(XXIII)
Rea Silvia y Tuccia siguen preparándose para el parto de la primera. La reina Criseida había recordado el truco de Hera para impedir el nacimiento de Hércules y pretendía aplicarlo a Rea Silvia. Las vestales habían decidido enviar al cronista oral Urbano Lacio al Aventino a avisar a los padres de Rea Silvia de que estaban a punto de encontrarla.
Apenas un leve resplandor asomó por detrás del monte Cavo para anunciar el día, Urbano Lacio y el carretero de las vestales salieron de Alba Longa en dirección a la cabaña de Númitor en el monte Aventino. El camino de tierra discurría entre los bosques, flanqueados por árboles indistinguibles aún, rumorosos con el primer piar de los gorriones. Había humedad en el aire y el cielo se adivinaba nublado. Iban solos. De pronto, una comadreja asomó el hocico por la orilla izquierda del camino y, tras un instante de vacilación, cruzó corriendo al otro lado de la vía, pocos pasos por delante del carro. Urbano Lacio se estremeció: de todos los animales de mal agüero que conocía, la comadreja era el más desfavorable y nefasto para los nacimientos. Pronunció en voz baja algunos conjuros para ahuyentar la mala suerte, pero quedó intranquilo. ¡Ojalá todo fuera bien! El traqueteo del carro lo sumió poco a poco en el dulce sueño.
Al mismo tiempo que a Urbano Lacio se le cruzaba la comadreja, en la cumbre de la colina del Palatino Acca Larentia, envuelta en una piel de lobo, salía a la puerta de su cabaña por tercera vez. Oteaba el camino delante de su casa, esperando ver a su marido abrirse paso entre tan escasa claridad. Tendía hacia delante una oreja poniéndose tras ella una mano para orientar el oído, mas no conseguía su propósito de escuchar algo, un silbido, una señal que indicara la proximidad de Fáustulo, pues cualquier sonido resultaba sofocado por un estruendo enorme.
El Tíber rugía a los pies del Palatino con una fuerza nunca vista. El día anterior, una gran avenida de agua, violenta como un toro enloquecido, había desbordado el río cabeceando con furor en todas direcciones. De la isla del centro del cauce sólo asomaba el esqueleto de un bosque desmochado en el que se enredaban troncos y ramas rotas, cadáveres de animales en descomposición. Enormes remolinos hacían girar como peonzas árboles enteros: a unos los estrellaba como proyectiles contra las laderas del Palatino; a otros los empujaba hacia el valle del Velabro, donde la corriente desbocada se amansaba y formaba un dique de desperdicios. Al trazar la curva a la derecha, el Tíber furibundo acometía con una lengua el valle de Murcia y, con los labios salados, volvía sobre sus pasos para proseguir su ruta hacia el mar. Invadía entonces el camino de Ostia y arañaba la abrupta ladera del Aventino entre un fragor de piedras y rocas arrastradas. Alimañas y animalillos de la ribera se agazapaban asustados, sin hogar ni refugio.
Regresó Acca a la cabaña y la perra Bona, que había asomado la cabeza tras ella, retrocedió también al interior. La mujer se sentó con dificultad en el suelo, torpe por el embarazo. Le temblaban las manos y ni siquiera el fuego que ardía con viveza la calmaba. No era frío, sino temor lo que sentía. El alumbramiento debía haberse producido ya, llevaba varios días de retraso, algo inusual en ella que había parido doce veces. Como si la criatura no tuviera fuerzas suficientes para nacer. Así, cuando el día anterior, por la tarde, había notado los primeros síntomas del parto, supo que no se desarrollaría bien.
Decidió, entonces, mandar a Urco y sus hijos pequeños con su padre, que había ido a inspeccionar algunos rebaños del rey Amulio más allá de las colinas al sur de la vía Salaria. Quería evitar que, si moría en el parto, sus hijos se quedaran allí con su cadáver, desamparados, durante quién sabe cuántos días y noches, mientras durase el temporal. Y secretamente su corazón esperaba que Fáustulo los hubiera dejado bajo la custodia de alguno de los pastores y viniera a acompañarla, que no la dejase morir sola.
- Yo te invoco, Diviana, asísteme. Ninfa Carmenta, ven pronto a mi lado y trae contigo a todas las diosas necesarias: la que favorece el parto rápido, la que vela por el nacimiento de mi criatura, aquella que la trae a la luz, la que cuidará de ella si nace por la cabeza, y la que debe cuidarla si viene de pies; que venga el dios que hará comenzar la vida en mi hijo, el que pone en funcionamiento los sentidos, el que le hará emitir su primer llanto. Venid, dioses y diosas encargados del comienzo de la vida. Estadme cerca. Ayudadme.
Así suplicaba Acca Larentia el auxilio de las divinidades, invocadas en todos sus partos y ese día más necesarias que nunca. De pronto, un líquido caliente le bajó por las piernas y un olor fétido inundó la cabaña.
Mala señal.
En Alba Longa el amanecer también había encontrado activas a las amigas de Rea Silvia. Se habían reunido en la cabaña de Kritubis y organizado dos grupos: uno, con la propia Kritubis, Palantea y los cerdos; el otro lo componían las artesanas Valeria y Aiara bajo la guía de Amnesis, que conocía mejor el terreno. Entraron juntas en el bosque de Silana hasta el sendero que se desviaba a la cueva y la fuente sagrada. Para prevenir problemas, Palantea y la piara irían delante, seguida a poca distancia por su ama. Las demás, cubriendo la anchura del bosque y separadas entre sí lo suficiente para comunicarse entre ellas y auxiliarse si fuera necesario, rastrearían toda el área.
A causa de la abundancia de maleza y la pérdida de las trazas del camino, necesitaron mucho tiempo para abrirse paso hasta el fondo del bosque. Una vez allí, tras varias tentativas, Palantea encontró a la derecha un caminito con la anchura justa para que pasasen unos pies. Avisó del hallazgo a las demás y se adentró sin los gorrinos para no hacer ruido. No llevaba mucho andado, cuando vio a lo lejos a un hombre. Se ocultó y dio un pequeño rodeo para aproximársele sin ser vista. Reconoció al borrachín Catión. Estaba de pie, delante de un refugio hecho con ramas y paja, como los que construyen con frecuencia los pastores para mantener el caldero de la comida a cubierto y calentarse de vez en cuando.
- No podemos pasar por ahí – declaró la pastorcilla a sus compañeras, una vez hubieron retrocedido todas hasta la cueva de Silana, donde se ocultaron –. Debemos salir del bosque ahora mismo, pues alguien vendrá a sustituir a Catión y puede vernos. Se impone la prudencia.
- ¿Pretendes abandonar la búsqueda? – preguntó atónita Aiara.
- Al contrario. Hemos de llegar hasta ella por otro sitio. A través de una selva que linda con el bosque de Silana. Es difícil atravesarla, pues no hay sendas y la vegetación crece apretada y frondosa. Precisamente por su dificultad no habrá nadie vigilando, no nos descubrirán. Vayamos ahora mismo. Conozco un hueco por el que penetrar en esa espesura.
- Confiemos en que tengas razón – dijo Kritubis mientras se ponían de nuevo en marcha –. El tiempo apremia.
Esa misma sensación de apremio la tenía la reina Criseida. Acababa de tener una larga conversación con Cora, la criada que había asignado al servicio de su hija Anto y la informaba continuamente de cuanto hacían la joven esposa y su marido. Según ella, Anto estaba muy abatida desde que el día anterior su padre la había expulsado de la cabaña real prohibiéndole volver. No quería salir a la calle ni hablar con nadie. Tampoco probaba bocado pese a los ruegos de su marido. Se limitaba a beber agua y a llorar.
- Bien, yo me ocuparé de mi hija – le había dicho la reina –. Y tú te vas a ocupar de Rea Silvia. Prepárate, porque haré que te lleven con ella hoy o mañana. Recuerda mis instrucciones: debes decirles que vas de parte de Anto y hacerles creer, a la sacrílega y a su criada, que estás allí para ayudarlas. Tienes que llevar todo el tiempo una cinta escondida y bien atada a una pierna, o a la cintura, o donde creas que ellas no la pueden ver. Es imprescindible que no se deshaga el nudo. Así Rea no podrá parir.
- No te preocupes, mi reina – había respondido Cora, orgullosa por un encargo tan importante –.Pronto enterrarás a tu sobrina con el hijo bien agarrado dentro de su vientre.
- ¡Eso espero! – concluyó Criseida – Enviaré a alguien a buscarte a casa de mi hija esta misma tarde, pues prefiero que para este servicio tan delicado salgas de aquí sin llamar la atención.
Resuelto este asunto, Criseida meditaba de qué manera convencer a su esposo para enviar enseguida a Cora a vigilar a Rea Silvia. Y no tardó mucho en encontrar el modo de hacerlo. Esperó a la comida del mediodía y, cuando Amulio hubo satisfecho el apetito, abordó la cuestión.
- Ha llegado el momento de enviar a la partera, marido. Hoy mismo debería estar con la sacrílega.
- Te dije que no, Criseida. No quiero que esté con ella mucho tiempo. No me fío. Tú misma me advertiste contra las artimañas de mi sobrina y su habilidad para retorcer las cosas y volver a su favor la situación.
- Por eso precisamente necesitamos ya a la partera, Amulio – dijo Criseida –. Rea es una mentirosa, lo hemos comprobado muchas veces. Y consiguió convencernos del embuste mayor de todos. ¡A veces creo que tú y yo somos tan inocentes como los corderos…!
- Habla claro, mujer – respondió Amulio, molesto por la insinuación de haber sido engañado.
- Para ocultar que se revolcaba como una cerda con un amante se inventó esa historia de Marte y su supuesta violación…
- Eso ya lo sabemos, Criseida. ¡Acaba ya!
- ¿No nos mentiría también al decirnos la fecha en que quedó preñada? Ella aseguró que había sido el día de la fiesta de Júpiter Latiaris, y que había ocurrido en el bosque sagrado de Marte, pero yo no la creo. Lo hizo para confundirnos y hacernos caer en su trampa… ¡Somos más crédulos que un niño sin dientes!
- ¡Maldita sacrílega! – gritó Amulio, poniéndose en pie casi de un salto.
- Sí, marido, maldita sea. Desde el principio su plan era engañarnos sobre la fecha en que alumbraría a su criatura. Sabía que nos confiaríamos, que contaríamos, uno a uno, los doscientos setenta y cuatro días desde la fiesta de Júpiter hasta el parto, cuando, en realidad la cuenta debía empezar unos días antes, no sabemos cuántos. Esa era su estratagema: parir antes de lo que esperábamos y así, tener tiempo de cambiar a su hijo por otro recién nacido. O añadirlo al suyo, para fingir que había tenido gemelos.
- ¡Ya basta, Criseida! – dijo el rey, ciego de rabia –. No soporto oír nada más. Mandaré llamar a Prátex y mañana mismo llevará a esa mujer, la partera, a donde está Rea Silvia. ¡Y juro por todos los dioses que esa infame me las pagará!
- No podemos pasar por ahí – declaró la pastorcilla a sus compañeras, una vez hubieron retrocedido todas hasta la cueva de Silana, donde se ocultaron –. Debemos salir del bosque ahora mismo, pues alguien vendrá a sustituir a Catión y puede vernos. Se impone la prudencia.
- ¿Pretendes abandonar la búsqueda? – preguntó atónita Aiara.
- Al contrario. Hemos de llegar hasta ella por otro sitio. A través de una selva que linda con el bosque de Silana. Es difícil atravesarla, pues no hay sendas y la vegetación crece apretada y frondosa. Precisamente por su dificultad no habrá nadie vigilando, no nos descubrirán. Vayamos ahora mismo. Conozco un hueco por el que penetrar en esa espesura.
- Confiemos en que tengas razón – dijo Kritubis mientras se ponían de nuevo en marcha –. El tiempo apremia.
Esa misma sensación de apremio la tenía la reina Criseida. Acababa de tener una larga conversación con Cora, la criada que había asignado al servicio de su hija Anto y la informaba continuamente de cuanto hacían la joven esposa y su marido. Según ella, Anto estaba muy abatida desde que el día anterior su padre la había expulsado de la cabaña real prohibiéndole volver. No quería salir a la calle ni hablar con nadie. Tampoco probaba bocado pese a los ruegos de su marido. Se limitaba a beber agua y a llorar.
- Bien, yo me ocuparé de mi hija – le había dicho la reina –. Y tú te vas a ocupar de Rea Silvia. Prepárate, porque haré que te lleven con ella hoy o mañana. Recuerda mis instrucciones: debes decirles que vas de parte de Anto y hacerles creer, a la sacrílega y a su criada, que estás allí para ayudarlas. Tienes que llevar todo el tiempo una cinta escondida y bien atada a una pierna, o a la cintura, o donde creas que ellas no la pueden ver. Es imprescindible que no se deshaga el nudo. Así Rea no podrá parir.
- No te preocupes, mi reina – había respondido Cora, orgullosa por un encargo tan importante –.Pronto enterrarás a tu sobrina con el hijo bien agarrado dentro de su vientre.
- ¡Eso espero! – concluyó Criseida – Enviaré a alguien a buscarte a casa de mi hija esta misma tarde, pues prefiero que para este servicio tan delicado salgas de aquí sin llamar la atención.
Resuelto este asunto, Criseida meditaba de qué manera convencer a su esposo para enviar enseguida a Cora a vigilar a Rea Silvia. Y no tardó mucho en encontrar el modo de hacerlo. Esperó a la comida del mediodía y, cuando Amulio hubo satisfecho el apetito, abordó la cuestión.
- Ha llegado el momento de enviar a la partera, marido. Hoy mismo debería estar con la sacrílega.
- Te dije que no, Criseida. No quiero que esté con ella mucho tiempo. No me fío. Tú misma me advertiste contra las artimañas de mi sobrina y su habilidad para retorcer las cosas y volver a su favor la situación.
- Por eso precisamente necesitamos ya a la partera, Amulio – dijo Criseida –. Rea es una mentirosa, lo hemos comprobado muchas veces. Y consiguió convencernos del embuste mayor de todos. ¡A veces creo que tú y yo somos tan inocentes como los corderos…!
- Habla claro, mujer – respondió Amulio, molesto por la insinuación de haber sido engañado.
- Para ocultar que se revolcaba como una cerda con un amante se inventó esa historia de Marte y su supuesta violación…
- Eso ya lo sabemos, Criseida. ¡Acaba ya!
- ¿No nos mentiría también al decirnos la fecha en que quedó preñada? Ella aseguró que había sido el día de la fiesta de Júpiter Latiaris, y que había ocurrido en el bosque sagrado de Marte, pero yo no la creo. Lo hizo para confundirnos y hacernos caer en su trampa… ¡Somos más crédulos que un niño sin dientes!
- ¡Maldita sacrílega! – gritó Amulio, poniéndose en pie casi de un salto.
- Sí, marido, maldita sea. Desde el principio su plan era engañarnos sobre la fecha en que alumbraría a su criatura. Sabía que nos confiaríamos, que contaríamos, uno a uno, los doscientos setenta y cuatro días desde la fiesta de Júpiter hasta el parto, cuando, en realidad la cuenta debía empezar unos días antes, no sabemos cuántos. Esa era su estratagema: parir antes de lo que esperábamos y así, tener tiempo de cambiar a su hijo por otro recién nacido. O añadirlo al suyo, para fingir que había tenido gemelos.
- ¡Ya basta, Criseida! – dijo el rey, ciego de rabia –. No soporto oír nada más. Mandaré llamar a Prátex y mañana mismo llevará a esa mujer, la partera, a donde está Rea Silvia. ¡Y juro por todos los dioses que esa infame me las pagará!
*En la primera fotografía se ve el Monte Cavo y, a la derecha, un caserío alargado y rojizo próximo al tronco del árbol. ¡Ahí estaba la parte más oriental de Alba Longa! La vista está tomada por mí desde Castelgandolfo al atardecer.
**Las fotos del río desbordado y la comadreja están tomadas de internet. Las restantes son mías. Pertenecen al Museo Barraco de Roma.