Cuando
al viejo Anselmo dejamos de verlo por el barrio sospechamos que se había ido a
vivir a otra parte. Porque el viejo siempre renegaba de la ciudad, del clima de
la zona, de los malditos inspectores que no lo dejaban trabajar en paz.
Su
figura encorvada, mal vestida, de paso cansino, empujando siempre el mismo
carro de enormes ruedas de metal oxidadas, era una imagen habitual en nuestras
calles. Y su silbido, tan particular, cruce de jilguero y pato atragantado, era
un sonido que nos hacía saber que rondaba cerca.
Y
a pesar de estar siempre refunfuñando, lo queríamos. Escuchábamos cómo
despotricaba y se quejaba de absolutamente todo, mientras le acercábamos
cartones, que tan rápido como los recibía los arrojaba dentro del carro, y
muchas veces, comida o algo de dinero.
El
viejo jamás te daba las gracias. Al menos no con palabras. Pero la veías
implícita en la forma en que sus ojos te miraban. Y qué mejor agradecimiento
que aquel que te devuelve un brillo tan genuino.
Su
piel tenía el color cobrizo que los años expuestos al sol habían tatuado para
siempre. El cabello ralo y escaso parecía flotar de formas extrañas. Era blanco
como la barba, aunque ésta algo amarillenta alrededor de la boca, a causa del
tabaco que jamás le veíamos fumar, pero que evidentemente lo acompañaba en los
momentos que nos eran ajenos.
Porque,
pensándolo bien, de Anselmo conocíamos poco y nada. A veces arrancaba a contar
algo personal, de una hija o de un hijo, alejado, cómo él decía, pero luego
callaba abruptamente y se perdía en sus cartones, como si la mirada férrea en
el corrugado le devolviese los pies al presente, a su realidad, a la inequívoca
certeza de que lo pasado pisado y sin más, cambiaba de tema, o arrancaba a
quejarse de algo que le había pasado la noche anterior.
Sabíamos
que se llamaba Anselmo, que vivía en el otro extremo de la ciudad, cerca de las
vías (o lo suponíamos, porque las quejas del tren que ya no pasaba eran muy
seguidas) y que juntaba cartones. Algunos aseguraban que estaba casado, otro
que era viudo, que tenía hijos, que en realidad eran sobrinos, que lo inventaba
todo, que había sido carnicero, que jugador de fútbol, que era uruguayo…
sabíamos mucho de nada.
Teníamos,
sin embargo, la tranquilidad de verlo. Y digo tranquilidad, porque su imagen
yendo y viniendo, nos daba eso. La seguridad de que los días transcurrían, de
que la vida iba hacia delante, y que Anselmo pasaba silbando a su manera, como
una señal de que las cosas marchaban bien, de la misma manera que el sol salía
cada mañana y la noche caía después del atardecer.
La
sospecha de su mudanza nos duró poco, porque en breve comenzamos a tejer
hipótesis sobre su salud. ¿Y si le había pasado algo? ¿Alguien había notado
algo? ¿Había comentado con alguno si se sentía mal? Nos cruzábamos en las
esquinas con los semblantes preocupados.
A
los pocos días el malestar se hizo general. Éramos dueños de tantas teorías y
ninguna certeza que la angustia nos carcomía por dentro y nos desfiguraba por
fuera. Nuestros pensamientos giraban en torno al viejo. A tal punto, que
estando varios en el almacén de Carlota, decidimos hacer una reunión barrial en
la plaza el sábado siguiente.
No
faltó nadie, ni siquiera Higinio, que era sordo, pero que igual se había
acercado con una silla de respaldo de mimbre, para no perderse nada de lo que
pasaba.
Hablamos
todos, mostrando preocupación, tratando de recordar, interrogándonos unos a
otros, buscando de hacer memoria sobre quién y cuándo lo había visto por última
vez. Que Pedro en la esquina de su casa, que Elvira cerca de la escuela, que
Fulano allá, que Mengano acá. No había manera de ponernos de acuerdo. Ni
siquiera del día. Porque había veces que pasaba silbando a diario, y otras, que
espaciaba sus visitas día por medio. ¿Y entonces, dónde iba cuando no venía?
¿Dónde ocupaba su tiempo? ¿Cómo es que no lo sabíamos? Nos sentimos culpables
de esa ignorancia. Nos pusimos melancólicos y comenzamos a narrar anécdotas o
encuentros con el viejo.
Una
historia tras otra, algunas más felices, otras más tristes, nos empezamos a
relajar, a sonreír, a soltar una lágrima. De alguna manera, nos sentimos
mancomunados. Estábamos todo allí, en torno a un mismo recuerdo. Don Anselmo
nos enlazaba a todos. Nos hacía fuertes, de la misma manera que la
incertidumbre por su ausencia nos quebraba de un solo cachetazo.
¿Era
acaso el viejo tan solo un simple cartonero renegado que silbaba mal? ¿O se
había convertido en un corazón que bombeaba una energía invisible en nuestras
vidas?
Nos
pusimos en campaña para ubicarlo. Llamamos a hospitales, clínicas, refugios,
centros comunales, recorrimos la zona en auto, bicicleta, a pie. Pusimos
carteles en los postes de la luz. Fuera de nuestro barrio, nadie conocía a Don
Anselmo. Ni siquiera en la zona de las vías. Visitamos basureros, centros de
reciclaje de cartón. Hablamos con otros cartoneros. Ninguno reconocía la
descripción que hacíamos del viejo. Caímos en la cuenta, tarde, que no teníamos
una sola fotografía de él para mostrar. Nadie en el barrio lo había
fotografiado jamás.
Durante
meses buscamos inútilmente. Solo nos reconfortábamos al hablar de él, de los
recuerdos que nos traía evocarlo. Le hicimos una placa en granito que colocamos
en la plaza con la esperanza de que algún día volviera y se alegrara al
verla. Algunos dejaban flores durante
las noches. El insomnio nos encontraba merodeando por las calles, perdidos,
mirando el horizonte, las esquinas, creyendo escuchar el silbido que no era,
viendo siluetas de un viejo tirando un carro que no eran otra cosa que sombras
proyectadas por árboles morbosos que jugaban con nuestros deseos.
Nos
resignamos a perderlo, a dejarlo ir. A entender que su ausencia dejaba al
descubierto necesidades que hasta entonces no habíamos tenido en cuenta. Desde
entonces los vecinos estamos más unidos que antes. Como si fuéramos una gran
familia. Es extraño, pero todo sucedió a partir de la pérdida de esa presencia
cotidiana en nuestras calles.
Cada
tanto, alguien se atreve a preguntar en voz alta lo que otras personas
pensamos, si es que acaso Don Anselmo realmente existió, si no fue acaso
producto de una imaginación, un fantasma colectivo difícil de explicar.
La
placa con su nombre en la plaza tiene flores frescas todos los días. Y no es
extraño creer escuchar su silbido a lo lejos, aunque termine siendo siempre
otra cosa. Cientos de veces hemos corrido a la vereda con el corazón en la
boca, para encontrarnos con la calle vacía. Pero al darnos vuelta, vemos a
otros repitiendo nuestros gestos, con esa esperanza latente en los ojos. Y nos
reconocemos, sonreímos y volvemos a lo nuestro. Pero alegres, felices. Porque,
aunque no lo vemos, Don Anselmo sigue estando. Es parte de uno. De todos.
Ilustraciones de Esteban Porrini