Los chicos del barrio le temían al viejo caserón de dos pisos ubicado justo en diagonal a la plaza. Decían que estar cerca de ese lugar de noche, traía mala suerte. Por las dudas, cuando las luces del día daban muestras de querer desaparecer, o se iban a sus casas o cambiaban de lugar para sus juegos.
Era otra época, no había computadoras, ni videojuegos y tampoco ese lazo inseparable con el televisor. Los juegos eran al aire libre, con pelota, rayuela, mancha o escondidas.
La barra de entonces era de ocho chicos. Todos varones. A veces dejábamos jugar a las nenas con nosotros, pero no mucho. Siempre terminábamos peleando y teníamos que estar de muy buen humor (y ella compartir galletitas o algo) para dejarlas estar con nosotros.
Mientras el día gobernaba, nos animábamos a permanecer en la vereda del caserón. Nos llamaban la atención las ventanas del piso superior, redondas y sin cortinas. Los marcos quebrados y despintados por el paso del tiempo y los vidrios rotos y los que no, astillados.
El caserón tenía una enorme entrada, pero no crecía pasto ni planta alguna, a diferencia de otros frentes vecinos. Todo estaba seco. A veces veíamos sapos rondando la puerta o gatos durmiendo en el tejado. Siempre eran negros.
Las ventanas de la planta baja eran rectangulares y allí si había cortinas. Seguramente habían sido blancas en algún momento, ahora todas estaban amarillentas, salvo una que además de dicho color, presentaba una mancha negra, como de haberse quemado.
La puerta de entrada, que jamás vimos abierta, era gigante y tenía grabada una luna. Lustrada seguramente sería hermosa, pero con el desgaste encima, era tétrica. Teníamos miedo, si. Pero por alguna razón que entonces no conocíamos, nos gustaba estar allí, frente a ese caserón, jugando en la vereda.
Supongo que la casa no era solo una fachada tenebrosa, seguramente tenía una historia atrás. Pero nadie nos hablaba de ello. Si uno preguntaba por ese lugar, siempre respondían: "¿Casa? ¿Cuál casa? Ahh, esa..." y jamás nos daban una pista sobre su pasado, sus últimos habitantes, nada.¨
Eramos muy chicos para suponer que la casa además del miedo que inspiraba, podía dominar las mentes o asustarlas de tal forma, que uno no la recordara, o simplemente, deseara ignorarla, así sin más.
Sucedió un sábado lluvioso. Habíamos estado jugando con la pelota en la plaza, los ocho. Uno de nosotros, no recuerdo quién, había conseguido unas figuritas de fútbol en otro barrio. Nos sentamos a verlas en la vereda del caserón. Las figuritas nos fascinaron, estaban casi todos los equipos, las imágenes parecían fotografías de verdad y fue tal el encandilamiento de las mismas, que perdimos noción del tiempo. Los nubarrones anticiparon la noche y para cuando nos dimos cuenta, la casa había cobrado vida.
Sentimos algo raro, como si el aire se volviera espeso. Primero fue la sensación de asfixia, luego la oscuridad rodeándolo rodo. No se veía la plaza del otro lado de la calle. Oí a un par de mis amigos gritar y yo comencé a llorar. Algo me agarró una pierna y tuve la suerte de poder zafarme. Uno de los chicos fue arrastrado de mi lado hacia la casa en una fracción de segundo. Aproveché y corrí contra la negrura. No sabía hacia donde, pero estaba descontrolado.
Agitado, asustado, meado hasta las medias y llorando casi a gritos, corrí y corrí. Me pareció correr un siglo, una eternidad. Corrí hasta que tropecé contra el cordón de la manzana de enfrente y me abrí la frente contra el suelo.
Desperté varios días después en el hospital, con mis padres cuidándome a mi lado. Fueron prudentes las primeras horas, me dejaron tranquilizarme. Luego me pidieron que hablara. ¿Dónde están los chicos? me preguntaron.
Comprendí entonces que ninguno había logrado escapar, que había sido el único. Me largué a llorar. Me ganó la angustia, el remordimiento, el dolor. Les nombré la casa, les conté de las figuritas, les pedí perdón por no habernos percatado de la noche. Volví a llorar. Y me di cuenta que estaban pálidos y no podían ocultarlos.
Con los años aprendí a sobrellevar el pasado y aunque costó, a hacer nuevos amigos. Aún tengo pesadillas, aún, en las noches de tormenta, tengo esa sensación de algo agarrándome la pierna. A veces, temo, estoy seguro que algo me arrebatará de la cama.
Intento no pasar delante de la casa. Ya no por miedo, porque ya no soy niño y he comprendido que solo le gustan ellos. Sino porque por esas ventanas sin cortinas del piso superior los veo.
Si, a ellos, que fueron mis amigos, los veo gritando, pidiendo por ayuda con gestos de dolor y desesperación. A los siete golpeando las ventanas rotas, llorando sin compasión, sin poder crecer, siempre con la misma edad, pero cada vez con peor aspecto. Y se muy bien que todos los adultos de este barrio, ven al pasar por esa vereda nefasta a los pequeños amigos perdidos en la niñez. Porque el caserón siempre deja cabos sueltos para que el dolor se extienda por toda la eternidad.
Pero no hablamos de ello, nos conformamos con seguir vivos. A veces, incluso, olvidamos que algo sucedió. Así que nos callamos, evitamos las ventanas, miramos para otro lado y seguimos avanzando.