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viernes, 12 de marzo de 2010

FRAGMENTOS

FRAGMENTOS



Te despiertas rodeado
por un ejército de pegajosos
soldados blancos, que tu mano
ha derrotado.

Han perdido la batalla del recuerdo,
yacen como cadáveres del deseo
son fantasmas con cadenas de vampiro,
que devoran hasta el último pensamiento

No puedes evitar mirarlos, tocarlos ,olerlos
esos fragmentos te devuelven ,como en un espejo,
la imagen de un cuerpo, que pertenece a la luna
y te lo presta en sueños

lunes, 16 de noviembre de 2009

Viaje alucinante

Para Mercè y Paula,
mis hermanas de sangre,
en tiempo de confluencias.
Ellas saben por qué.

I a tu, Mercè, gràcies pel teu oxigen.
Allà va la rèplica.


Por Ester Astudillo


A mi globo atada
sorteo escollos
de todo tipo:
simplonas plaquetas
(aquí estoy
aunque no fui yo
quien vino),
hebras,
áreas de despiece.

Es feo este paisaje,
gastado
invicto
viaje alucinante.

Cabalga mi sonda,
Nautilus
mochando
el loco lecho rojo.

Y yo, molécula bizca,
asida a una mota
esférica de hemo,
me río, me río.
Me río.

Y hacemos el amor,
mi náufrago y yo,
burlando las ajadas vetas
tan faltadas,
tan mezquinas.
Tan abajo.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Afluente

Por José G. Obrero


Cuando digo tierra me refiero a sangre.
Algo tan evidente lo ignoraba hasta hoy.
Entonces, ¿porque bombean las vísceras
todos estos insectos, vidrios sobre los muros?
Cuando digo arena me refiero a la angustia
va cayendo despacio hasta completarme.
Ahora no. Colapso. Bloqueo. Tronco seco.
Ponte ya los guantes, conviértete en Lamotta
a coces, alaridos, sacudida del cuerpo
desprenderse del vicio de dar vueltas:
matar al moscardón, que nada me apuñale.
Ahora toca cavar con una azada, desvaretar.
Ahora toca buscarse.
El cauce de un afluente.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Esmeralda

Por José G. Obrero

Ahí estaba Esmeralda cuando todavía su cuerpo no anunciaba forma alguna. Entrando con paso de niña siempre ruborizada y temblorosa. La cabeza gacha y los libros apretados contra el pecho como si temiese que se los arrancasen de las manos. Sentándose a mi lado. Esmeralda de ojos del mismo color y muchas pecas que entonces veíamos como signo de fealdad al igual que el rizo de su pelo demasiado alejado de las Nancys y las Barbies. Mirad, niños, (me gustaría decirles ahora) Esmeralda es real y camina en este momento por alguna ciudad excesivamente trajinada, bregada, una ciudad sucia y amontonada como la ropa de saldo: ramo de lavanda abandonado en la acera. Ahí estaba sentándose en la mesa de al lado, justo después de que el profesor dijese: “Esmeralda está muy triste, ha perdido a su papá, así que espero que la tratéis con todo el cariño que se merece” y algún niño se arranca a cantar: “amigo Félix cuando vayas al cielo…” mientras ahoga sin éxito una risita de rata. La sangre se hiela. Yo, el pequeño bastardo a medio camino entre abusador y abusado, periférico, producto del barrio como todos los que ocupábamos ese aula (mocos en las mangas, pelo cortado como Marco, pantalones con remiendos en las rodillas) quería por todos los medios coger esa canción de un salto, atraparla entre mis manos antes de que llegase a oídos de Esmeralda, y arrojársela con todas mis fuerzas al Caruso de turno para romperle una ceja, la nariz o su cara sucia de bocadillo. Así supe que yo no era un verdadero hijo de puta y que nunca lo sería porque los hijos de puta cantan canciones para causar dolor: himnos, marchas militares, coros por encima de los muertos, y también que habría siempre en mi vida algún hijo de puta convirtiendo los días en algo más inhóspito. Y cuando Esmeralda empezó a llorar descubrí que fácil era tomar a alguien por los hombros y acercártelo al cuerpo. Qué calor tan distinto al de las tardes de verano, a las estufas o a una hoguera de San Juan.

lunes, 10 de agosto de 2009

El cuerpo


Dedicado a S,
con nostalgia y (quizás incluso) sin rencor,
después de tantas capas de sepultado olvido


Por Ester Astudillo

Conocí a S por azares de la vida que no voy a relatar por irrelevantes. La cuestión es que quiso el destino que S y yo compartiéramos entorno vital, nevera, yogures caducados e incluso habitación, amén de otras muchas y diversas penalidades, así que tuvimos el incierto placer de desarrollar sin quererlo un roce bastante íntimo.

S no era ninguna belleza. Menuda hasta la exageración, bajita, la cabeza enteramente redonda y coronada de voluminosos e impertinentes rizos, y una cara de luna llena, plana y lechosa, que hacía más destacable la boca desmesurada por donde asomaban al reír dos incisivos enormes y demasiado separados, y su nariz de payaso, chata como la de una antillana de color y rematada en un bulbo carnoso y diríase que descolorido.

Su figura tampoco era notable. Excesivamente delgada y pálida, piernas ligeramente arqueadas en inclinación caballuna, la formal languidez de sus miembros contrastaba con su movilidad, la inquietud de un cuerpo joven, casi infantil a sus 20 primaveras, a menudo risueño, juguetón, con un inconfundible ceceo nada más abrir la boca que se convirtió en verdadera marca de la casa.

No me enamoré de S. No es ése el caso. Y sin embargo, algo sí murió en mi interior al hilo de nuestra forzada intimidad. Hasta mucho después de que ésta se interrumpiera definitivamente, no pude nombrar el vertiginoso abismo al que S me obligó a asomarme.

Y es que S vivía a gusto en su cuerpo, así de sencillo y así de paradójico. Se dejaba existir pletórica hasta sus lindes sin pretender traspasar los confines que la vaina natural de su piel había trazado para ella, sin querer estallar, y al mismo tiempo tampoco buscaba reducir sus ya de por sí mínimas dimensiones. Se hallaba insuperablemente cómoda habitando el espacio exacto delimitado por sus costuras.

Vivir, respirar, alimentarse, digerir, exudar, excretar, eran funciones connaturales y puras en ella, que aunque la incubaban no la envilecían; las realizaba sin ningún esfuerzo, indoloramente, sin histrionismos, tragedias ni heroicidades. Todo devenía de manera sorprendentemente fácil en el interior de aquella cavidad diminuta y animalmente beatífica que ocupaban sus vísceras y humores. En los años que convivimos, no recuerdo haberla visto jamás aquejada de ningún repentino mal, virus o desfallecimiento corporal ni anímico.

Yo era presa de una turbación y un desconcierto constantes, más aun cuanto no podía nombrar la causa de mi estupor. En más de una ocasión me sorprendí a mí misma hurgando en el cajón de su ropa interior en pos de una pista que me permitiera comprender, prendas que en mi aturdimiento juzgaba superfluaa: un cuerpo tan autorregulado, tan perfectamente contenido en sí mismo, ¿requería sujeción alguna? Un organismo tan angelical y exquisitamente puro, eximido de la culpa de la sierpe, bendito con la gracia de la inconsciencia, necesariamente debía poder prescindir de los protocolos de higienización habituales para el resto de mortales. Y sin embargo allí estaban, intactas y alineadas como piras antes de prender, sus minúsculas prendas íntimas.

Sostuve algunas en mis manos, impecablemente blancas, trajinadas y lavadas por mamá el fin de semana, sin sorpresas, sin secretos ni dobleces, porque el cuerpo virginal de S se correspondía con una silenciosa alma sin recodos o simas. Con melancólica incredulidad y sin rastro del deseado entendimiento, dejé resbalar la vista sobre las discretas, modosas telas de la lencería juvenil de los ochenta, carentes de guiños provocativos y de todo intento de ocultación, absueltas de la perversión que nace de la malicia, la sospecha y la duda. Exactamente como S: transparente, inocente y delicadamente armoniosa en su prodigioso y conforme existir hasta resultar insultante, obscena. Sencillamente insoportable.

Supe que S fue madre unos pocos años atrás, de modo que a la fuerza tuvo que despojarse de esa pátina de impermeable santidad a la que algún lustro después conseguí poner nombre. Su cuerpo se combaría como el de cualquier mujer que se haya ayuntado y haya concebido, invadiría siniestramente un espacio del mundo que no le correspondía, se vestiría ropas amplias que dieran cabida a su exceso. Su piel tuvo que agrietarse y ceder, y sin duda requirió nuevas suturas para contener el monstruoso abultamiento que durante nueve meses la parasitó, librándola con suerte de la virginal aura de bienestar y blanda aceptación que se me antojara tan desconcertante. Tal vez con el tiempo conociera la perplejidad, la necesidad, la incertidumbre, el deseo, el dolor.

Lamentablemente, hace décadas que S y yo ya no compartimos espacios, de modo que me es imposible verificar si ese hipotético nuevo estado de iluminación y su estatus de madre se han visto acompañados por cambio alguno en el estilo de la ropa interior que ahora use habitualmente.


jueves, 11 de diciembre de 2008

Para G., in memoriam (1/2)


Lourdes no era más que un pequeña villa el 11 de febrero de 1858,
cuando Bernardette Soubirous se encontró a orillas del río
con la «Señora», que confirió a la ciudad
su calidad mariana.


Por Ester Astudillo


Breve lección de anatomía



Ojos: la ausencia en la órbita quebrada.


El seno de tus cuencas, lecho de mis palabras calladas.


Fe: rotor de los autómatas tullidos.


Humores confundidos: el éxtasis, ayer, de los tuyos en los míos.

Rigor mortis: latido huido que hiela la carne dormida.


Exitus en la 4.8: por tu extravío quede yo vencida.


Exvotos: rosarios polvorientos, tintineantes, en el soplo aterido del templo.


Otrora tu flanco contra el mío, fundiendo en 1 las 3 personas del verbo.


Nuca: bisagra capital, despojo perfecto, nácar sublime.


Tu atlas desnudo, que fuera romo, tótem de mi duelo inservible.


Dedos: apéndices incorruptos, cuarteadas reliquias de profetas caídos.


Ayer tu holladura apenas que atajaba en mí un escozor esquivo.


Almas: guatas blanqueadas, corazones muertos, elípticas presencias.


Jirones de mi piel prendiendo en tu laude esta letra.


Sexo: un vacío en este muestrario de prendas.


Hambre: en mis manos ayer, tu última turgencia.