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31 de mayo de 2010

El niño en la noche

La imagen acuciante del niño acercándose en la noche, tan solo envuelto en una sábana blanca motivó los primeros gritos de pánico entre la gente que aquella noche estaba apostada en las mesas exteriores de un bar ubicado sobre la avenida.
Pero no era solo la estampa solitaria del pequeño de ocho o nueve años avanzando por el medio de la calle apenas iluminada por las luces del alumbrado público. Difícil sería explicar con palabras lo que aquellas decenas de personas vieron con las miradas algo turbias por la cerveza y el cansancio de un largo día.
Había algo más que la escuálida y frágil figura caminando con paso lento y vista perdida. Era la sábana blanca que por momentos perdía su virginidad inmaculada en enormes manchas de tinte rojo, que no podía ser otra cosa que sangre. Eran los pies descalzos, sucios de barro al igual que las rodillas.
Pero sobre todo era aquello que traía sosteniendo en su pequeña mano derecha, como si fuese un bolso. Aquella cabeza humana, chorreando sangre de donde uno se imaginaba daría continuidad al cuello, mostrando los ojos abiertos y desorbitados, la boca en un rictus de horror y el cabello revuelto y bañado también en sangre.
Fue entonces que los gritos dieron lugar a la estampida, a las sillas cayendo contra el suelo y más de una mesa dándose vuelta y derrumbándose sobre la vereda, golpeando piernas que querían escapar a toda velocidad.
Y allí impávido, sin posibilidad alguna de mover un solo músculo, quedé yo.
Las dos chicas que había conocido en un pub cercano y que me acompañaban a la mesa, desaparecieron en un cerrar y abrir de ojos. En la huida dejaron caer sus vasos por lo que la cerveza recorrió la superficie de plástico en dirección a mis piernas, sobre las cuales, como un minúsculo salto, terminó derramándose.
Ni siquiera el frío líquido empapando mis pantalones logró sacarme el embrujo que la imagen de ese niño viniendo hacia donde estaba, obraba sobre mi. A medida que sus pasos lo acercaban, los detalles eran más nítidos y el horror más latente.
Sus infantiles dedos aferraban el cabello de esa cabeza decapitada con fuerza y la escena se me hacía de pesadilla. Deseaba desviar la mirada, pero entonces mis ojos se posaban sobre las manchas de sangre y de allí saltaban a ese rostro inocente aún cubierto por la penumbra de la noche, haciendo imposible ver sus rasgos, arriesgar un indicio de locura o miedo en su semblante.
Me di cuenta sin observar alrededor que estaba solo. Que la macabra compañía de ese niño era toda para mi. Ahora más cerca, podía incluso oír el ruido de sus pies al rozar el pavimento. El sonido de las gotas de sangre al estrellarse pausadamente sobre el suelo. Pero más nítido que otros sonidos, el jadeo del niño. Por Dios, ese sonido...
Y de pronto sus ojos de posaron en los míos y me di cuenta que no avanzaba más por el medio de la calle, sino que se había desviado en mi dirección. Subió la vereda y llegó a altura de las primeras mesas, a unos diez metros de donde estaba. Una de las sillas caídas enganchó sus sábanas y donde debía estar su cuerpo desnudo y frágil, solo había cicatrices y gusanos y la cabeza, aquella que sostenía su pequeña mano derecha no era otra que mi rostro, tan solo el rostro, porque había sido decapitado...

Desperté temblando y sintiéndome enfermo.
Agitado. Casi sin poder respirar. Mi cuerpo estaba mojado de pies a cabeza. Instintivamente me llevé la mano al cuello. Lo palpé y más allá de la humedad, no encontré nada fuera de lo normal. Miré a mi lado y mi esposa dormía bajo las sábanas. Tragué saliva. Hubiese dado todo por un vaso de agua, pero no acostumbraba a llevar uno a la mesa de luz al acostarme. Y en ese momento, aunque sonara infantil, no me sentía seguro como para ir en la oscuridad hasta la cocina. Estaba aún aterrado por esa pesadilla. De solo pensar en ella se me erizaba la piel.
Estaba seguro que tardaría días en olvidar esos detalles tan macabros. Me pasé la mano por la cara. Lo único que deseaba era acurrucarme en la cama, con las sábanas hasta la cabeza y dormirme de inmediato.
Entonces escuché los golpes. Eran más bien golpecitos. Venían del ventanal del lado de mi mujer. Llevé mi vista hasta allí, temeroso. Ahogué un grito pero por instinto, porque luego comencé a gritar sin reparo. La fina cortina impedía la vista, pero el contorno que me dejaba entrever era claro, determinante, agobiante: la imagen de un niño, de ocho u nueve años, parado del lado de afuera sosteniendo una cabeza decapitada y envuelto en lo que parecía ser, una sábana blanca.
Y no cesaba de golpear la ventana, porque quería entrar.
Hice un esfuerzo por controlarme y zamarree a mi mujer por la espalda, para que se despertara. Pero fue para peor. La sábana que la tapaba se descorrió y una mancha de sangre ocupaba el lugar de su cabeza. Salté hacia atrás y caí de la cama. Aún escuchaba los golpes cuando el mundo comenzó a ponerse oscuro, muy oscuro...

Mañana es la sentencia. Nadie cree mi historia. Me he resignado a que sea así.
El niño vuelve de vez en cuando en pesadillas, pero aún no he podido descubrir quién es.

27 de mayo de 2010

Quinto vestigio de desesperación

La primera oleada de frío obligó aquella noche a que nos acurrucáramos unos con otros. Habíamos salido tres personas de expedición, para entender el mundo que nos rodeaba y sin aviso alguno, nos sorprendió la noche.
Un cielo estrellado carente de luna nos cobijaba indiferente, mientras el estepario escenario nos dejaba a merced de la nada, salvo pequeñas elevaciones de rocas, amontonadas casi artesanalmente, quizá por alguna presencia pasada.
Habíamos llegado esa misma tarde. Dos de los nuestros habían quedado en las instalaciones de la base, un refugio ciento por ciento de acero, sin ventanas ni comodidades, con apenas unas habitaciones a modo de privacidad y salas de trabajo en la que se infería, trabajaríamos en conjunto.
Nos refugiamos entre las rocas, rezando que la temperatura no descendiera más allá de lo soportable. Una luz tiznada de verde nos despertó por la mañana. Un amanecer furioso, cargado de matices previamente inconcebibles. Nos miramos en silencio, anonadados. La belleza contrastaba con nuestro alrededor.
Decidimos no seguir avanzando. La estepa se extendía hacia cada punto del horizonte. A medida que volvíamos, la luz ambiental se matizaba en colores más naturales para nuestros sentidos. Llegamos a la base antes del anochecer, que una vez más, llegó sin anunciarse.
Al cobijo de las mantas y un precario sistema de calefacción recordamos el frío de la noche anterior entre risas y palabras, alternando diálogos y opiniones hasta que el cansancio nos venció.
Al despertar, sospechando que ya a esa hora afuera el verde fragor de la mañana estaría salpicando el triste paisaje, nos dimos cuenta que pasábamos a ser cuatro. Uno de los nuestros, quizá el más corpulento y alto, estaba muerto en su camastro.

Sopesamos la partida con un dejo de resignación. Nos sentíamos abandonados a nuestra suerte en aquel paraje extraño. Pero de todas formas continuamos con nuestras faenas diarias, la subsistencia así nos lo dictaba.
Nos repartimos las tareas entre los cuatro. En el refugio generábamos agua potable, con una cañería recta con la cuál extraíamos el líquido a trescientos metros de profundidad. La cañería tenía un sistema de perforación incluido que hacia fácil la tarea. Una pequeña central potabilizadora, que entraba en una mesa, hacía el resto.
En un rincón se había montado una especie de invernadero. Un producto símil tierra permitía que se sembrasen semillas, de las cuáles obtendríamos alimentos. Estos los sumaríamos a los que guardábamos en el depósito refrigerado, donde había más de mil latas diferentes con conservas de las clases más variadas.
Sobre la mesa grande teníamos mapas apenas trazados, que correspondían sin lugar a dudas al lugar donde nos encontrábamos. Habíamos señalizado en rojo aquellos puntos en los cuales nos habíamos topado con esos montículos de rocas, encaramadas unas sobre otras. Las zonas sin explorar seguían en blanco, como un abismo inexpugnable.
Las siguientes expediciones iniciadas abarcaban uno o dos kilómetros a la redonda y se limitaban a tomar muestras de suelo y organismos vivientes. Asimismo a veces sentados en la estepa, sin más compañía que una silla y algo para apoyar, dibujábamos sobre papel las singulares formas de las formaciones nubosas como cualquier otro detalle que nos despertara la curiosidad en ese cielo amplio y desconocido.
Solo el accidente de la única mujer del grupo, que intentando trepar a uno de los cúmulos rocosos, resbaló, golpeó la cabeza contra una roca de sólido filo y murió en el acto, nos distrajo de la rutina. Luego de enterrarla, la vida continuó su marcha, con la salvedad que ahora las tareas las repartíamos entre tres.

A pesar de la complejidad de algunos elementos con los que contábamos, no disponíamos sin embargo de uno específico para la medición del tiempo. Sabíamos que los días empezaban y terminaban por los ciclos naturales que podíamos observar.
No llevábamos un conteo de los días, si bien mentalmente pudimos retener la cantidad exacta durante un tiempo. El hecho de no sernos de gran utilidad, dada nuestras condiciones en aquel punto de la existencia, hizo que dejáramos de lado esa precisión de las horas y minutos, restándole importancia incluso a la sucesión de días, semanas y meses.
De vez en cuando cruzábamos alguna palabra, aunque las miradas vacías eran suficiente expresión como para evitar todo tipo de contacto verbal. Hay rostros que dicen más que cualquier otra forma del lenguaje y este era el caso.
Cada tanto sin embargo nos topábamos con algún entretenimiento, algún pasatiempo que se nos ocurría como arrancado de la nada, haciendo malabares con pequeñas piedras, escondiendo elementos dentro del refugio para que los demás los buscasen o adivinando lo que el otro pensaba en ese instante.
Aunque los juegos no servían para levantar la moral, hacían más rápido el transitar del día a la noche y la noche al día. Una vez ocupamos un largo rato después de la comida a hablar de un tema que sin mencionarlo hasta entonces, nos hacía pensar en el silencio de las camas o en la soledad de las caminatas a la luz del día.
No recuerdo quién lo sacó a relucir, pero sucedió con la misma casualidad con la que alguien le pediría más agua a otro. La pregunta quedó en el aire un instante, casi confinada al olvido, cuando vencimos el pánico y quebramos el silencio, indagando en el propio interrogante un indicio de la respuesta sobre la inquietud que nos perturbaba, nos hundía una piedra filosa en el cerebro: ¿quiénes éramos?.
Hablamos, discutimos, hilvanamos teorías. Podríamos haber estado toda la noche. Pero algo le sucedió al hombre que tenía justo en frente, de prominente barba. Estaba exponiendo una idea cuando de pronto se tomó el pecho, como si algo se lo estuviese oprimiendo. Fue algo breve, porque al segundo siguiente se desplomó hacia delante, enterrando la nariz en el cuenco de legumbres.
Con el único compañero que quedaba, nos hicimos fuertes en el frío de la intemperie y bajo un cielo de constelaciones cuyos nombres ignorábamos, enterramos a la tercera persona que moría en esas tierras sin otro gesto que el propio del esfuerzo físico tras cavar en la noche, soportando el gélido viento que nos agarrotaba los huesos.

Qué nos quedaba más allá de sobrevivir. Qué nos esperaba la noche siguiente de partir. Ante el nuevo deceso volvimos a sumirnos en el silencio. Ya no hubo cavilaciones abiertas, ni siquiera el deseo de escuchar nuestras voces.
Nos movíamos como seres autómatas dentro del refugio haciendo los quehaceres necesarios para la subsistencia y de vez nos internábamos en la estepa, caminando hacia ninguna parte, pero sin perder de vista el punto de partida.
La mayor parte del tiempo, no del tiempo preciso, sino el que nos revelaba la claridad del día y nos confirmaba la oscuridad de la noche, nos abandonábamos al descanso, arropados en nuestras camas, o sentados en el suelo con la espalda en la pared, como quién ha dejado toda esperanza de lado.
Solo azotábamos al pensamiento en los momentos de insomnio, cuando el batir del viento afuera, cuyo sonido nos llegaba procedente de un exterior que nos parecía tan cercano como imposible, filtrándose a través del resistente acero como si no le costara el menor esfuerzo.
Eran horas lúgubres, de ideas que no cerraban, de recuerdos efímeros, de rostros sin nombres, de muertes extrañas. Los qué, los cuándo, los dónde, los por qué. Parecían ponerse en fila como esperando su turno para sembrar un nuevo interrogante, uno encima de otro, formando elevaciones similares a las que erigían las rocas en la estepa.
Mi compañero se descompuso una mañana, al despertarse. Estaba sirviéndose un vaso de agua, cuando comenzó a gemir de dolor. Se tomó las entrañas, doblándose en dos hasta que sus piernas se aflojaron del todo y su peso lo derribó sobre el piso, derramando el líquido y transformando en añicos el vidrio.
Lo acosté en la cama y le puse paños mojados sobre la cabeza. Estaba hirviendo. Su estómago hacía ruidos inauditos, que parecían una suplica que reforzaba la suya, entre resoplidos y palabras de dolor.
Murió dos noches después, en medio de horrorosos estertores, repletos de pena y angustia. Lo enterré por la mañana, porque no quería sufrir el frío nuevamente. A diferencia de las demás tumbas, en este caso la cubrí con rocas apiladas, aunque alcanzando una altura de apenas cuarenta centímetros.
Hubiese querido decir algunas palabras, pero varios contratiempos me lo impidieron. Por un lugar, no tenía a nadie que me escuchara; por otro, no sabía que palabras utilizar para un momento así. Y finalmente, en nombre de quién serían hechas. Ese interrogante hizo que desistiera de la idea.

Quedé solo y sin abrigar ninguna esperanza. Las primeras muertes fueron golpes duros, pero parecían ocurridas en otra vida, la asimilación fue rápida, casi instantánea. La cuarta significó vacíos, silencios más pronunciados. La vista acostumbrada a otras presencias vagaba sin sentido por el refugio y volvía a la quietud triste, solitaria.
El quinto vestigio de desesperación era el presagio de mi propia muerte. Si de todas las preguntas que no tenían respuestas la muerte era una de ellas, ese conocimiento, se convertía en mi suplicio.
Comencé a salir menos al exterior, a saltearme amaneceres y perder por completo la noción de la noche. Los días se convirtieron en paredes de acero, mientras la espera del final se hacía una constante, una tarea más del día.
No dejé sin embargo de sembrar las semillas, de extraer y potabilizar el agua, de asearme, de observar los mapas que ahora carecían de sentido. Como si el ejecutar las tareas cotidianas me devolvieran la cordura que se iba filtrando en las fisuras de la realidad, mi realidad, esa realidad.
Me descubría a veces sentado, vaya a saber durante cuánto tiempo, sin hacer más que mirar un punto fijo. El oído experto ya desoía el mundo exterior. El viento no importaba, las lluvias no distraían y los sonidos desconocidos, esporádicos y poco frecuentes, ya no asustaban.
Se aletargaba la existencia, como una planta marchita. Caía en el olvido de la misma nada. Ni siquiera recordaba, con el paso del tiempo, ese tiempo sin medición que se aleja de lo imaginable y lo real, de los interrogantes que alguna vez me atormentaban.
Tampoco recordaba ya los rostros de las otras personas, que de a una se fueron yendo. Más de una vez detuve el impulso de salir corriendo hacia la estepa, sin importar si me topaba con la noche o el día, pero con el solo deseo de desenterrar los cuerpos y llevarlos conmigo, dentro del refugio.
Pero hasta comencé a dudar de haber estado acompañado, de haber excavado tumbas e incluso, de conocer el exterior mismo. La duda se transformó en un principio de locura y felizmente, también, de enfermedad.
Comencé a sentirme mal, aunque ni puedo afirmar si una noche o una mañana. Los temblores empezaron en las piernas y luego secuestraron mis brazos. La cabeza me daba vueltas y supe que algo estaba mal. Caí al suelo, con la boca rígida y solo un ojo abierto. De pronto todo fue oscuridad y agradecí al fin, en el último suspiro, estar muerto.

Sonidos rítmicos. Es lo primero de lo que tengo consciencia del despertar. Sonidos rítmicos, pausados, constantes. Uno detrás del otro, como un pitido. Paredes blancas, sábanas del mismo color. El techo, no muy alto, portando una enorme lámpara de luz cálida pero no cegadora.
Y alguien que tomó mi mano. Mis ojos me mostraron un hospital y con un poco de esfuerzo moví la cabeza. Los pitidos eran mi corazón y demás signos vitales. La mano era de la Dra. D’handrea, portadora entonces la sonrisa más dulce y esperanzadora que hubiese visto en mi vida.
- Volviste – dijo en voz baja, mientras una lágrima caía sobre su mejilla.
Volví, pensé, sin saber cuando y mucho menos, sin saber de dónde. Me desvanecí, increíblemente cansado.
El siguiente despertar fue muy distinto. Al pie de la cama estaban los cuatro. Torenzi, Funes, Rogelle y ella, D’handrea. Todos me miraban con rostros sonrientes, pero cautelosos. Me trataron como a un niño, pero aún no respondieron a ninguna pregunta.
- Espérate unos días – dijo el Dr. Funes, mientras con su enorme brazo me palmeaba una pierna – Todo tendrá sentido en unos días.

Hoy camino solo por las dependencias de la clínica. De vez en cuando salgo al patio y disfruto del verde del césped. Voy de un lado a otro, ya sin el andador que me ayudaba a trasladarme los primeros días.
Es muy difícil volver, vaya que lo es. Y siendo el que más tiempo estuvo, es de entender. Pero debo reconocer que fue mucho más difícil entender y asimilar todo lo ocurrido que volver a caminar.
Cuando el cerebro fue recobrando sus facultades adormecidas, los recuerdos comenzaron a asaltarme, pero pacíficamente. Como si a cada segundo los hechos y las cosas fueron tomando mayor sentido.
Recordé entonces mi nombre. Anatoly Viotov. Y también que al igual que mis colegas, era científico. Pero mi mayor impresión, aquello que me erizó la piel, fue recobrar la consciencia plena y absoluta del experimento.
Los cinco habíamos decidido probar con nuestros cuerpos y mentes, como conejillos de india, el desarrollo que había ocupado los anteriores años de nuestras vidas. Hastiados y aturdidos por las enfermedades mundiales, las guerras tóxicas y el desastre ambiental en el que se iba internando día a día el planeta, con regiones ya prácticamente inhabitables, habíamos volcado nuestras fuerzas en una hipótesis científica.
Y la misma, tenía como resultado final una droga, tan potente, que tenía la facultad de adormecer el cuerpo y la psiquis, tanto física como fisiológicamente, hasta tanto fuese necesario volver a despertarlo.
La idea era crear un efecto de hibernación para los seres humanos, para poder superar las épocas trágicas, enfrentar pandemias, virus… el propósito era salvar vidas humanas. Nunca supusimos que pasaría en aquel estado, menos nos podríamos haber imaginado que nos trasladaría a esa realidad paralela, existente mientras nuestros cuerpos eran presa de la droga.
El primero en despertar se debió que su dosis era menor. El tiempo real de hibernación fue de dos meses. En aquel mundo apenas estuvo unos días.
A ella, que en aquel paraje se había accidentado, de este lado la indujeron a salir del trance. Funes, el primero en volver, demoró cuatro meses en encontrar un antídoto para traerla de regreso. Sin embargo, estuvo internada tres semanas en coma antes de volver a la realidad. El peligro de las regresiones cuestionó los siguientes despertares.
De todos modos, prudencialmente, se llevaron a cabo. Sin embargo, tanto Torenzi como Rogelle tuvieron que ser sometidos a múltiples transplantes antes de poder estar a salvo. Su órganos se habían visto enormemente comprometidos.
En mi caso, optaron por lo más sano. Dejar que despertara solo. Los cálculos nunca habían superado los dos años de hibernación estimada. Sin embargo, yo me fui por quince.
Recién ahora tengo consciencia de todo pero hay días que me cuesta asimilar la realidad. La luz clara del sol por las mañanas me recuerda a otro mundo, donde el verde bañaba los suelos en las primeras horas del alba. Y la luna en el cielo evoca en mi mente a esa bóveda oscura, tan solo pincelada con estrellas.
En ocasiones confundo los tiempos y entremezclo mis recuerdos reales con los de aquella existencia paralela, donde no tenía la noción de nadie, ni de nada. Son esos instantes en los que mi raciocinio entra en zozobra y temo perderme en el enraizado laberinto de los sueños y las pesadillas.
Por las tardes nos juntamos en una de las salas de la clínica, junto a Torenzi, Funes, Rogelle y D’handrea. Ellos ya casi no tienen rastros de esa vida paralela. No puedo ocultar mi envidia ante tales confesiones. Esbozo a veces con palabras imágenes sueltas de aquel lugar, como si la descripción les devolviera a sus mentes los fragmentos que al remitir la droga, ésta se llevo consigo. Sin embargo es en vano y por otro lado mejor.
Al mirarlos a los ojos, veo a los que fueron y temen ser hoy. Saben en carne propia el sabor del fracaso y el miedo a la muerte de otros se ha transformado en ellos en el miedo propio de morir. Aunque lo que más me acribilla es mirarle los rostros, agotados, seniles, surcados de arrugas. Y en cambio, al mirarme en cualquier espejo, me veo como quince años atrás, tal cual estaba al momento de partir a ese viaje para experimentar la hipótesis en contra de la muerte y la enfermedad.
Muchas cosas deberé asimilar y no solo son los cambios del mundo real a lo largo de quince años. Hay otras, más profundas, que deberé indagar antes de sentarme a pensar en el futuro. El problema es que aún no puedo discernir que corresponde a un mundo, y que al otro. Las imágenes se funden, se entrelazan y mi mente queda siempre apresada en medio de ellas.
Incluso, seré franco, hay días en que dudo de que haya vuelto y considero a esto solo un sueño producto de la fiebre y la soledad, del encierro en paredes de acero, de la sed de no estar bebiendo agua por la imposibilidad de extraerla de la cañerías, de la falta de alimento por lo difícil que se hace sembrar y cosechar en ese estado…
Hay días que no se quién soy y dónde estoy. Días en los que la desesperación me dice que esto aún no ha acabado.

23 de mayo de 2010

Tiempo muerto

Sabía de imposibles, de batallas perdidas y de ilusiones inalcanzables. Conocía los límites de la verdad y los anhelos vencidos por la burocracia.
La experiencia del fracaso recorría sus venas, en tanto los barrotes delimitaban su realidad.
De tanto gritar por libertad, había olvidado su significado, sepultado por el día a día, el tormento del encierro, la condena del recuerdo.
Su última carta vestía traje gris y una pulcra corbata azul. Estaba sentado delante de su celda en una silla de madera con un portafolios negro sobre sus piernas.
Esa esperanza había escuchado hasta la última palabra y ahora lo miraba en silencio, como sopesando las mismas, escudriñando en aquella historia las triquiñuelas del destino. Era la mirada de quién sabe que le han contado la verdad, pero que no se arroja a un precipicio por ella. Esos ojos eran sinónimo de cautela.
- ¿Y bien? – preguntó al cabo de un rato, aguardando aunque sea una negativa, pero sin soportar otro minuto más ese eterno silencio.
Pero el hombre de traje gris y corbata azul no contestó de inmediato, en cambio, buscó en sus bolsillos un reloj de cuerda y se lo extendió entre los barrotes.
Lo recibió sin entender el gesto. Estaba roto o por lo pronto, sin cuerda. Estaba detenido en las tres. Giró la manecilla para ponerlo en marcha, pero la misma se movía en falso.
- Está roto – afirmó. - ¿Para qué me sirve un reloj roto? En realidad… ¿se va a quedar ahí sentado?
El hombre sonrió. Señaló con la vista el reloj y le dijo:
- Dos veces al día indica la hora correcta.
¿Lo estaba cargando? No lo sabía, pero de algo estaba seguro. Estaba logrando irritarlo.
- Si señor inteligencia, eso es obvio. Pero solo si se lo mira en los momentos exactos. ¿Para que me sirve el resto del día?
El rostro sobre la corbata azul volvió a esbozar una sonrisa.
- ¿Cuántas veces piensa en el día que usted es una persona inocente?
- Todo el tiempo, pero eso…
- Y sin embargo, por más que lo piense todo el día, es algo que no le sirve. Pero si ese pensamiento se tiene dos veces un solo día, primero el jurado, y luego el juez, si tendría validez. Serían los momentos exactos, los que valen la pena. Y a diferencia del reloj, dependería de nosotros.
Se quedó mirándolo, aún sin comprender. El hombre de gris lo observó desde su silla, sin moverse.
- ¿Aún cree que está roto?
- ¿El reloj? Si, claro… el hecho que marque dos veces la hora no significa que funcione.
- Si no puedo convencerte de ello, entonces que sentido tiene convencer al jurado y al juez que eres inocente.
- Pero… qué tiene que ver una cosa con otra. ¿Es una broma?
- Cuestión de fe, mi estimado.
- Fe… mi caso ha deambulado por pasillos y escritorios y mi palabra jamás ha sido considerada y usted me pide fe. ¿Sabe que puede hacer con su fe?
- Lo mismo que con el reloj, supongo. ¿Cierto?
- Exactamente, lo mismo. Puede metérselo…
- Por favor, no se moleste en terminar la frase – lo interrumpió poniéndose de pie. – Me voy. Pida que me llamen si cambia de opinión. Y quédese con el reloj.
El hombre de gris se fue alejando por el pasillo. A pocos metros de la celda se detuvo y giró hacia el hombre detrás de los barrotes, haciendo visible otra vez la corbata azul.
- Sabe, – dijo a la distancia, pero sin elevar la voz – para que las cosas cambien hay que creer. De eso se trata la fe. No se trata de milagros ni nada de eso. Es más terrenal de lo que se imagina.
Volvió a darle la espalda y esta vez se perdió de su vista.
Se aferró a los barrotes, apoyando la cabeza en ellos. Creer. Vaya idea esa. ¿Creer en que era inocente? Eso ya lo sabía. Justamente a él se lo decía, que tanto conocía de causas perdidas, de noches sin dormir.
Arrojó el reloj sobre el colchón, casi con desgano, y se recostó amargado y sin esperanzas.
Un distante tic tac le erizó la piel.
Tanteó hasta encontrar el reloj y lo puso delante de sus ojos.
No pudo evitar que una lágrima se filtrara. No pudo contener las ganas de llorar.
Eran las 3:01 de un futuro repleto de incógnitas en el que quizá, pudiera volver a descubrir el significado de libertad.

18 de mayo de 2010

El desván

El desván, lugar aborrecible si los había. Se turnaba con su hermana para limpiarlo, porque mamá con sus achaques ya no podía. Ese día, por ejemplo, no le tocaba a ella. Pero Lucía no había aparecido en toda la tarde, tras haber salido con Julián, el muchachito que le gustaba este otoño.
No había lamento que objetara el lampazo y el balde que sus brazos transportaban. Su madre era tajante en ese sentido. Todos los martes, el desván. Y Lucía lo sabía. La muy maldita lo sabía.
Subió la escalerilla cuidando de no volcar el agua.
No entendía como el polvo podía acumularse tanto semana a semana allí arriba. Claro que se hacía siempre la misma pregunta, sabiendo con precisión que la culpa era de las dos, tanto de ella como de Lucía.
Aquella tarde un par de años antes, cuando todavía jugaban con muñecas y tras discutir por el vestido de una Barbie, su hermana le arrojó a Ken por la cabeza, con tanta mala suerte que impactó en la buhardilla, rompiendo el vidrio.
El hueco quedó allí como recordando aquella pequeña gresca. Su madre se negó a gastar dinero en reemplazarlo, sobre todo porque éste no abundaba. Y el polvo sabía que por allí tenía la entrada asegurada.
Sobre un pequeño armario que hacía años dormitaba abandonado en el desván dejaban un plumero, con el que primero sacudían los muebles viejos y otras pertenencias que su madre había ido acumulando con el tiempo.
Ella sabía que cuando mamá era joven allí pasaba sus horas cebándoles mates a Martín, el padre que nunca alcanzaron a conocer. Martín escribía sentado en una silla revestida en mimbre, encorvado sobre su máquina de escribir Olivetti, en el lugar que aún podía encontrarse, sobre la mesita más cercana al diminuto ventanal.
Papá había muerto hacía más de veinte años y su madre, esperanzada en que milagrosamente regresara del más allá, como el solía contar en sus novelas de terror y suspenso, había permanecido de luto, esperando allí en el desván, pava y mate en mano, mirando en todo momento por la buhardilla.
La historia que tantas veces su madre le había contado en tardes de lluvia volvía una y otra vez a su mente cada vez que tenía que limpiar ese lugar. Primero no habían entendido como era que si papá había muerto hacía tanto tiempo, ellas eran tan jóvenes. La respuesta de mamá era de dos palabras, pero recién más grandecitas supieron que significaba "inseminación artificial".
Sobre el piso de madera algunas hojas secas indicaban que no solo polvo entraba por donde faltaba el vidrio. Y las telarañas en todas partes le recordaban que llamar soledad a lo que allí reinaba no era tan así, al menos debía haber cincuenta arañas escondidas en los lugares más inimaginables. Mejor así, pensaba ella mientras pasaba el lampazo, porque aborrecía las arañas.
Era verdad también que no ponía mucho énfasis en la limpieza. El lugar le daba ciertos escalofríos, razón suficiente para hacer todo lo más rápido posible. Ese día no podía odiar más a Lucía, tan descarada en irse con Julián cuando debía estar ocupando su lugar, fregando el piso mientras ella veía televisión acostada en la cama.
Desde que la buhardilla se había roto, las corrientes de aire eran insoportables. Por esa razón, además del reto de mamá, habían dejado de jugar allí arriba. Es que... le parecía tonto pensarlo, pero parecía que las corrientes de aire fueran más frías de lo que eran con normalidad en otras partes de la casa. La altura, con seguridad, se mentía.
Y cuántas veces acaso no había escuchado alguna que otra tecla de la máquina de escribir golpear contra el rodillo vacío mientras le daba la espalda. El viento, ha sido el viento, se engañaba. Pero ¿había sido el viento? Nunca tuvo el coraje de enfrentar a Lucía y preguntarle si a ella le había pasado algo parecido mientras hacía limpieza. Temía que fueran imaginaciones solo suyas y que su hermana se valiera de esas anécdotas para molestarla. Era verdaderamente molesta cuando quería hacerla enojar. Y lo lograba con facilidad.
O el armario. El armario solía resoplar. Por supuesto, nunca atinó a abrir las puertas y ver el interior. Eran esos momentos en los que solo pensaba en terminar rápido y salir corriendo. Pero ya estaba grandecita, no podía dejarse intimidar por ruidos inverosímiles.
Por eso, pensar en todo ello, paradójicamente la distraían. Y eso hacía cuando la puerta trampilla que daba a la escalerilla cayó sola, cerrándose. Posó la mirada en ese sitio, aguzando el oído, esperanzada en oír las risas de su hermana desde el piso de abajo. Pero en su lugar escuchó el resoplido del armario y de golpe una corriente de aire frío, casi helado, la envolvió por un segundo.
Quería gritar, estaba muerta de miedo. Vamos, se decía, vamos que eres grande. Pero la verdad era que no podía gritar porque se le había quedado seca la garganta. Estaba paralizada, aún con el lampazo en la mano. El sonido de una tecla la sobresaltó.
Solo deseaba alejarse de la mesita con la máquina de escribir, pero una fuerza mayor la obligó a mirar. No había papel, pero tampoco hacía falta. Otras teclas se sumaron al concierto y sobre el rodillo vacío, en letras de sangre, se formó un nombre de cinco letras.
No lo soportó más y venció el miedo, rompiendo la parálisis que la atenazaba en el mismo lugar. Corrió hacia la puerta trampilla y con alivio comprobó que la podía levantar sin problemas. Bajó por la escalerillas con apuro y temblando y casi cae al trastabillar en el antepenúltimo peldaño.
- ¡Mamá! ¡Mamáaaa....! - gritó mientras corría como endemoniada por el pasillo.
La encontró en la puerta principal, casi desplomada contra el marco de la puerta. Dos policías le estaban hablando y uno de ellos apoyaba una mano bondadosa sobre su hombro.
Paró de gritar y se dejó caer de rodillas al suelo.
No necesitaba saber que noticia le estaban transmitiendo.
No necesitaba, porque ya lo había visto en el desván.
En el maldito desván.

14 de mayo de 2010

Una mancha en el cielo

El alambrado era una especie de cerco. Una cárcel con otro nombre. Los maderos que lo sostenían, casi vencidos por el paso del tiempo y los años, apenas estaban en pie. Pero el alambre de púa seguía extendiéndose a modo de barrera.
La mirada de Patricio se filtraba entre las líneas de púas que iban de poste en poste. Sus ojos inquietos saboreaban aquello que estaba del otro lado. Incluso más allá de la autopista que pasaba a escasos metros.
Ese lugar inmenso, del que sobresalían enormes torres repletas de radares y aparatos que no sabía que eran. Largas calles rodeaban lo que parecía ser un edificio hecho solo con ventanas. Y sobre las mismas, lo que más llamaba su atención: las naves voladoras.
Eran majestuosas. Alas desplegadas, motores en marcha y ese sonido tan intenso como cautivante al despegar. La propulsión dejando apenas una estela en el aire. La nave dejando un vacío al irse. Un juego que se repetía una y otra vez, sin pausa, allí mismo, delante de su vista, en aquel paraje de su mundo tan desolado y solitario.
Sentado de cuclillas, el sombrero que debía ponerse para que mamá no se enojara y que según ella lo protegía del sol, las manos enterradas en la tierra apretando con fuerza los puños, esperando el momento. Y allí iba. La nave comenzaba a corretear, los motores se escuchaban con claridad y entonces se alejaba por la pista con un único destino, el cielo. Y allí elevaba sus brazos, arrojando la tierra atrapada por sus pequeños puños a modo de celebración, al grito de ¡iupi!.
Mamá se acercaba de vez en cuando a ver como estaba. Incluso le servía allí fuera un té bastante diluido en agua a la hora de la merienda, para no tuviera la necesidad de entrar a la casita de techo de zinc.
Desde la ventana lo observaba con cierta lástima, sin poder ocultar su tristeza. Lo poco que podía darle, lo poco que tenían. Su marido iba y venía, pero con las changas apenas se sobrevivía. La ciudad quedaba lejos y para tener algo de comida debía esperarlo a él, que regresara con el carrito. Hasta que volviera, que a veces era cuestión de días, había que arreglárselas como sea. Por ella estaba bien, pero Patricio...
La mancha en el cielo era otra nave, pero llegando. Los aterrizajes tenían también su emoción. Primero era como un pájaro que se dibujaba a lo lejos, luego iba ganando forma y finalmente no había manera de equivocarse, con las alas a la vista, el fuselaje bien demarcado y las ruedas ahora abajo, en la posición perfecta en dirección al suelo firme.
Si le daban a elegir, le gustaban más los despegues. La sensación de partida era mejor que la de llegada. Irse era una buena opción. Los regresos lo angustiaban. La nave ya estaba quieta. Se acercaban unos vehículos más pequeños, para retirar lo que ésta traía. Más tarde sucedería lo contrario, lo cargarían con otras cosas y lo alistarían para salir. El movimiento era continuo, como un péndulo.
Siempre había uno saliendo u otro llegando. El alambrado podía impedirle llegar a la autopista, pero no le quitaba el placer de sentirse escapar en cada uno de esos aviones al salir. Aunque a veces ese pensamiento lo ponía triste. La idea de alejarse le gustaba, pero no podía dejar de derramar una lágrima al imaginarse dejando a mamá allí.
Y cada vez que mamá se acercaba para traerle algo de comer, algo que siempre era poco, porque la miseria era palpable, porque no necesitaba ir a la escuela para saberlo, tenía muchas ganas de susurrarle casi en secreto un "mamá ¿y si nos vamos?" pero reprimía la idea, como sin el solo hecho de pensarla pudiera acarrear peligro alguno.
Entonces veía al siguiente avión partir y lo celebraba, pero por dentro quería llorar, porque era otra oportunidad que se le escapaba. Y de pronto era un punto en el espacio, un minúsculo saludo en el cielo, viajando entre los rayos del sol.
Tan pequeño, tan desvalido, pensaba mamá desde la ventana. Se secó una lágrima con el repasador sucio, dejando una marca de grasa en su mejilla. Pero no se dio cuenta, tampoco le importaba. Soñaba a veces con tener el coraje de alzarlo en sus brazos avejentados y salir corriendo, trepar el alambrado y huir hacia la ruta. Tentar al destino y encontrar un buen samaritano que los llevara lejos.
Pero estaba cansada de soñar. Estaba cansada de los golpes. Miró a su hijo y se largó a llorar otra vez. Si hubiese tenido coraje alguna vez, su hijo no renguearía, jamás hubiese permitido que le levantaran la mano. Pero era débil, era vieja. Se sentía una inútil y culpable, pero por sobre todas las cosas, dolorida. Y hay quienes, pensaba, se tomaban a risa su dolor.
Soñar es como creer en la felicidad, se decía, haciendo el esfuerzo para no dejarse engañar. Contemplando aún a su niño, recogió el trapo de piso y lo metió en el balde para mojarlo y empezar a trapear el suelo de cemento. Un suelo que como su vida, vivía cubierto de tierra y miserias.
El atardecer lo sorprendió de pie, apoyado en las partes donde las púas no podían lastimar sus brazos. Le dolía la pierna que no tenía sana, pero poco le importaba. El frío del alambre lo atraía con misterioso afán. Sin pensarlo empezó a zamarrear el alambrado hacia atrás y hacia delante.
Los maderos sintieron las vibraciones y pagaron el esfuerzo de tantos años. Se movieron de sus lugares y Patricio entonces empleó más fuerzas en su movimiento. Las manos ya no asían las partes lisas del alambre y la sangre resbalaba entre sus dedos y a lo largo del metal. Sacudió con más fuerzas, como poseído. A lo lejos, del otro lado de la autopista, una nave estaba despegando. Sintió el sonido que tanto lo hechizaba. Se acopló a su intensidad, a su rugir. Hizo caso omiso al dolor en las manos, al dolor en las piernas, a las lágrimas que caían como vertientes desde sus ojos.
El alambrado cedió con un chasquido casi mágico, un sonido que podía definir la libertad. Quiso gritar de la alegría, pero era tanta la emoción que no había voz. ¡Mamá! creyó gritar, pero apenas había sido un susurro. ¡Mamá! volvió a decir, ahora con mayor vigor que hasta lo sintió audible. ¡Mamá! gritó con fuerzas y ahora si, las dos sílabas quebraron la tarde noche y penetraron en la casita de techo de zinc.
Ella salió corriendo, con el temor de una madre que no sabe que esperar ante el grito de un hijo, con el corazón en la boca suponiendo lo peor. Salió al día que ya se iba y en las primeras sombras de la penumbra vio a su hijo de espaldas a ella observando más allá de la autopista, con las manos goteando sangre y a punto estuvo de gritar también.
Pero vio el alambrado. Lo vio caído, vencido por su hijo. Y lo miró sin comprender o no queriéndolo hacer.
Se acercó corriendo a él y tomó sus manos, dejando escapar un gemido de entre sus labios al verle la joven piel dañada, surcada de cortes, algunos de ellos muy profundos. Lo abrazó con fuerza contra su cuerpo, llorando.
- ¿Qué hiciste Patricio, qué hiciste? - le preguntaba sollozando, sin dejar mirar por encima de su hombro, casi con el presentimiento que en ese preciso instante regresaría su esposo. - ¿Qué hiciste Patricio?
El niño seguía observando obnubilado más allá del alambrado derribado. Más allá de la autopista. Miraba esa partida permanente. Esa sensación de irse para familiar, tan anhelada. Veía un despegue más. Otro adiós sin nombre, otra nave que se alejaba con destino incierto. Y entonces sonrió a pesar del dolor.
Sabía que ahora podía, lo sabía bien.
Y en un susurro, lo dijo:
- Mamá... vámonos. Vámonos de una vez.

Y se perdieron a lo lejos, como una mancha en el cielo, un minúsculo saludo entre los últimos rayos de sol y los primeros brillos de la luna, empezando una nueva historia. Volando hacia otra vida.

10 de mayo de 2010

La mafia en tiempos de crisis

El más rufián de los Vittorio, Alejandrino, se paseaba por la sala grande la mansión, de un lado a otro, nervioso.
- ¿Dónde está Totino? - preguntó por enésima vez.
Ni Carlo ni Luca abrieron la boca. El silencio fue suficiente respuesta... una vez más.
Nicola, el hermano de Alejandrino agonizaba en la clínica. Su madre y su esposa lo acompañaban en las horas finales. Pero los Vittorio eran reacios a la muerte y Alejandrino quería la vendetta.
- ¿Luca, estás seguro que Don Marino habrá entendido el mensaje? - preguntó el enorme italiano, que seguía moviéndose por la sala.
- Il capo mío, seguro, seguro. Le envíe la cabeza del chofer en una caja envuelta con una cinta de celofán rosso.
Pero la sangre del agresor no era suficiente. Lo que deseaba era la cabeza de Don Marino.
- ¿Carlo, enviaste las flores como te pedí?
- Il capo mío, por favor, como puede pensar que no lo hice. Por supuesto, cinco palmas, las más grandes de la florería, con el nombre de Don Marino y la fecha de esta noche en letras doradas.
- Bene, bene... Luca, por favor, la libreta telefónica.
Salió presuroso Luca, dejando caer en el camino su sombrero. Volvió de la habitación contigua con la pequeña libreta de tapas duras, recubiertas con fino cuero.
Alejandrino la tomó frunciendo el ceño y bastante malhumorado buscó el número de Don Marino. Tomó el teléfono; con el tubo del mismo en la mano, volvió a preguntar:
- ¿Y Tonino, dónde está?
Ante la muda respuesta que tanto lo perturbaba, desvió la mirada y se concentró en la llamada. Digitó los números y la línea comenzó a sonar. Esperó con paciencia, mientras pensaba en Nicola agonizando.
Del otro lado de la línea, alguien levantó el receptor del teléfono. Alejandrino no esperó que le hablaran, elevó la voz primero.
- ¡Don Marino, figlio di puttana, sabe quién le habla, sepa que no me quedaré de brazos cruzados. Los regali que hoy le llegaron tan solo son el aperitivo. Esta noche lo vado a mangiare con cuchillo y tenedor! ¿Capito? Esta noche... ¡usted è morto!
El golpe del teléfono sobresaltó a los dos secuaces, que no obstante, permanecieron en silencio y lo más alejado posible de su jefe.
Alejandrino arrojó la libreta contra el cuadro en el que se lo veía sentado al volante de su primera Ferrari. Carlo fue corriendo a levantarla del suelo.
- ¡Qué la dejes ahí! ¡Al diavolo con l'ordine!
Carlo se detuvo en seco, con más miedo que obediencia.
Alejandrino volvió a preguntar:
- ¿Tonino, dónde está?
Los dos pistoleros se miraron entre si. Lo único que deseaban era estar en cualquier lado, menos allí. Hasta hubiesen preferido salir a buscar a Tonino, al menos para meterle un par de balazos en la cabeza si acaso lo encontraban.
Pero en ese preciso momento se abrió la puerta principal de la sala y viniendo del vestíbulo entró Tonino, como si nada, alisándose las arrugas de la camisa y sonriendo como un imbécil, como era su costumbre.
- ¡Ragazzi, così come sono! ¡Eh Alejandrino, come è tuo fratello!
Los tres pares de ojos que lo miraban lo hubiesen fulminado tan solo con la vista, pero como Tonino ahora estaba observando cierta mancha en sus zapatos, quizá de paloma, no comprendió el odio de los presentes y en lugar de callar la boca, arremetió diciendo:
- Ah signore, lo que me pidió esta tarde: Impossibile.
El rostro del Vittorio que no agonizaba se asemejó al de uno a punto de estarlo. No solo era la indiferencia con la cuál Tonino le estaba diciendo que no había podido arreglar el asunto por el que toda la tarde lo había estado esperando, sino esa palabra determinante y concisa con la que había cerrado su oración.
- ¿Come impossibile? Tonino... ¿come impossibile?
Carlo y Luca retrocedieron prácticamente hasta esconderse detrás de las cortinas. Los ojos desorbitados de su jefe eran pretexto suficiente para buscar un refugio. Atónitos veían a Tonino, ahora pasándose un peine por el cabello siempre desprolijo, mientras utilizaba el reflejo de una de las puertas de vidrio de la biblioteca para guiarse.
- Si Alejandrino, impossibile. El asesino esta noche no puede. Tiene otro lavoro. Pasquale lo mandó a matar a la esposa o a la amante, non riesco a ricordare. Pero escúcheme, ascoltami bene. Tonino logró que si no podía esta noche, domani le hiciera cinquanta per cento di sconto. ¿Eh, que me dice capo, no estuvo bene Tonino?
Mientras a sus espaldas las cortinas se abultaron, escondiendo dos cuerpos temblorosos, Alejandrino arqueó las cejas, incrédulo de lo que había escuchado y prácticamente sin darse tiempo a respirar, preguntó con su áspera y potente voz dirigiéndose a Tonino, todavía con el peine en mano:
- ¡Cinquanta per cento di sconto! - se pasó la mano por la boca, pensativo - ¡Carlo! Rápido, la libreta.
Y con libreta en mano, marcó nuevamente el número de Don Marino.
- ¿Si, Don Marino? Cómo le va, Alejandrino. Si, Vittorio, el mismo. Si, a ver si me escucha. Mire, todo lo de esta noche. Un malentido. Lo dejamos para domani. Si, ya se que las flores tienen la fecha de hoy. Pero usted no sabe... Si. Domani entonces. Si, non preoccuparti. Domani lo amenazamos di nuovo así no se olvida.

7 de mayo de 2010

La mujer sobre el piano

Con patética mirada y gestos carentes de cordura, la mujer sobre el piano alzó la copa y en un intento de dirigirse a los presentes levantó la voz y casi tartamudeando pidió un brindis, pero sin terminar la frase, dejando pendiente el interrogante sobre el motivo y provocando una escena que arrimaba a lo horrendo al contornearse hacia delante y atrás en un fuerte espasmo, para luego vomitar todo aquello que había bebido junto a lo sólido que tenía dentro.
Los ubicados en las mesas más próximas dieron un brinco de sus sillas, en algunos casos volcando vasos y botellas, escapando de esa lluvia asquerosa que rociaba todo por doquier y despertaba en sus vísceras las mismas ganas de devolver.
La mujer quedó tendida de rodillas con las manos en el abdomen, aún boqueando y con su cuerpo atormentado por el malestar, temblando y sudando al mismo tiempo, en tanto el pianista y otros músicos amagaban a acercarse sin hacerlo, como temiendo otro acto involuntario de nauseas y sus viscosas consecuencias.
Desde los rincones de mayor penumbra se escuchaban las voces preguntar qué es lo que le había pasado y en los sitios con mayor luminosidad, se veían los ojos desorbitados de la gente, intentando digerir el momento sin saber como proseguir a continuación.
Finalmente, uno de los músicos se acercó a la mujer para ayudarla a ponerse de pie, sin embargo ella rechazó con vehemencia el brazo que la asía por debajo de la axila. En cambio, se recostó sobre la tarima, al pie del piano y apoyó su cabeza contra éste, aunque sin dejar que se viera su rostro.
El buen samaritano se retiró haciendo gestos de incomprensión hacia sus compañeros. Uno de los presentes en el bar se acercó con sigilo, anunciando a los que estaban más cerca que era médico. Subió al pequeño escenario y se agachó junto a la mujer. Intentó dos veces tomar el pulso pero ella se resistió. Con paciencia levantó su rostro tomándola con suavidad del mentón. Se asustó al verle los ojos inyectados en sangre, temiendo una hemorragia interna de compleja resolución.
Nuevamente buscó la forma de tomar las pulsaciones, pero otra vez se encontró con la tenacidad confrontándolo. Finalmente ella rió, muy por lo bajo, pero rió. El médico llevó su mano otra vez al delicado mentón pero esta vez el brazo de la mujer lo detuvo a mitad de camino. Se sorprendió por la velocidad del movimiento, pero aún más por haberlo hecho sin mirar.
El rostro, sin embargo, se fue elevando por decisión propia. La palidez avanzada, el cabello negro y lacio cayendo con suave fatalidad, la nariz perfecta y sucia por las salpicaduras del vómito reciente, los ojos inyectados en sangre y resaltados con delineador oscuro, las cejas finamente depiladas y los labios... los labios rojos como el fuego, pero resquebrajados por el dolor, dejando al descubierto esos dientes blancos como el marfil, brillantes como el sol que ninguna posibilidad tenían de ocultar los enormes, puntiagudos y letales colmillos que caían como dagas desde la encía superior y entonces...
Entonces fue la voz sensual que antes no había podido ser, la que se hizo oír muy por lo bajo:
- La sangre que ardía en mi copa estaba envenenada... por suerte estoy a tiempo y beberé de tí para sanar.
Y el cuello del médico fue subyugado por esos colmillos sedientos, que penetraron sin el mínimo escrúpulo, desgarrando la piel como si se tratase de una fina capa de miel, hincando sus venas con el mismo placer que se siente la muerte del otro lado de la vida.
La fuerza regresó a la mujer, remitiendo la palidez, limpiando la sangre mala. El cuerpo inerte del bondadoso doctor cayó sobre la madera, como una naranja exprimida. Ella se puso de pie, majestuosa. Su mirada firme, sus gestos seguros, su paso elegante. Miró a sus músicos y les guiñó un ojo. No iba a ser tan fácil deshacerse de ella.
- Vamos chicos, alegren la noche, hagan sonar sus instrumentos con sus habilidades humanas. Habrá tiempo de dialogar después y brindar por el hijo de puta que ya no quiere que beba de él.
La música inundó el salón y la fiesta siguió adelante en aquel bar de las afueras de la ciudad. Solo aquellos que no eran de la especie se alejaron presurosos y espantados del lugar. El resto disfrutó de la noche, como cada noche, sin preocuparse por denuncia alguna, ya que nadie jamás creería que cosas así sucediesen bajo el mismo cielo y el mismo aire que todos apreciamos y respiramos.

4 de mayo de 2010

Vieja deuda

Dejó las llaves puestas en el coche y el motor encendido, como presto a salir en cualquier momento. Tampoco cerró la puerta, apenas entreabierta. Caminó sobre la grava hasta donde comenzaba el césped.
El rocío de las primeras horas del día iluminaba el verde, aunque el contraste con el cielo gris y con ánimo de tormenta era notable. Sus zapatos se mojaron con el contacto, pero ni siquiera se percató de ello.
Pasó por encima del vallado de madera que demarcaba la propiedad privada a la que estaba entrando. Dos perros de enorme porte se lanzaron sobre él, apareciendo de la nada misma y uno logró darle una dentellada a sus pantalones.
Sin cambiar el semblante, les arrojó patadas, logrando en más de una ocasión acertar en los hocicos de los canes, entrenados para repudiar cualquier intromisión desconocida. Pero los animales no desistieron, frenándole la marcha.
En la vivienda de tres pisos se encendieron las luces. Se escuchó el ruido de una puerta trasera y una alarma aguda y potente se puso a sonar, como un bebé enfermo en pleno berrinche.
Para los caninos fue como una orden. Gruñeron con ferocidad y se lanzaron coordinadamente, uno de cada lado, sobre su persona.
Lograron tumbarlo y en medio de ladridos, le mordieron la cara. La sangre fluyó de inmediato, tiñendo el césped e inundando sus cuencas oculares. Un disparo en el aire detuvo el atroz ataque. Los perros corrieron hacia el hombre que había usado la escopeta, de cuyo caño una pequeña estela de humo indicaba la procedencia del reciente sonido.
El aprovechó para levantarse del suelo, a duras penas, dolorido y sangrando. Miró al viejo con el arma y no esperó a que lo reconociera. Al menos, aún no. Dio media vuelta para emprender el camino de regreso. Pero la escopeta volvió rugir y su andar se detuvo en el acto.
Sabía que ahora el cañón apuntaba a su espalda. No necesitaba girar para saberlo. La voz del viejo llegó a sus oídos temblorosa y supo también que no era un efecto del viento. Esa voz cargaba miedo a pesar de sujetar un arma.
Sonrió para sus adentros, seguro, sereno, cínico. Y sin elevar la voz, dijo:
- Lo espero en el auto. Cinco minutos. Si demora, usamos también los asientos de atrás. ¿Comprende?
Y dicho esto, volvió a su coche.
El viejo lo vio marcharse sobre el césped, traspasar la valla de madera y seguir camino hacia la calle. Sintió que sus piernas se doblaban y la escopeta le pareció pesar toneladas. La arrojó a un lado y se pasó la mano por la boca. ¿Con qué así era? pensó.
Retornó a su vivienda, apagó la alarma y fue hasta su habitación. Besó en la mejilla a su mujer, observó sus arrugas amables y familiares, agradeció que casi no oyera y secándose una lágrima que le caía, tomó el saco que estaba sobre la silla más cercana y con cuidado, cerró la puerta.
Acarició a la pasada a sus leales guardianes y salió a la calle por el portón del frente. A unos quince metros lo esperaba el coche en marcha. No se extrañó al notar el rostro pálido pero intacto del hombre que lo conducía. Nada lo extrañaba por entonces. Sabía que era hora de pagar el pacto.
El auto arrancó sin que nadie pronunciara palabra alguna. La calle se lo tragó en silencio, llevándose consigo al escritor famoso y al cobrador del infierno.

1 de mayo de 2010

Alfombra roja

Fue y vino varias veces. La insistencia ante el misterio aún hacía efectos sobre su mente. Miraba hacia cada punto cardinal llevando su mano a la frente, para proteger sus ojos del sol. El mundo parecía extenderse hasta el infinito.
Un solo árbol se erigía en aquel paraje sobrecogedor. Iba hacia él y volvía. Aunque no estaba seguro de volver al mismo lugar cada vez que se movía. Bajo sus pies, una alfombra roja ocupaba el lugar del suelo extendiéndose hacia todas partes, como un mar de sangre, pero firme, sereno, silencioso.
Se rascaba la cabeza, pensativo. Miraba el cielo y al bajar la vista el rojo lo asaltaba con violencia, dominando sus sentidos. ¿Qué era aquello? ¿Dónde se encontraba? ¿Acaso aquel árbol quería decirle algo?
Temía alejarse del único punto de referencia en aquel desierto alfombrado. Por eso se acercaba, apreciaba la aspereza de su corteza y luego volvía sus pasos, inseguros, temblorosos. Podía aventurarse hacia donde sus piernas lo llevaran, transitando ese rojo furioso, pero la incertidumbre de su destino lo atenazaba y no lo dejaba marchar.
Al menos allí estaba el árbol. Aunque pronto tendría sed y no veía agua. Y también tendría hambre y no observaba fruto alguno en las ramas. Entonces, al querer pensar en cómo había llegado a ese lugar, le dolía la cabeza y desistía.
Se sentó en cuclillas. Apoyó las palmas de las manos sobre la alfombra. La sintió áspera, enemiga. Sin embargo, las mantuvo allí. Cerró los ojos y acostándose, se dejó avanzar por el sueño.
Despertó en la ciudad, en medio de bocinazos. Dio el paso atrás en el momento justo, antes que un colectivo de línea le pasara por encima. Miró alrededor y se apartó para dejar pasar a dos personas que venían corriendo. Un policía los perseguía por detrás. Reparó en que nadie hacía nada por detenerlos. Sintió que lo empujaban y alguien lo insultaba. Quiso ver quién era, pero se había perdido en la multitud. De golpe el chirrido de neumático presagió el estallido posterior. Miró hacia el lado de donde había venido el sonido. Dos coches habían colisionado de frente. El conductor de uno de los vehículos no llevaba el cinturón de seguridad y su cuerpo estaba atravesado en el parabrisas. No pudo más que asombrarse ante la actitud de un transeúnte, que se acercó para robarle la billetera sin siquiera tomarle el pulso o solicitar ayuda.
Cerró los ojos nuevamente y deseó con todo el alma la alfombra roja. El desierto, el hambre y la sed. Visualizó con fuerza y levantó los párpados. La ciudad no había desaparecido. Patética y aterradora, aún estaba allí.
Decidió gritar, asustado. Nadie se detuvo a ver que le sucedía. A nadie le importó. En aquella vereda transitada lloró con pena y rabia, sin saber cuál era el sueño y cuál la realidad, consciente solamente de pertenecer a esa raza que aborrecía y ahora mismo, lo rodeaba asfixiándolo.