparecen además en la sección de refrescos variedades incontables de té frío al sabor de tantas frutas como se quiera. Las infusiones se suman así a la moda sacra que sitúa en una alimentación químicamente sana e industrialmente equilibrada nuestra salvación. Al bífidus, el actimel y el danacol y a todas las demás panaceas curativas que suplirán la falta de ejercicio y compensarán nuestros excesos gastronómicos se suman ahora mil y una infusiones enriquecidas de mil y una formas.

El té, convenientemente envasado y hábilmente adaptado a las necesidades y obsesiones occidentales, se pone de moda. Esto me recuerda algo que me explicó, en macarrónico inglés, un simpático camarero en una tetería de Estambul. En esa ciudad es ya costumbre que los turistas se atiborren de un infecto té con manzana que se promociona como bebida tradicional turca. Según aquel camarero, en Turquía nunca se ha consumido tal bebercio. El auténtico té turco tradicional es un té negro de sabor muy fuerte que no suele sentar bien a los delicados paladares de los demás europeos. Análoga bola comercial se extiende ahora a nuestros supermercados.

El té es, desde hace centurias, una parte fundamental de muchas culturas, un hábito de fuerte arraigo social que cruza fronteras y que viene rodeado de un apacible y fascinante ritualismo, de los rescoldos de una antiquísima trascendencia espiritual y poética. De sobras son conocidos las tradiciones japonesas, indias, árabes y chinas en torno a esta bebida: armonía, reverencia, pureza y calma son los cuatro principios que rigen la ceremonía japonesa. El origen del té (del étimo chino “chá”) se sitúa, según las leyendas, hacia el 2700 a.C., cuando unas hojas de esa hierba cayeron por azar en el cuenco en el que el sabio Shen Nung hervía su agua para comer. El té devino durante siglos una bebida rodeada de una fuerte espiritualidad y un cargado simbolismo misticista de pureza y recogimiento. Bebida vinculada a la meditación religiosa y a las complejas reglas sociales de las clases altas, se convertiría siglos más tarde en la bebida más popular de China. Allí es habitual ver a trabajadores, estudiantes o viandantes andar todo el día con su termo de té verde a cuestas, y no es raro que al pedir agua en un restaurante te sirvan directamente en su lugar una tetera bien llena.

Mi vida como consumidor compulsivo de té empezó hace unos años, en Polonia, donde alguien me acostumbró a esa infusión, enriquecido su sabor con una ramita de canela y una nube de leche. Desde entonces, el té se ha convertido en compañero inseparable de mi dieta. Por otro lado, su sabor se ha converrtido ya en un disparador de recuerdos y sensaciones del que no quisiera prescindir: el té con menta en una barraca bajo las cataratas de Ouzoud, en Djema El Fna o en las teterías de las cuestas de Granada, el té verde en los bares y restaurantes de Hangzhou, el fortísimo té negro de Estambul, la misteriosa tetería del hutong de Pekín donde me enseñaron todo el ritual tradicinal, el té acompañado del afrutado tabaco de la “narguile” o “shisha” en Khan El-Khalili o en los alrededores del Gran Bazar, el Earl Gray en un pub del Soho londinense o en un restaurante irlandés... Además, para hacer té sólo se necesita una tetera, una buena hierba y algo de agua.

El té es símbolo de hospitalidad y centro de una parte importrante de la vida social en muchísimos países. Para las muchachas saharauis, el juego de té es una de las posesiones más valiosas de su ajuar. A casi cualquiera que haya viajado a un país árabe le habrán intentado engatusar en algún comercio de alfombras árabe invitándole a un té acompañado de una aparentemente inofensiva conversación. Me explicaron en Marruecos que un antiguo dicho da sentido a los tres vasos de té que está obligado a aceptar el huésped ante una invitación: el primero vaso es amargo como la vida; el segundo, dulce como el amor; el tercero, suave como la muerte.

Algo entre misterioso y fascinador tiene, en fin, esta bebida que ha originado a su alrededor tantas costumbres y tradiciones milenarias, tantos hábitos y rituales de orden espiritual y social. En todo caso, la versión edulcorada que atiborra las estanterías de los hipermercados lo transforma en un producto más de la entrañada y benefactora trama multiempresarial que, preocupada exclusivamente por la salud y el bienestar de los consumidores – pues eso sólo somos -, se ha empeñado en hacernos llevar una vida más “sana”. Y otro día hablaremos del vino.


Permitidme acabar esta semana con un radical cambio de tema y dedicar un sincero homenaje al maestro Vonnegut: en paz descanse nuestro hombre sin patria o, cuando menos, que pueda escupirle a gusto al mundo y a Bush desde donde esté. Kilgore Trout no ha tenido tiempo de escribirle un epitafio adecuado así que recojo una frase del propio Vonnegut: “A lo único que he aspirado es a proporcionar a los demás el alivio de la risa”.
Ahora sí: hasta la semana que viene.

domingo, 8 de abril de 2007

LA EDAD

Por Rufino Pérez

Desde distintos puntos de vista, se puede contemplar la edad con diferente color. Los chavales de 15 contemplan a los que están en los 50 como “viejos” y es normal. Lo que ya no es tan normal es que los mayores de 25 también contemplen a los de 50 como viejos.

El otro día, me cuenta un amigo que le ha tocado corregir exámenes de acceso a la Universidad para mayores de 25, que en el Comentario de Texto debían escribir sobre las reflexiones de una persona que había cumplido los 50. No sé exactamente el contenido del texto, pero el alumno decía algo así como que “a esa edad, se comprende que el viejo entre en problemas de conciencia porque le queda ya poco”. Poco ¿de qué? ¿De vida, de ilusiones, de amoríos, de verbenas? ¿Viejo desde la perspectiva de alguien supuestamente mayor ya de 25 años?

Mi amigo y yo coincidimos que el alumno en cuestión debía suspender el examen y esperar a tener 50 para entrar en la universidad, así que en Comentario de Texto, el susodicho habrá sacado una pésima nota.

No estoy actuando en defensa propia –no he llegado todavía a los 50- pero sí que es verdad que los números dicen poco acerca de lo que es la edad. No quiero hablar de cuál es la edad más bonita, la más plenamente vivida, la mejor… porque todas esas expresiones son tópicos que no cuadran para todos. La edad es únicamente consecuencia del paso del tiempo. Mentira también.

El paso del tiempo te aplica un número y te sitúa en una edad, pero es lo que diríamos la “geodinámica interna” la que verdaderamente te mueve, evidentemente con las limitaciones que te impone la edad. Y con las limitaciones del entorno, claro.

Es decir, a los 50 no hay que proponerse correr un maratón cada semana, pero sí que se puede participara en algún maratón. Y hasta ganarlo, o al menos llegar antes que muchos de 25. Tampoco hay que proponerse seducir a una chica de 25, pero no hay que negarse a dejarse seducir, si llega el caso. El cuerpo a los 50 ya no aguanta pasar un par de noches sin dormir, pero tampoco pasa nada si somos capaces de aguantarlas.

En fin, que si la gente te mira y piensa que estás siendo un poco anacrónico porque te ríes abiertamente y dices chorradas como los críos; si tu hija se avergüenza porque gritas y saltas como los quinceañeros en un concierto; si los comentaristas de textos piensan que a los 50 ya se es viejo; el problema es de ellos, no mío.

Queda mucho por hacer y ojalá se pueda hacer la mayor cantidad posible antes de llegar a los 50. Desde ahí hasta los 80 haremos el resto, y los años siguientes lo que quede.

Nota. Mi amigo me confirma que el examinado no pasó la prueba general de Acceso.

martes, 13 de marzo de 2007

Por un granito de arroz...

Por Carlos Rull

Cuenta la leyenda que el ajedrez fue inventado hace unos mil quinientos años en el Valle del Indo por un sabio hindú – o árabe, en alguna versión minoritaria - al cual el sultán, aburrido después de haber derrotado a todos sus enemigos, le había pedido que buscara alguna forma inteligente de entretenimiento y entrenamiento. Otra versión afirma que fue el sabio quien decidió inventar ese juego para enseñarle a su rey una lección de humildad, pues de todos es sabido que en el ajedrez el rey es el eslabón más débil: no sirve para atacar y no es prudente arriesgarlo, antes bien, se trata de protegerlo a toda costa.


Cuentan asimismo, en todas las versiones, que, en agradecimiento, el rey le ofreció al sabio cualquier cosa de su reino, lo que él deseara, y éste, modestito él, le pidió un grano de arroz por cada cuadro del tablero de ajedrez en progresión geométrica, es decir, un grano por el primer cuadro, dos por el segundo, cuatro por el tercero y así hasta sesenta y cuatro, esto es, dos elevado a la sexagésima cuarta potencia. Un simple grano de arroz. El rey, impetuoso e irreflexivo, le preguntó extrañado por qué, pudiendo ser recompensado con cualquiera de las inmensas riquezas del reino, se conformaba con un premio tan insignificante. El sabio sonrió, y no era para menos: tan alta era la cifra, que ni todo el arroz del reino bastaba para pagar esa deuda. De hecho, tan elevada es que, buceando por la red, encuentro a un tipo que afirma que ni todas las cosechas de arroz actuales del planeta darían para pagar al sabio. Pues sí, modestito, el señor filósofo.

Un compañero mío - porque digan lo que digan algunos, los profesores innovamos e intentamos motivar - se ha entretenido en utilizar esta leyenda para un ejercicio práctico de su clase de Matemáticas. Con una balanza de precisión, ha intentado calcular cuántos granitos son necesario para obtener un kilogramo de arroz. Utilizando granitos normales, del arroz de Mercadona (deberían pagarnos por la publicidad gratuita), resultó que hacían falta 32 granos de arroz para tener un gramo, por lo tanto, 32.000 granos suman aproximadamente un quilo. Dividiendo el total de granos de arroz que salen de la progresión geométrica del tablero de ajedrez propuesta por el sabio entre la cantidad de granos de arroz necesarios para sumar un quilo, mi amigo obtiene la ingente y bárbara cantidad de quilos de arroz que le hubieran hecho falta al fogoso rey para cancelar su deuda. No tengo sus cifras a mano, y cualquier cálculo que yo intentara no sería muy de fiar, y mucho menos en plenas fiestas de la Magdalena en Castellón, días en que la rutina consiste en ir del mesón del vino al de la cerveza y vuelta, parando por el camino para seguir tomando en alguna colla. En todo caso, y aunque mis cálculos puedan ser inexactos y chapuceros, salen, efectivamente, muchas, muchas toneladas. Como curiosidad no está mal.

Sin embargo, más allá de lo anecdótico y curioso de esta edificante historia, es agradable comprobar que además de una poderosa lección de humildad, que se sumó a la impartida por la naturaleza misma del juego del ajedrez, la postura del sabio demostró implacablemente dónde se halla el verdadero poder de un ser humano. En relación con esta idea cuenta otra leyenda que un rey de la India se preguntó si el mundo se regía por la inteligencia o por la suerte. Como todo los reyes de las antiguas leyendas, acudió a dos de sus sabios en busca de un consejo al respecto. El primero de ellos, por toda respuesta, le entregó unos dados; el segundo, le entregó un tablero de ajedrez. Jof y Block. Sin comentarios.

Me despido con un diálogo ajedrecístico de una de las mejores películas de la historia del cine. Hasta la semana que viene.
Caballero- ¿Quién eres tú?
Muerte- La muerte.
Caballero- ¿Es qué vienes por mí?
Muerte- Hace ya tiempo que camino a tu lado.
Caballero- Ya lo sé.
Muerte- ¿Estás preparado?
Caballero- El espíritu está pronto, pero la carne es débil. (La Muerte se aproxima.) Espera un momento.
Muerte- Es lo que todos decís, pero yo no concedo prórrogas.
Caballero- Tu juegas al ajedrez, ¿verdad?
Muerte- ¿Cómo lo sabes?
Caballero- Lo he visto en pinturas y lo he oído en canciones.
Muerte- Pues sí, realmente soy un excelente jugador de ajedrez.
Caballero- No creo que seas tan bueno como yo.
Muerte- ¿Para qué quieres jugar conmigo?
Caballero- Es cuenta mía.
Muerte- Por supuesto.
Caballero- No me llevarás mientras dure la partida. Si me ganas me llevaras contigo, si pierdes la partida me dejarás vivir. (Sortean color). Has escogido las negras.
Muerte- Era lo lógico, ¿no te parece?
(Ingmar Bergman, El séptimo sello)

martes, 6 de marzo de 2007

El meu avi


Por Carlos Rull

Quien más quien menos, la mayoría de los de mi generación conservamos en la memoria alguna anécdota familiar de cuando hubo en este país una guerra civil. Los que nacimos entre el 75 y el 76, la primera generación tras la muerte del paquito, aún estuvimos a tiempo de recibir esa anecdótica herencia, la más de las veces oral, de nuestros abuelos, o de unos padres mayores que vivieron, aún niños, la contienda, o tal vez de unos padres menos mayores que explicaban las aventuras de los suyos: las batallitas de nuestros abuelos, sí , esas que muchos aprovecharon para sus trabajos de historia en el instituto, cuando un instituto aún era un centro de estudios.

Batallitas grandes o pequeñas, oficiales o ignoradas, contrastadas o exageradas, de fachas o de rojos - cada día (por suerte) da más lo mismo -, de final cómico o trágico: todas ellas son historias que han germinado en el imaginario colectivo español produciendo en ocasiones frutos de enorme belleza y capacidad evocadora – pienso en El Laberinto del Fauno, en Soldados de Salamina -, y a menudo lamentables engendros que crispan y agitan – pienso en ciertos libros revisionistas, en ciertos comentarios radiofónicos, en ciertos sitios de la red -.

Toda gran historia, y la Guerra Civil lo es, está compuesta de infinitas pequeñas historias, de aventuras insignificantes o admirables; de heroicidades sin héroes o aun con cobardes; de glorias sin prensa, de victorias sin fotografías, de rostros sin nombres o de nombres sin rostro. Pequeñas pinceladas en el gran cuadro de la guerra, hebras sueltas del tapiz de la Historia. Detalles ínfimos en el devenir colectivo que son, en realidad, la verdadera y auténtica historia, la intrahistoria unamuniana. Vivencias que, por encima y por debajo de la que nos cuentan los libros de texto y los coleccionables de los periódicos, conforman la genuina esencia de lo que fueron tres de los más bárbaros años de la historia de este país. La de mi abuelo Benito es una de ellas.

Mi abuelo paterno y cuatro conciudadanos suyos, entre los que se encontraba también el tío Mingu, otro familiar indirecto de un servidor, fueron detenidos por motivos que nunca han quedado demasiado claros. Tal vez, dicen, porque increparon a unos milicianos en plena faena de destrozar iglesias, o tal vez, cuentan, por envidias y rencillas vecinales o comerciales. Qué más da, y qué más da también qué bando los detuvo, la cuestión es que metieron a los cinco pobres tipos en un coche y se los llevaron a la montaña, ya supondrán ustedes con qué aviesas intenciones. Cuando los milicianos les ordenaron bajar del vehículo, el tío Mingu, de quien cuentan que gozaba de una corpulencia fuera de lo común, se resistió, exigiendo para ser reducido la voluntariosa colaboración de todos y cada uno de los guardas – y ni con esas -. Aprovechando la confusión, el chófer le abrió la otra puerta del automóvil a mi abuelo y le dijo que corriera. No hacía falta: mi abuelo había salido disparado montaña arriba y, entre gritos y disparos, logró dar esquinazo a sus perseguidores y refugiarse ileso en una masia de los alrededores en la que durante aquella época oscura se dio cobijo a más de un fugitivo. A sus espaldas, los milicianos fusilaron a los otros cuatro inocentes. En los meses siguientes, y hasta el final de la guerra, mi abuelo Benito vivió un auténtico calvario: fugas en tren con disfraz y sombrero, refugios inciertos en casa de conocidos, falsas identidades, el terror a ser reconocido,... Incluso llegó a trabajar como conductor para los mismos que habían querido fusilarle, otra de esas infinitas contradicciones de aquella guerra. Finalmente, gracias a la solidaridad y amistad de mucha gente, logró atravesar la frontera y, tras acabar la guerra, reunirse con su familia. Llegó a ser alcalde. En la otra punta de España, por esas mismas fechas, mi abuelo materno corrió mucha peor suerte: a él sí consiguieron fusilarlo.

La Guerra Civil (y lo que vino después), además de un millón de muertos, un dolor infinito en muchos corazones y un país arrasado y dividido, dejó una estela de odio y rencor que aún hoy se respira con demasiada frecuencia en muchos rincones de las españas. Sin embargo, también dejó pequeños reductos de luz, pequeñas historias como flores en un cementerio, como brotes en el olmo seco, semillas llenas de palabras e imágenes para el futuro y, sobre todo, dejó muchas lecciones que nunca deben ser olvidadas.

En estos días de barahúnda y bravuconada, de banderas en las manos y agravios en las calles, de derechonas a la gresca e izquierdonas al “tú más”, de griterío y estridencia, de salvajes energúmenos bramando afrentosas memeces como “Zapatero, al hoyo con tu abuelo”, en estos días, en fin, de tanto político mediocre y tanto bárbaro desencadenado, es probable que esté muy de más traer a colación una de esas pequeñas, minúsculas, olvidadas anécdotas de tan funestos tiempos, pero aunque esté de más, me apetecía explicarla, qué carajo. Y es que, aunque con frecuencia no tenga sentido volver a lo que ya no existe, yo sentencio, con palabras de Aristarain en Un lugar en el mundo, que “hay cosas de las que uno no puede olvidarse. No tienen que olvidarse. Aunque duela”.

martes, 6 de febrero de 2007

POSTALES DELIRANTES


Por Carlos Rull
Entre mis malas costumbres, que son muchas, se cuenta la de hojear de vez en cuando el periódico. El viernes pasado, en uno de esos folletines gratuitos que reparten en las estaciones, me sorprendí a mí mismo indignándome ante tres noticias que, leídas consecutivamente, eran un fiel reflejo del desvarío social en que vivimos.

Paseaba la vista por la sección de economía – esa que uno lee cuando ha leído todo lo demás e incluso ha hecho el autodefinido – cuando me encontré la primera de ellas: “300.000 catalanes cobran tan poco que no llegan ni a mileuristas”. Trescientos mil son muchos. Y menos de mil euros es muy poco. Sí, los jóvenes se van abriendo camino, menos mal. Mi incipiente enojo aumenta cuando, bajando un poquito la vista, me encuentro la siguiente: “España es el país más tacaño de la UE en ayudas familiares”, noticia que me hace sabedor de que para obtener la ayuda que un ciudadano alemán recibe por dos retoños un ciudadano español debería tener... ¡trece hijos (e hijas, no se nos vayan a enfadar las feministas del ayuntamiento de Córdoba)! Trece. Y los partidos políticos hablando de estatutos y de procesos de paz. En fin, ya sabéis lo que nos toca.

No habría pasado la cosa de un leve y habitual mosqueo – lo que ocurre siempre que hojeo el periódico - si en la página siguiente no me hubiera encontrado la tercera primicia. Desde lo más alto de los altares financieros, desde el cielo infinito de cifras y beneficios, se derramaba sobre todos nosotros la luz divina del gran sabedor que descendía a la tierra y se hacía hombre para absolvernos de nuestra iniquidad y perdonar nuestros pecados: alegraos y regocijaos ante el milagro, pues el Banco Santander ha ganado este año 7 600 millones de euros. Gloria, gloria, ¡aleluya!. 7 600 000 000 de euros. 1 266 160 000 000 de pesetas. Mucho más que setenta veces siete. Mucho más que mil euros. Estos señores no necesitan ayudas familiares pero nos permiten compartir su alegría comunicándonos la buena nueva de sus ganancias: son los nuevo señores feudales. Eso sí: y hubo gran regocijo.

Tenía previsto que mi artículo de hoy finalizara aquí con una breve e irónica conclusión, pero hace menos de un hora me ha ocurrido algo que no puedo evitar compartir con vosotros, como el Santander comparte su regocijo, que no su beneficio. Estaba en la biblioteca cogiendo en préstamo un par de DVD – me ha dado por Bergman – mientras oía a mi espalda, donde se hallan esos ordenadores llenos de juegos que permiten a la administración afirmar que ha aumentado la asistencia a las bibliotecas públicas, una discusión materno-filial que consistía más o menos en una repetición de “Venga, cariño, nos vamos, ¿eh?” seguido de un categórico “¡No quiero!”. Una de las amables bibliotecarias estaba pasando mis DVD por el aparato desmagnetizador cuando la madre, joven, alta, elegante, teñidísima, se acerca al mostrador diciendo en voz bien alta “voy a preguntarle a la señora si puedes continuar, ¿eh?”. A estas alturas, toda la sala está atenta a la jugada, claro, pero ella insiste con su tono elevado, “no puedes seguir jugando, ¿eh, cariño? Ahora esta señora te lo dirá, ¿eh?”. Llega al mostrador y se dirige a la otra bibliotecaria, y con gesto atribulado y susurro suplicante le dice “por favor, dígale que no puede seguir jugando, dígaselo usted, ¿eh?”. No ha añadido “que a usted sí le hará caso, ¿eh?”. Las dos bibliotecarias y yo nos hemos mirado entre atónitos y socarrones en un breve silencio, hasta que la aludida ha musitado dignamente a la pobre progenitora “no se preocupe que se lo apago desde aquí”. La compungida madre se ha girado aliviada y ha vuelto a hablar bien alto, “¿Ves? La señora dice que no puedes seguir jugando, ¿eh?”. Y asunto resuelto.

No he podido evitar preguntarme si esta madre diestra y eficaz, modelo de comprensión y autoridad, cobrará esas exiguas ayudas familiares a las que sólo puede acceder el once por ciento de las familias españolas. Tal vez es una ejecutiva o una accionista del banco Santander y no las necesita. También me he preguntado si tendrá previsto llegar a los trece hijos – o a los siete o a los diez, como nuestras abuelas - y, en ese caso, cómo pretenderá educarlos. Tal vez según la moda: que los eduquen los profesores y, a partir de ahora, las bibliotecarias; o tal vez como al Ciudadano Kane: que los eduque el banco y quizás así se salven del mileurismo. Además de incitarme a formular preguntas como ésas, esta escena ha venido a confirmar alguna de mis hipótesis sobre por qué la educación va cómo va.

No sé qué ocurrirá con esos trescientos mil submileuristas catalanes (y los millones del resto del estado), ni con la familia española que no recibe ayudas, ni con los millones de euros del sagrado Santander, ni con el mimado vástago de esta señora, pero creo, supongo, sospecho que con tan delirantes desequilibrios y con tanta generación de mocosos malcriados y caprichosos (y mocosas malcriadas y caprichosas, ¿eh, señoras del Ayuntamiento de Cordoba?, que hay que estar a las verdes y a las maduras) podemos apagar las luces tantos cinco minutos como nos dé la gana y celebrar todos los Días Mundiales de lo que queramos que el futuro se seguirá vislumbrando de un solo color, y no es el rosa.

Y sin embargo, mañana será un buen día.

martes, 23 de enero de 2007

Pizza y tópicos


Por Carlos Rull
Londres. Pizzeria Soho, en el barrio ídem. Diciembre de 2006. Es un lugar agradable y muy concurrido. Buena comida italiana con cierta originalidad en los entrantes, precios asequibles, música en directo. Un local sencillo pero de moda tanto entre los londinenses como entre los foráneos. Nos plantamos allí un viernes por la noche. El grupo es bueno, un jazz acústico tocado con estilo. El maitre, muy atento, nos ofrece enseguida una pequeña mesa cerca de la barra y nos trae la carta. El lugar está abarrotado y toca apretujarse un poco, pero no nos importa, sabemos que cenaremos bien y que el ambiente será agradable. La carta tiene buena pinta. Leerla, comentarla, escoger, ponerse de acuerdo para probar el máximo número de platos posible sin salirse del presupuesto, un vino barato, pero no, eso no existe en Londres, un par de cervezas, pues. Todo nos lleva unos cinco minutos. Dejamos las cartas cerradas encima de la mesa y esperamos un camarero.

Pasan cinco minutos. El primer waiter que responde a nuestros gestos lo hace sólo para indicarnos que nuestra mesa la atiende otro, uno con bigote varias mesas más allá. Pasan cinco minutos. Diez. Doce. Quince. Nos lo tomamos a risa, pero la conversación está tendiendo peligrosamente hacia el sarcasmo. Veinte. El bigotes ya ha atendido a un par de mesas que se han sentado después que nosotros. Veinticinco minutos. Las risas ya son directamente sarcásticas. Está cobrando a la mesa de al lado y es lo más cerca que ha estado de nosotros en todo este rato, así que aprovechamos la ocasión y enfatizamos la insistencia de nuestros gestos. El tipo responde con un gesto algo despectivo que quiere decir algo así como “No puedo partirme, os esperáis”. Con ese gesto tan antipático y huraño consigue que le identifiquemos repentina y simultáneamente como un clon de cierto expresidente del gobierno español, todo un descubrimiento.

Cinco o diez minutos más tarde se acerca a nuestra mesa y sus primeras palabras, en inglés algo macarrónico, son “sois españoles, ¿verdad?”. Lo dice tan desabrido que ahora sí que es idéntico a josemari. “Yes, but we speak english”. La sorprendente respuesta es: “no, si es que os he hecho esperar porque sois españoles, y los españoles no dejáis propina”. Nos reímos, claro, el tipo está de broma. Uno de nosotros le responde “bueno, después de esto seguro que no tendrás propina”. Su reacción es sugerir, muy circunspecto y orgulloso, que en ese caso tal vez queramos seguir esperando. Pues no, no está de broma. Los que aún sonreíamos dejamos de hacerlo. En una situación así tienes pocas opciones: llamar al maitre, indignarte y montar un número, iniciar una absurda discusión con el waiter con la inútil pretensión de conseguir que acepte que es imbécil o, por último, tomártelo a risa. Nosotros optamos por todas a la vez, cada uno la suya. A mi lado alguien estalla en una carcajada, otra se enzarza en un debate sobre qué derecho tiene él a generalizar e insultar de esa manera, mi novia se levanta directamente a buscar al simpático maitre y yo propongo que nos vayamos a otro sitio, pero, claro, nadie me escucha porque todos están gritando.

Acabamos saliendo del local sin cenar y bastante enfadados, a pesar de las melosas y zalameras disculpas del maitre. En mi caso, no encuentro ofensiva la generalización, pero me molesta que me desbaraten lo que prometía ser un rato agradable y me irrita sobremanera la mala educación. Mientras buscamos otro garito barato para calmar nuestra hambre y nuestras iras, la conversación deriva, por supuesto, hacia los temas obvios en un caso así, es decir, los tópicos, las generalizaciones y la calidad del turismo español. ¿Será cierto que no dejamos propinas? Nos trae sin cuidado, la verdad, pero alguno/a, dejándose llevar por ese impulso chauvinista que siempre surge en estas situaciones, se pone a generalizar sobre guiris, turistas, gambas y demás especímenes veraniegos del levante español. Es tan fácil generalizar.

Conclusión: todos los camareros ingleses (o italianos) se parecen a Aznar.

Postdata para curiosos: acabamos cenando fish&ships regados con mucha cerveza en un garito muy cutre cerca de Covent Garden, sin música pero con muchas risas. El camarero era muy simpático y no se parecía a Aznar.

See you next week!



miércoles, 17 de enero de 2007

Not so bad


En mi única estancia veraniega en Londres, hace ya ocho años, caprichoso como soy, me dio por trabajar para vivir y pagarme el alquiler en vez de dejarme rastas y reclamar mi derecho a que el Estado me proporcionara una vivienda digna. Es de esa manera como fui a recalar a la ribera sur del Támesis, cerca de la estación de Waterloo, a un restaurante francés especializado en vinos del Loira y que tenía por nombre RSJ Brasserie. Tuve que mentir como un bellaco para que me dieran el puesto. Había un chico italiano que optaba también a ser camarero de los que llevan los platos a la mesa, un coming waiter, que antes de que lo entrevistaran me dijo: “Llevo aquí dos semanas sin trabajo. Si no me dan este, mañana mismo lío el petate –quizás la palabra no fue esta–, y me vuelvo a Italia”. Como su inglés era más rudimentario que el mío y yo alegué una experiencia inventada que a ver cómo comprobaban en un restaurante de Sant Andreu de la Barca (un “sé asar pollos” en el momento exacto creo que fue un golpe de efecto definitivo), conseguí la anhelada ocupación pane lucrando.

Enseguida me di cuenta de que mis conocimientos librescos de inglés me servían menos de lo que pensaba en aquel contexto. Primero, porque allí Shakespeare servía de poco. Segundo, porque en un restaurante se utiliza un léxico que uno desconoce en gran parte: se puede estudiar inglés 10 años sin toparse con una gamba por el camino. Tercero, y tanto o más importante, porque la expresividad prima en la capacidad de comunicarse por encima del acento supuestamente british que uno le ponga a las frases. Vamos, que un francés que convierte en agudas todas las palabras del mundo tiene todas las de hacerse entender si gesticula mucho y suelta un “you know?” a cada paso.

Pero entremos al cogollo. Es la cosa que, en aquel ambiente, la respuesta a la pregunta de cómo estaba uno no eran los cargantes “muy bien”, “de coña”, “de muerte” y variantes, no; la respuesta más habitual era un “not so bad”, que es un “tirandillo”, un “anar fent”. Es algo que no me ha vuelto a pasar a diario. Aquí preguntas a la gente y te responden de entrada que todo bien o incluso un muy bien, con lo que a uno, que tiende a pensar las cosas de un modo más aquilatado, lo hunden en la miseria. Luego prosigue la conversación y comienzan las jeremiadas: que si me tengo que cambiar el coche porque este no tira, que si mi padre está pachucho, que si en el trabajo tengo las horas contadas... Entonces, ¿para qué demonios dices que todo va bien? ¿No sería mejor responder de un modo más neutro como paso previo a desgranar las miserias que acosan a uno? Y es que cada vez que alguien responde a la pregunta “¿cómo estás?” con algo diferente de un “tirandillo”, tiendo a pensar que responde más con el deseo que con la realidad. Tiendo a pensar que, directamente, exagera.

Se puede objetar que, en el engranaje social, un “muy bien” es una especie de aceite 3 en 1 que engrasa las relaciones, porque es educado y establece una barrera frente al otro, no lo invita a inmiscuirse en nuestros problemas. Podría ser que fuera un modo de rechazar estoicamente las previsibles ayudas que nos ofrecen cada vez que confesamos nuestras dificultades. Quizás sea eso. O quizás sea que en el país del Lazarillo todavía se prefiere llevar en los dientes el palillo del “muy bien” aunque las tripas nos estén diciendo, y además en inglés, “not so bad”.

miércoles, 10 de enero de 2007

Don nadie

Por Andreu González Castro

Según un vecino mío, hace tiempo se reservaba el tratamiento “don” a los bachilleres, los que habían acabado el Bachillerato, vamos, entonces no tan devaluado. También a personas de calidad, como el cura (don Efigenio, don Marciano, don Antonio) o el alcalde. A las personas de edad avanzada se les solía aplicar el antenombre más cariñoso de “tío”, que precedía al nombre de pila, más o menos deformado. Así, por ejemplo, mi abuelo era conocido como “el tío Estebonas” (de Esteban) incluso en los pueblos colindantes.


En literatura y otras manifestaciones artísticas hay “dones” inolvidables. El don Juan, a quien ideó Tirso de Molina y utilizaron Moliere y Mozart. Don Carlo, creación de García Gutiérrez trasladada a la música por Verdi. Ya en un terreno más popular, el conocido don Diego, enemigo acérrimo del Zorro en las andanzas del justiciero enmascarado.


Más que a esos “dones” literarios de relumbrón, en estos tiempos en que todos quieren medrar, salir en la foto, figurar, estar en el cogollito, uno debe aspirar seriamente a que se olviden de él, a ser un “don nadie”. Como Ulises, el héroe de multiforme ingenio, que logró escapar a la cólera feroz del cíclope a quien había cegado con una enorme estaca aguzada y endurecida al fuego gracias a que le había dicho que su nombre era “Nadie”. Así que, cuando el cíclope recibió la dolorosa lanzada y aulló buscando quien le auxiliase, no recibió ayuda de sus iguales, gigantones temibles. ¿Cómo la iba a recibir si gritaba desesperadamente que “Nadie” le había achicharrado el único ojo que presidía su frente?


La expresión se suele repetir con desprecio, queriendo arrojar paladas de oprobio sobre aquel que se profieren. “Es un don nadie”, se dice, y es como si se le tachara de un registro, el de las personas que merecen ser escuchadas. Se trazan unos sañudos rayajos a derecha e izquierda de un nombre y la persona que designa deja de tener crédito, sean o no sólidas sus opiniones. A mí me parece, en cambio, que sólo siendo un “don nadie” se pueden alcanzar verdaderas cotas de libertad. En la literatura de tiempos pretéritos, para burlar la censura y poder expresar verdades comprometidas, los autores las ponían en boca de un loco, uno de los ejemplares más palmarios de un “don nadie”, alguien a quien no se hace caso ni por pienso. Así, el licenciado Vidiera de Cervantes, que creía ser de vidrio y se atrevía a decir en voz alta lo que otros no osaban. Pero, ojo, que entre la escoria de las insensateces, refulgía el metal brillante de las críticas fundadas: “que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé lisonjear”. Por no hablar de Don Quijote, el otro loco genial creado por el alcalaíno. Locos, algunos niños, borrachos, políticos en apuros: todos libres para decir la verdad, todos don nadies (la cita es de Arthur Miller).


No es cosa fácil ponerse manos a la obra y decidirse a ser un “don nadie” no por marginación externa, sino por propia voluntad y gusto. Profetas en el mundo del trabajo los hay en Norteamérica: los que se han acogido al downshifting, han decidido bajar los peldaños del éxito social tras haber sido verdaderos yuppies, triunfadores podridos de dinero, y han optado por una vida más espiritual, alejada del consumismo desenfrenado. Curioso país, la capital del imperio: en él todo engendra a su contrario.


Pero la morada óptima del “don nadie” no es Norteamérica. Ni su mundo es de este reino. Su loca aspiración es, claro, vivir en el no-lugar. El buen lugar (eu-topos) es el no-lugar (ou-topos), como escribió con un juego de palabras Tomás Moro. Los “don nadies” son ilusos que querrían vivir en la isla de Utopía, en constante riña con la tierra firme de la Realidad. Yo me atrevo a recomenda a todos los que vivís en la peligrosa Realidad que os atreváis a emprender, al menos de tanto en tanto, un viaje al otro territorio.

miércoles, 3 de enero de 2007

El drama humano


De todas las tendencias humanas, la más ridícula es la tendencia a la exageración, al uso porque sí de la hipérbole que acaba desvirtuando el sentido de las quejas. El sintagma “drama humano” (habitualmente deformado en un “drama humanitario” que tendría que hacer sonrojarse a quien pronuncia la sandez) se ha llegado a oír en contextos tan absurdos que uno acaba seguro de que quien lo usa confunde el hambre de las ganas de comer.

Viene esto a cuento de dos microhistorias cruzadas. La primera, la de la explosión de una bomba en el aeropuerto de Barajas. Es normal que una situación como esa, afortunadamente excepcional, cree incomodidades, y también sería normal que todos aceptáramos que eso va a ser así siempre. Pues bien: se veían imágenes televisivas de energúmenos indignados por la "falta de previsión". No se sabe a quién acusaban exactamente, porque la crítica en abstracto, tipo conjura planetaria, parece que surte más efecto. Quizás acusaban a las autoridades aeroportuarias, locales, regionales, estatales, comunitarias o, ya puestos, al presidente del Consejo Regulador de Vinos de La Rioja. Claro. Vuela en pedazos un aparcamiento de varias plantas y a mí se me alteran mis planes de vuelo. Un drama humano.

El segundo relato es el de un retraso de seis horas y media por avería en un vuelo que tenía que traerme de vuelta a Barcelona desde Lisboa el día 31. La verdad es que nunca tuve la más mínima duda de que me comería las uvas en casa, porque me costaba lo mismo confiar en que así fuera que desconfiar en la resolución del inconveniente. Pero, de todas maneras, puntualizo, si me hubiera quedado en tierra tampoco se habría acabado el mundo. Pero a este relato le falta salsa. Lo voy a reescribir en versión “drama humano/humanitario”:

La compañía Clickair, participada por la impresentable Iberia, nos dejó el día 31 de diciembre tirados como colillas la friolera de 6 horas y media en el gélido aeropuerto de Lisboa. Es indignante que en estos tiempos tengamos que sufrir la falta de previsión de la compañía y que nadie diera la cara: se avería un avión y la única solución que nos dan es la de traernos otro. Mientras tanto, como maniobra diversiva, nos ofrecen una comida pírrica compuesta por medio bocadillo, un refresco y un café. Pero lo peor de todo fue la falta de información. Había quien no sabía si podría ir a casa de los padres o tendría que conformarse con ir a la de los suegros. Otros se congratulaban por haber decidido de antemano dejar las sillas en casa de la hermana. Los de más allá lamentaban su mala estrella: tendrían que ir a cenar sin poder pasar por casa a ducharse ni, lo que es peor, ponerse maquillaje de purpurina ni comprar el cotillón. Pese a la inepcia de Clickair, el corajudo pasaje del avión reivindicó sus derechos y consiguió evitar el drama humano (o humanitario, tanto monta, ¿no?) gracias a la cual llegó una aeronave de reemplazo. Pero esto no va a quedar aquí. Exigimos compensaciones por los traumas psicológicos y dimisiones de los responsables del atropello y bla, bla, bla.

Sin caer en los excesos de los santones, a los que una cornisa les agrieta el cráneo y piensan qué han hecho para que el universo se enfade así con ellos, debiéramos ser un poco más pacientes y aceptar que hay cosas que escapan a nuestro control y sobre las cuales no podemos actuar. Son así y punto. De otra manera, a ver qué palabras nos quedan para referirnos a aquello que supere –y vaya si hay cosas que la superan– la ridícula, cargante y exagerada importancia que le damos a nuestros contratiempos de pasajeros del primer mundo.