Conocí a S por azares de la vida que no voy a relatar por irrelevantes. La cuestión es que quiso el destino que S y yo compartiéramos entorno vital, nevera, yogures caducados e incluso habitación, amén de otras muchas y diversas penalidades, así que tuvimos el incierto placer de desarrollar sin quererlo un roce bastante íntimo.
S no era ninguna belleza. Menuda hasta la exageración, bajita, la cabeza enteramente redonda y coronada de voluminosos e impertinentes rizos, y una cara de luna llena, plana y lechosa, que hacía más destacable la boca desmesurada por donde asomaban al reír dos incisivos enormes y demasiado separados, y su nariz de payaso, chata como la de una antillana de color y rematada en un bulbo carnoso y diríase que descolorido.
Su figura tampoco era notable. Excesivamente delgada y pálida, piernas ligeramente arqueadas en inclinación caballuna, la formal languidez de sus miembros contrastaba con su movilidad, la inquietud de un cuerpo joven, casi infantil a sus 20 primaveras, a menudo risueño, juguetón, con un inconfundible ceceo nada más abrir la boca que se convirtió en verdadera marca de la casa.
No me enamoré de S. No es ése el caso. Y sin embargo, algo sí murió en mi interior al hilo de nuestra forzada intimidad. Hasta mucho después de que ésta se interrumpiera definitivamente, no pude nombrar el vertiginoso abismo al que S me obligó a asomarme.
Y es que S vivía a gusto en su cuerpo, así de sencillo y así de paradójico. Se dejaba existir pletórica hasta sus lindes sin pretender traspasar los confines que la vaina natural de su piel había trazado para ella, sin querer estallar, y al mismo tiempo tampoco buscaba reducir sus ya de por sí mínimas dimensiones. Se hallaba insuperablemente cómoda habitando el espacio exacto delimitado por sus costuras.
Vivir, respirar, alimentarse, digerir, exudar, excretar, eran funciones connaturales y puras en ella, que aunque la incubaban no la envilecían; las realizaba sin ningún esfuerzo, indoloramente, sin histrionismos, tragedias ni heroicidades. Todo devenía de manera sorprendentemente fácil en el interior de aquella cavidad diminuta y animalmente beatífica que ocupaban sus vísceras y humores. En los años que convivimos, no recuerdo haberla visto jamás aquejada de ningún repentino mal, virus o desfallecimiento corporal ni anímico.
Yo era presa de una turbación y un desconcierto constantes, más aun cuanto no podía nombrar la causa de mi estupor. En más de una ocasión me sorprendí a mí misma hurgando en el cajón de su ropa interior en pos de una pista que me permitiera comprender, prendas que en mi aturdimiento juzgaba superfluaa: un cuerpo tan autorregulado, tan perfectamente contenido en sí mismo, ¿requería sujeción alguna? Un organismo tan angelical y exquisitamente puro, eximido de la culpa de la sierpe, bendito con la gracia de la inconsciencia, necesariamente debía poder prescindir de los protocolos de higienización habituales para el resto de mortales. Y sin embargo allí estaban, intactas y alineadas como piras antes de prender, sus minúsculas prendas íntimas.
Sostuve algunas en mis manos, impecablemente blancas, trajinadas y lavadas por mamá el fin de semana, sin sorpresas, sin secretos ni dobleces, porque el cuerpo virginal de S se correspondía con una silenciosa alma sin recodos o simas. Con melancólica incredulidad y sin rastro del deseado entendimiento, dejé resbalar la vista sobre las discretas, modosas telas de la lencería juvenil de los ochenta, carentes de guiños provocativos y de todo intento de ocultación, absueltas de la perversión que nace de la malicia, la sospecha y la duda. Exactamente como S: transparente, inocente y delicadamente armoniosa en su prodigioso y conforme existir hasta resultar insultante, obscena. Sencillamente insoportable.
Supe que S fue madre unos pocos años atrás, de modo que a la fuerza tuvo que despojarse de esa pátina de impermeable santidad a la que algún lustro después conseguí poner nombre. Su cuerpo se combaría como el de cualquier mujer que se haya ayuntado y haya concebido, invadiría siniestramente un espacio del mundo que no le correspondía, se vestiría ropas amplias que dieran cabida a su exceso. Su piel tuvo que agrietarse y ceder, y sin duda requirió nuevas suturas para contener el monstruoso abultamiento que durante nueve meses la parasitó, librándola con suerte de la virginal aura de bienestar y blanda aceptación que se me antojara tan desconcertante. Tal vez con el tiempo conociera la perplejidad, la necesidad, la incertidumbre, el deseo, el dolor.
Lamentablemente, hace décadas que S y yo ya no compartimos espacios, de modo que me es imposible verificar si ese hipotético nuevo estado de iluminación y su estatus de madre se han visto acompañados por cambio alguno en el estilo de la ropa interior que ahora use habitualmente.