Cuando el teléfono sonó, pensó que era parte del sueño. Sin embargo, abrió los ojos y en la penumbra de su habitación siguió escuchando el sonido. Tanteó la mesa de luz y tomó su celular. Las tres de la madrugada. La que llamaba era Mabel, su mejor amiga.
La atendió aún aturdida.
- ¡Ana, tenés que venir a casa, rápido! ¡No lo vas a creer!
No le dio tiempo ni a recordarle la hora que era. Mabel cortó. Ana se sentó en la cama y sopesó las posibilidades. Volver a acostarse; levantarse, ir al baño y volver a acostarse; levantarse, ir al baño, cambiarse y salir para la casa de Mabel.
Cinco minutos después la brisa fresca de la noche golpeaba su rostro, ayudándola a despertarse del todo, mientras pedaleaba con esfuerzo para acortar las quince cuadras de distancia que la separaban con su amiga.
Conocía bien a Mabel. Si no iba, en una hora iba a estar llamándola otra vez. ¿Qué sería esta vez? Ana repasaba mentalmente los últimos dos llamados imprevistos de su amiga. La vez que sin querer decapitó a su conejo al querer usar la bordeadora de césped con la tanza mal colocada y cuando se incendió el cabello tratando de sellar las puntas de una trenza. Claro que ambos llamados habían sido en un horario más acorde.
No estaba muy lejos de la casa de Mabel cuando vio las luces. Eran cuatro, de tonos azules a verdes, casi pasteles, que se movían en el cielo. Parecían danzar en círculos, para luego desarmar la formación, ir de un lado a otro como en un ataque de locura y finalmente, retomar esa forma circular en la que iban rotando lentamente.
Supo que estaban encima de la casa de su amiga antes de llegar a ella. E incluso sabía, de antemano, que Mabel estaría en el techo, fotografiando cada movimiento.
Dejó la bicicleta en un pasillo que llevaba al patio y corrió hacia la escalera. El techo era un lugar muy especial para ellas. Se quedaban horas hablando, recostadas, mirando las estrellas, o las nubes, según la hora del día. En la privacidad de ese lugar, se habían confesado infinidad de cosas. Allí arriba se sentían más seguras que en ninguna otra parte.
Ana subió los escalones de a dos, cuidando de no pisar mal y al mismo tiempo, de no perderse el armonioso movimiento de las luces. Encontró a Mabel mirando hacia arriba, embelesada.
- ¿Qué son?
Mabel le sonrió, pero no le contestó. Tampoco lo sabía Ana se puso a su lado, sin dejar de mirar hacia el cielo.
- Primero pensé que estaba soñando. Luego me di cuenta que eran de verdad. Creo que son ovnis.
A Ana le recorrió un escalofrío por el cuerpo. Se dio cuenta que salió desabrigada. Pero no era por eso. Pensó en drones. En que alguien del barrio debía estar jugándoles una broma o peor aún, espiando a su amiga. Instintivamente miró a su alrededor. Desde el techo podía verse toda la calle. La mayoría eran casas bajas. La iluminación del alumbrado público era escasa, pero permitía una visión clara.
- Mabel, ¿no deberíamos llamar a la policía? Mirá si es algún loco…
- ¡Mirá! ¡Mirá!
Mabel la zamarreó de un brazo con entusiasmo y Ana se vio obligada a volverse otra vez hacia las luces. Quedó con la boca abierta. Las cuatro luces se estaban acercando entre sí, convirtiéndose en una sola. El resplandor se volvió tornasolado, casi enceguecedor. Ana sintió que cada extremidad vibraba. Por un instante creyó, también, que su cuerpo se elevaba del suelo. Mabel comenzó a agitar sus brazos, tratando de llamar la atención de la luz. Ana quiso detenerla, sin saber muy bien por qué.
Sobre sus cabezas había una sola bola enorme de luz. La noche desapareció de sus ojos. Aquel brillo era tan fuerte que no había lugar para las sombras. De pronto la intensidad aumentó de tal manera, que Ana no pudo hacer otra cosa que cerrar los ojos y apretarlos con fuerza, porque incluso así la luz parecía penetrar con fuerza bajo los párpados.
Cuando los abrió, otra vez estaba la noche. El cielo negro, claro, sin nubes, repleto de puntos pequeños, con un brillo humilde, lejano, distante, pertenecientes a estrellas a millones de años luz. Respiró hondo. La gran bola de luz ya no estaba. Las luces de colores se habían ido.
Le tendió la mano a su amiga, pero el movimiento pasó de largo, sin toparse con nada. Giró su cabeza y descubrió que era la única persona sobre el techo.
- ¿Mabel?
La buscó con la mirada. Luego, asustada, corrió hasta los extremos del techo, temerosa de encontrarse, tres metros y medio más abajo, con el cuerpo de su amiga. Pero no estaba en ninguna parte. Bajó corriendo las escaleras y fue directo al interior de la vivienda, por la puerta trasera, que estaba abierta. Corrió por el pasillo, a oscuras, sin que le importara despertar a los padres de Mabel. Llegó hasta la habitación y abrió la puerta. Estaba vacía. La cama tendida con suma prolijidad.
Escuchó ruidos a sus espaldas.
- ¿Ana?
La madre de Mabel se llevó las manos al pecho, asustada. Al ver a Ana se serenó. La tomó de la mano y la llevó hasta la cama.
- ¿Estás bien, querida? Nos asustaste. Ay, mi amor. Sabemos que te duele tanto como a nosotros, pero tenés que empezar a recordarla y saber que ya no va a volver. Vení, vení, dame un abrazo.
Ana se vio envuelta por los brazos por la mamá de Mabel y entonces lo recordó. El velorio, el cementerio, el llanto incontenible durante días, meses. Se puso a llorar con fuerza.
- ¿Y las luces? ¿Dónde fueron las luces?
- Ana, mi amor. Ella ahora es una luz. Una hermosa luz que brilla en nosotros. Ay, Dios… era una hermana para vos. Cómo duele, por favor. ¿Roberto, estás ahí? ¿La llevarías hasta la casa? Mirá cómo está... mi cielo. Mirá cómo está.
3 comentarios:
Precioso relato, me imaginaba una abducción, pero la realidad era más triste.
Saludos
Muy bueno. Dar cuenta de una pérdida semejante siempre es difícil.
Saludos,
J.
Es cierto, es más triste que una abducción, que tiene una esperanza de regreso.
Pero era una realidad que Ana no quería aceptar.
Bien contado.
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