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lunes, 10 de agosto de 2009

El cuerpo


Dedicado a S,
con nostalgia y (quizás incluso) sin rencor,
después de tantas capas de sepultado olvido


Por Ester Astudillo

Conocí a S por azares de la vida que no voy a relatar por irrelevantes. La cuestión es que quiso el destino que S y yo compartiéramos entorno vital, nevera, yogures caducados e incluso habitación, amén de otras muchas y diversas penalidades, así que tuvimos el incierto placer de desarrollar sin quererlo un roce bastante íntimo.

S no era ninguna belleza. Menuda hasta la exageración, bajita, la cabeza enteramente redonda y coronada de voluminosos e impertinentes rizos, y una cara de luna llena, plana y lechosa, que hacía más destacable la boca desmesurada por donde asomaban al reír dos incisivos enormes y demasiado separados, y su nariz de payaso, chata como la de una antillana de color y rematada en un bulbo carnoso y diríase que descolorido.

Su figura tampoco era notable. Excesivamente delgada y pálida, piernas ligeramente arqueadas en inclinación caballuna, la formal languidez de sus miembros contrastaba con su movilidad, la inquietud de un cuerpo joven, casi infantil a sus 20 primaveras, a menudo risueño, juguetón, con un inconfundible ceceo nada más abrir la boca que se convirtió en verdadera marca de la casa.

No me enamoré de S. No es ése el caso. Y sin embargo, algo sí murió en mi interior al hilo de nuestra forzada intimidad. Hasta mucho después de que ésta se interrumpiera definitivamente, no pude nombrar el vertiginoso abismo al que S me obligó a asomarme.

Y es que S vivía a gusto en su cuerpo, así de sencillo y así de paradójico. Se dejaba existir pletórica hasta sus lindes sin pretender traspasar los confines que la vaina natural de su piel había trazado para ella, sin querer estallar, y al mismo tiempo tampoco buscaba reducir sus ya de por sí mínimas dimensiones. Se hallaba insuperablemente cómoda habitando el espacio exacto delimitado por sus costuras.

Vivir, respirar, alimentarse, digerir, exudar, excretar, eran funciones connaturales y puras en ella, que aunque la incubaban no la envilecían; las realizaba sin ningún esfuerzo, indoloramente, sin histrionismos, tragedias ni heroicidades. Todo devenía de manera sorprendentemente fácil en el interior de aquella cavidad diminuta y animalmente beatífica que ocupaban sus vísceras y humores. En los años que convivimos, no recuerdo haberla visto jamás aquejada de ningún repentino mal, virus o desfallecimiento corporal ni anímico.

Yo era presa de una turbación y un desconcierto constantes, más aun cuanto no podía nombrar la causa de mi estupor. En más de una ocasión me sorprendí a mí misma hurgando en el cajón de su ropa interior en pos de una pista que me permitiera comprender, prendas que en mi aturdimiento juzgaba superfluaa: un cuerpo tan autorregulado, tan perfectamente contenido en sí mismo, ¿requería sujeción alguna? Un organismo tan angelical y exquisitamente puro, eximido de la culpa de la sierpe, bendito con la gracia de la inconsciencia, necesariamente debía poder prescindir de los protocolos de higienización habituales para el resto de mortales. Y sin embargo allí estaban, intactas y alineadas como piras antes de prender, sus minúsculas prendas íntimas.

Sostuve algunas en mis manos, impecablemente blancas, trajinadas y lavadas por mamá el fin de semana, sin sorpresas, sin secretos ni dobleces, porque el cuerpo virginal de S se correspondía con una silenciosa alma sin recodos o simas. Con melancólica incredulidad y sin rastro del deseado entendimiento, dejé resbalar la vista sobre las discretas, modosas telas de la lencería juvenil de los ochenta, carentes de guiños provocativos y de todo intento de ocultación, absueltas de la perversión que nace de la malicia, la sospecha y la duda. Exactamente como S: transparente, inocente y delicadamente armoniosa en su prodigioso y conforme existir hasta resultar insultante, obscena. Sencillamente insoportable.

Supe que S fue madre unos pocos años atrás, de modo que a la fuerza tuvo que despojarse de esa pátina de impermeable santidad a la que algún lustro después conseguí poner nombre. Su cuerpo se combaría como el de cualquier mujer que se haya ayuntado y haya concebido, invadiría siniestramente un espacio del mundo que no le correspondía, se vestiría ropas amplias que dieran cabida a su exceso. Su piel tuvo que agrietarse y ceder, y sin duda requirió nuevas suturas para contener el monstruoso abultamiento que durante nueve meses la parasitó, librándola con suerte de la virginal aura de bienestar y blanda aceptación que se me antojara tan desconcertante. Tal vez con el tiempo conociera la perplejidad, la necesidad, la incertidumbre, el deseo, el dolor.

Lamentablemente, hace décadas que S y yo ya no compartimos espacios, de modo que me es imposible verificar si ese hipotético nuevo estado de iluminación y su estatus de madre se han visto acompañados por cambio alguno en el estilo de la ropa interior que ahora use habitualmente.


viernes, 27 de julio de 2007

Noche nupcial en luna de sombras

Por Iván Sánchez Moreno

“Era aún casi una niña cuando pintaron su retrato. Lo pintó un artista envidioso del que iba a ser su esposo, que trató de seducirla mientras posó para él. Dolido por su obstinado rechazo, acabó el cuadro tres días antes de colgarse de una viga en su atellier, con una nota de suicidio en el bolsillo que hablaba de celos y amor traicionado, de pena infinita y odio eterno y blablablá, todas esas cosas que escribían y escriben los malos poetas de peor perder.”

“El duelo de veras vino pronto, apenas dos meses más tarde de la entrega del cuadro. Ella cayó enferma y sin cura. El marqués d´Avignon, nuestro tío abuelo, vivió su luto con torturado afán. Según dejó escrito en su diario, vendió su alma al diablo a cambio de poseerla aunque sólo fuese por una noche, al no ver jamás consumado su amor por la virginal damisela. Y así parece que pasó aquella fatídica madrugada, según cuenta la vieja leyenda de nuestra familia.”

“La víspera de su muerte, el marqués d´Avignon preparó su aposento como si fuera una suite nupcial. Por doquier repartió velas, mandó colgar caras sedas del baldaquín de su camastro y abrió de la ventana de par en par de tal modo que los rayos de la luna bañaran de luz el rostro de la bella pintada en el cuadro. Ésa iba a ser la más íntima velada de los dos amantes, aunque fuera, para ella, a post mortem.”

“Nadie se explica cómo al alba amaneció él tumbado en su cama, con una prominente erección inviolable, desnudo de cuerpo presente y alma ausente, sin una sola gota de sangre viva por dentro y un rictus fantasmal de gloria y terror fijado en su rostro para siempre. Murió de gozo y pavor, dictaminó el galeno, y apenas eyaculó su vida entera se derramó consigo, paralizando su corazón, disolviendo su médula y quemando sus ojos como si acabara de ver para sí las mismísimas llamas del infierno. Sólo esa mirada inmortal de quien iba a ser nuestra hermosa tía abuela fue la única testamentaria de la muerte del marqués d´Avignon.”

“Y yo, querido primo, tras la quiebra de la empresa textil D´Avignon y la defunción del penúltimo pariente con su apellido, he heredado su (hoy por hoy, escasa) fortuna y sus (pocos) bienes materiales. Entre ellos, el cuadro de la bella amante que nunca fue... en vida”.

“Esta noche pretendo imitar los pasos de nuestro insigne tío abuelo. Llámame idiota o crédulo si quieres, querido primo, aunque antes de juzgarme debieras primero ver ese precioso rostro que parece mirarme eterno desde el lienzo que cuelga frente a mí. En su inocente candor halla uno un hipnótico nosequé que me subyuga. Poseído por ese mirar penetrante, que en otros inspira la más tierna compasión, me he visto aullar a la luna en sueños, y dejarme acariciar desnudo en mi cama creyendo ser montado por ella, la joven amante del cuadro.”

“Hace dos noche me desperté ante el lienzo, derrochando con la mano mi simiente a sus pies. Obsesionado por ciertas lecturas arcanas que convendría haber evitado, acudí a un espiritista de sangre noble y de inteligencia divina. Calibró que mi alma ya estaba condenada desde el momento que firmaba la aceptación de la antigua herencia d´Avignon, con sus maleficencias y embrujos implícitos en un documento legal. Mi alma, pues, pertenecía por entero al diablo como una deuda impagada; igual que la de nuestro tío...”

“Sin más alternativa que la del fuego eterno, he decidido esta noche invocar a la dama del cuadro. Vaticinan luna llena, y he mandado colgar bellos encajes de seda en el cuarto del marqués d´Avignon.”

“Ya te contaré, querido primo, cuál fue mi gozo o mi decepción”.

Así termina la última de las siete cartas que mi primo José Ogilvy d´Avignon me envió a lo largo del verano. La suya fue una estúpida muerte, igual que el funeral –sin boatos ni ceremonias– que precedió su incineración. La llama de una vela inocente prendió un volante de seda, y el dormitorio pronto fue el infierno que tanto citaba en sus cartas. Pudo haber escapado del fuego saltando por la ventana, apenas a tres metros de altura del jardín. Pero nadie sabe por qué extraña razón su cuerpo carbonizado apareció con las muñecas atadas al cabezal de la vieja cama que perteneciera a nuestro aristócrata antepasado. Por increíble que parezca, tan sólo el cuadro maldito sobrevivió al incendio. La cara angélica de la bella amante cuyo amor carnal nunca fue consumado resta todavía inmaculado y joven.

En su revés, sin embargo, hallé (al descolgarlo para embalarlo junto a los viejos muebles que hoy yo he heredado) un doble cuadro. Detrás del lienzo se intuye la extraña silueta de una sombra deforme, quizá humana o tal vez una simple mancha negruzca de humedad, un inmóvil cultivo de hongos que el tiempo olvidó allí o puede que un errático ensayo impresionista de aquel pintor suicida, un brochazo mal acabado o una probatura improvisada. Sea como fuere, esa rara mácula en el adverso del cuadro me ha producido una cruda sensación de incomodo que ha comenzado a poseerme con neurótica obcecación. Pese a ocultarlo en un viejo baúl del desván, a veces creo entrever esa escurridiza sombra por el rabillo del ojo, al tiempo que pienso haber oído como un rumor la risilla de una niña que desea dejar de serlo con lasciva malicia.