La primera oleada de frío obligó aquella noche a que nos acurrucáramos unos con otros. Habíamos salido tres personas de expedición, para entender el mundo que nos rodeaba y sin aviso alguno, nos sorprendió la noche.
Un cielo estrellado carente de luna nos cobijaba indiferente, mientras el estepario escenario nos dejaba a merced de la nada, salvo pequeñas elevaciones de rocas, amontonadas casi artesanalmente, quizá por alguna presencia pasada.
Habíamos llegado esa misma tarde. Dos de los nuestros habían quedado en las instalaciones de la base, un refugio ciento por ciento de acero, sin ventanas ni comodidades, con apenas unas habitaciones a modo de privacidad y salas de trabajo en la que se infería, trabajaríamos en conjunto.
Nos refugiamos entre las rocas, rezando que la temperatura no descendiera más allá de lo soportable. Una luz tiznada de verde nos despertó por la mañana. Un amanecer furioso, cargado de matices previamente inconcebibles. Nos miramos en silencio, anonadados. La belleza contrastaba con nuestro alrededor.
Decidimos no seguir avanzando. La estepa se extendía hacia cada punto del horizonte. A medida que volvíamos, la luz ambiental se matizaba en colores más naturales para nuestros sentidos. Llegamos a la base antes del anochecer, que una vez más, llegó sin anunciarse.
Al cobijo de las mantas y un precario sistema de calefacción recordamos el frío de la noche anterior entre risas y palabras, alternando diálogos y opiniones hasta que el cansancio nos venció.
Al despertar, sospechando que ya a esa hora afuera el verde fragor de la mañana estaría salpicando el triste paisaje, nos dimos cuenta que pasábamos a ser cuatro. Uno de los nuestros, quizá el más corpulento y alto, estaba muerto en su camastro.
Sopesamos la partida con un dejo de resignación. Nos sentíamos abandonados a nuestra suerte en aquel paraje extraño. Pero de todas formas continuamos con nuestras faenas diarias, la subsistencia así nos lo dictaba.
Nos repartimos las tareas entre los cuatro. En el refugio generábamos agua potable, con una cañería recta con la cuál extraíamos el líquido a trescientos metros de profundidad. La cañería tenía un sistema de perforación incluido que hacia fácil la tarea. Una pequeña central potabilizadora, que entraba en una mesa, hacía el resto.
En un rincón se había montado una especie de invernadero. Un producto símil tierra permitía que se sembrasen semillas, de las cuáles obtendríamos alimentos. Estos los sumaríamos a los que guardábamos en el depósito refrigerado, donde había más de mil latas diferentes con conservas de las clases más variadas.
Sobre la mesa grande teníamos mapas apenas trazados, que correspondían sin lugar a dudas al lugar donde nos encontrábamos. Habíamos señalizado en rojo aquellos puntos en los cuales nos habíamos topado con esos montículos de rocas, encaramadas unas sobre otras. Las zonas sin explorar seguían en blanco, como un abismo inexpugnable.
Las siguientes expediciones iniciadas abarcaban uno o dos kilómetros a la redonda y se limitaban a tomar muestras de suelo y organismos vivientes. Asimismo a veces sentados en la estepa, sin más compañía que una silla y algo para apoyar, dibujábamos sobre papel las singulares formas de las formaciones nubosas como cualquier otro detalle que nos despertara la curiosidad en ese cielo amplio y desconocido.
Solo el accidente de la única mujer del grupo, que intentando trepar a uno de los cúmulos rocosos, resbaló, golpeó la cabeza contra una roca de sólido filo y murió en el acto, nos distrajo de la rutina. Luego de enterrarla, la vida continuó su marcha, con la salvedad que ahora las tareas las repartíamos entre tres.
A pesar de la complejidad de algunos elementos con los que contábamos, no disponíamos sin embargo de uno específico para la medición del tiempo. Sabíamos que los días empezaban y terminaban por los ciclos naturales que podíamos observar.
No llevábamos un conteo de los días, si bien mentalmente pudimos retener la cantidad exacta durante un tiempo. El hecho de no sernos de gran utilidad, dada nuestras condiciones en aquel punto de la existencia, hizo que dejáramos de lado esa precisión de las horas y minutos, restándole importancia incluso a la sucesión de días, semanas y meses.
De vez en cuando cruzábamos alguna palabra, aunque las miradas vacías eran suficiente expresión como para evitar todo tipo de contacto verbal. Hay rostros que dicen más que cualquier otra forma del lenguaje y este era el caso.
Cada tanto sin embargo nos topábamos con algún entretenimiento, algún pasatiempo que se nos ocurría como arrancado de la nada, haciendo malabares con pequeñas piedras, escondiendo elementos dentro del refugio para que los demás los buscasen o adivinando lo que el otro pensaba en ese instante.
Aunque los juegos no servían para levantar la moral, hacían más rápido el transitar del día a la noche y la noche al día. Una vez ocupamos un largo rato después de la comida a hablar de un tema que sin mencionarlo hasta entonces, nos hacía pensar en el silencio de las camas o en la soledad de las caminatas a la luz del día.
No recuerdo quién lo sacó a relucir, pero sucedió con la misma casualidad con la que alguien le pediría más agua a otro. La pregunta quedó en el aire un instante, casi confinada al olvido, cuando vencimos el pánico y quebramos el silencio, indagando en el propio interrogante un indicio de la respuesta sobre la inquietud que nos perturbaba, nos hundía una piedra filosa en el cerebro: ¿quiénes éramos?.
Hablamos, discutimos, hilvanamos teorías. Podríamos haber estado toda la noche. Pero algo le sucedió al hombre que tenía justo en frente, de prominente barba. Estaba exponiendo una idea cuando de pronto se tomó el pecho, como si algo se lo estuviese oprimiendo. Fue algo breve, porque al segundo siguiente se desplomó hacia delante, enterrando la nariz en el cuenco de legumbres.
Con el único compañero que quedaba, nos hicimos fuertes en el frío de la intemperie y bajo un cielo de constelaciones cuyos nombres ignorábamos, enterramos a la tercera persona que moría en esas tierras sin otro gesto que el propio del esfuerzo físico tras cavar en la noche, soportando el gélido viento que nos agarrotaba los huesos.
Qué nos quedaba más allá de sobrevivir. Qué nos esperaba la noche siguiente de partir. Ante el nuevo deceso volvimos a sumirnos en el silencio. Ya no hubo cavilaciones abiertas, ni siquiera el deseo de escuchar nuestras voces.
Nos movíamos como seres autómatas dentro del refugio haciendo los quehaceres necesarios para la subsistencia y de vez nos internábamos en la estepa, caminando hacia ninguna parte, pero sin perder de vista el punto de partida.
La mayor parte del tiempo, no del tiempo preciso, sino el que nos revelaba la claridad del día y nos confirmaba la oscuridad de la noche, nos abandonábamos al descanso, arropados en nuestras camas, o sentados en el suelo con la espalda en la pared, como quién ha dejado toda esperanza de lado.
Solo azotábamos al pensamiento en los momentos de insomnio, cuando el batir del viento afuera, cuyo sonido nos llegaba procedente de un exterior que nos parecía tan cercano como imposible, filtrándose a través del resistente acero como si no le costara el menor esfuerzo.
Eran horas lúgubres, de ideas que no cerraban, de recuerdos efímeros, de rostros sin nombres, de muertes extrañas. Los qué, los cuándo, los dónde, los por qué. Parecían ponerse en fila como esperando su turno para sembrar un nuevo interrogante, uno encima de otro, formando elevaciones similares a las que erigían las rocas en la estepa.
Mi compañero se descompuso una mañana, al despertarse. Estaba sirviéndose un vaso de agua, cuando comenzó a gemir de dolor. Se tomó las entrañas, doblándose en dos hasta que sus piernas se aflojaron del todo y su peso lo derribó sobre el piso, derramando el líquido y transformando en añicos el vidrio.
Lo acosté en la cama y le puse paños mojados sobre la cabeza. Estaba hirviendo. Su estómago hacía ruidos inauditos, que parecían una suplica que reforzaba la suya, entre resoplidos y palabras de dolor.
Murió dos noches después, en medio de horrorosos estertores, repletos de pena y angustia. Lo enterré por la mañana, porque no quería sufrir el frío nuevamente. A diferencia de las demás tumbas, en este caso la cubrí con rocas apiladas, aunque alcanzando una altura de apenas cuarenta centímetros.
Hubiese querido decir algunas palabras, pero varios contratiempos me lo impidieron. Por un lugar, no tenía a nadie que me escuchara; por otro, no sabía que palabras utilizar para un momento así. Y finalmente, en nombre de quién serían hechas. Ese interrogante hizo que desistiera de la idea.
Quedé solo y sin abrigar ninguna esperanza. Las primeras muertes fueron golpes duros, pero parecían ocurridas en otra vida, la asimilación fue rápida, casi instantánea. La cuarta significó vacíos, silencios más pronunciados. La vista acostumbrada a otras presencias vagaba sin sentido por el refugio y volvía a la quietud triste, solitaria.
El quinto vestigio de desesperación era el presagio de mi propia muerte. Si de todas las preguntas que no tenían respuestas la muerte era una de ellas, ese conocimiento, se convertía en mi suplicio.
Comencé a salir menos al exterior, a saltearme amaneceres y perder por completo la noción de la noche. Los días se convirtieron en paredes de acero, mientras la espera del final se hacía una constante, una tarea más del día.
No dejé sin embargo de sembrar las semillas, de extraer y potabilizar el agua, de asearme, de observar los mapas que ahora carecían de sentido. Como si el ejecutar las tareas cotidianas me devolvieran la cordura que se iba filtrando en las fisuras de la realidad, mi realidad, esa realidad.
Me descubría a veces sentado, vaya a saber durante cuánto tiempo, sin hacer más que mirar un punto fijo. El oído experto ya desoía el mundo exterior. El viento no importaba, las lluvias no distraían y los sonidos desconocidos, esporádicos y poco frecuentes, ya no asustaban.
Se aletargaba la existencia, como una planta marchita. Caía en el olvido de la misma nada. Ni siquiera recordaba, con el paso del tiempo, ese tiempo sin medición que se aleja de lo imaginable y lo real, de los interrogantes que alguna vez me atormentaban.
Tampoco recordaba ya los rostros de las otras personas, que de a una se fueron yendo. Más de una vez detuve el impulso de salir corriendo hacia la estepa, sin importar si me topaba con la noche o el día, pero con el solo deseo de desenterrar los cuerpos y llevarlos conmigo, dentro del refugio.
Pero hasta comencé a dudar de haber estado acompañado, de haber excavado tumbas e incluso, de conocer el exterior mismo. La duda se transformó en un principio de locura y felizmente, también, de enfermedad.
Comencé a sentirme mal, aunque ni puedo afirmar si una noche o una mañana. Los temblores empezaron en las piernas y luego secuestraron mis brazos. La cabeza me daba vueltas y supe que algo estaba mal. Caí al suelo, con la boca rígida y solo un ojo abierto. De pronto todo fue oscuridad y agradecí al fin, en el último suspiro, estar muerto.
Sonidos rítmicos. Es lo primero de lo que tengo consciencia del despertar. Sonidos rítmicos, pausados, constantes. Uno detrás del otro, como un pitido. Paredes blancas, sábanas del mismo color. El techo, no muy alto, portando una enorme lámpara de luz cálida pero no cegadora.
Y alguien que tomó mi mano. Mis ojos me mostraron un hospital y con un poco de esfuerzo moví la cabeza. Los pitidos eran mi corazón y demás signos vitales. La mano era de la Dra. D’handrea, portadora entonces la sonrisa más dulce y esperanzadora que hubiese visto en mi vida.
- Volviste – dijo en voz baja, mientras una lágrima caía sobre su mejilla.
Volví, pensé, sin saber cuando y mucho menos, sin saber de dónde. Me desvanecí, increíblemente cansado.
El siguiente despertar fue muy distinto. Al pie de la cama estaban los cuatro. Torenzi, Funes, Rogelle y ella, D’handrea. Todos me miraban con rostros sonrientes, pero cautelosos. Me trataron como a un niño, pero aún no respondieron a ninguna pregunta.
- Espérate unos días – dijo el Dr. Funes, mientras con su enorme brazo me palmeaba una pierna – Todo tendrá sentido en unos días.
Hoy camino solo por las dependencias de la clínica. De vez en cuando salgo al patio y disfruto del verde del césped. Voy de un lado a otro, ya sin el andador que me ayudaba a trasladarme los primeros días.
Es muy difícil volver, vaya que lo es. Y siendo el que más tiempo estuvo, es de entender. Pero debo reconocer que fue mucho más difícil entender y asimilar todo lo ocurrido que volver a caminar.
Cuando el cerebro fue recobrando sus facultades adormecidas, los recuerdos comenzaron a asaltarme, pero pacíficamente. Como si a cada segundo los hechos y las cosas fueron tomando mayor sentido.
Recordé entonces mi nombre. Anatoly Viotov. Y también que al igual que mis colegas, era científico. Pero mi mayor impresión, aquello que me erizó la piel, fue recobrar la consciencia plena y absoluta del experimento.
Los cinco habíamos decidido probar con nuestros cuerpos y mentes, como conejillos de india, el desarrollo que había ocupado los anteriores años de nuestras vidas. Hastiados y aturdidos por las enfermedades mundiales, las guerras tóxicas y el desastre ambiental en el que se iba internando día a día el planeta, con regiones ya prácticamente inhabitables, habíamos volcado nuestras fuerzas en una hipótesis científica.
Y la misma, tenía como resultado final una droga, tan potente, que tenía la facultad de adormecer el cuerpo y la psiquis, tanto física como fisiológicamente, hasta tanto fuese necesario volver a despertarlo.
La idea era crear un efecto de hibernación para los seres humanos, para poder superar las épocas trágicas, enfrentar pandemias, virus… el propósito era salvar vidas humanas. Nunca supusimos que pasaría en aquel estado, menos nos podríamos haber imaginado que nos trasladaría a esa realidad paralela, existente mientras nuestros cuerpos eran presa de la droga.
El primero en despertar se debió que su dosis era menor. El tiempo real de hibernación fue de dos meses. En aquel mundo apenas estuvo unos días.
A ella, que en aquel paraje se había accidentado, de este lado la indujeron a salir del trance. Funes, el primero en volver, demoró cuatro meses en encontrar un antídoto para traerla de regreso. Sin embargo, estuvo internada tres semanas en coma antes de volver a la realidad. El peligro de las regresiones cuestionó los siguientes despertares.
De todos modos, prudencialmente, se llevaron a cabo. Sin embargo, tanto Torenzi como Rogelle tuvieron que ser sometidos a múltiples transplantes antes de poder estar a salvo. Su órganos se habían visto enormemente comprometidos.
En mi caso, optaron por lo más sano. Dejar que despertara solo. Los cálculos nunca habían superado los dos años de hibernación estimada. Sin embargo, yo me fui por quince.
Recién ahora tengo consciencia de todo pero hay días que me cuesta asimilar la realidad. La luz clara del sol por las mañanas me recuerda a otro mundo, donde el verde bañaba los suelos en las primeras horas del alba. Y la luna en el cielo evoca en mi mente a esa bóveda oscura, tan solo pincelada con estrellas.
En ocasiones confundo los tiempos y entremezclo mis recuerdos reales con los de aquella existencia paralela, donde no tenía la noción de nadie, ni de nada. Son esos instantes en los que mi raciocinio entra en zozobra y temo perderme en el enraizado laberinto de los sueños y las pesadillas.
Por las tardes nos juntamos en una de las salas de la clínica, junto a Torenzi, Funes, Rogelle y D’handrea. Ellos ya casi no tienen rastros de esa vida paralela. No puedo ocultar mi envidia ante tales confesiones. Esbozo a veces con palabras imágenes sueltas de aquel lugar, como si la descripción les devolviera a sus mentes los fragmentos que al remitir la droga, ésta se llevo consigo. Sin embargo es en vano y por otro lado mejor.
Al mirarlos a los ojos, veo a los que fueron y temen ser hoy. Saben en carne propia el sabor del fracaso y el miedo a la muerte de otros se ha transformado en ellos en el miedo propio de morir. Aunque lo que más me acribilla es mirarle los rostros, agotados, seniles, surcados de arrugas. Y en cambio, al mirarme en cualquier espejo, me veo como quince años atrás, tal cual estaba al momento de partir a ese viaje para experimentar la hipótesis en contra de la muerte y la enfermedad.
Muchas cosas deberé asimilar y no solo son los cambios del mundo real a lo largo de quince años. Hay otras, más profundas, que deberé indagar antes de sentarme a pensar en el futuro. El problema es que aún no puedo discernir que corresponde a un mundo, y que al otro. Las imágenes se funden, se entrelazan y mi mente queda siempre apresada en medio de ellas.
Incluso, seré franco, hay días en que dudo de que haya vuelto y considero a esto solo un sueño producto de la fiebre y la soledad, del encierro en paredes de acero, de la sed de no estar bebiendo agua por la imposibilidad de extraerla de la cañerías, de la falta de alimento por lo difícil que se hace sembrar y cosechar en ese estado…
Hay días que no se quién soy y dónde estoy. Días en los que la desesperación me dice que esto aún no ha acabado.