A Soledad Sánchez M. y a Antonio Martín OrtízLa luz del mediodía destellaba sobre las ondas del lago. De vez en cuando una perca se deslizaba cerca de la orilla y producía un leve chapoteo respondido por un coro de gorriones. No se veía ni un solo cuervo de los muchos que anidaban allí. Al menos, no los veía Baucis. Llevaba rato sentada al sol en el único poyo de madera que había junto a la puerta de su choza, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared. Cerró los ojos y aguzó el oído. A pocos pasos se oía el frotar de un manojo de ramas contra el suelo de mármol del templo de Júpiter. Ras… ras… ras... Un ruido lento, porque Filemón era tan viejo como ella y le quedaban pocas fuerzas. Eso era lo único que perturbaba la felicidad de Baucis: pensar que pronto la muerte los separaría. Una idea casi insoportable para quienes se amaban intensamente desde hacía más de seis décadas.
- Sé lo que estás pensando – dijo Filemón, sentándose al lado suyo. Baucis ladeó graciosamente la cabeza para apoyarla en la de él e hizo un gesto de asentimiento.
- ¿Se acordará Júpiter de cumplir la promesa que nos hizo? – respondió. – Somos tan insignificantes… Me da miedo que la haya olvidado. O que, sin darnos cuenta, lo hayamos ofendido y ahora no la quiera cumplir. Ya viste lo severo que fue al castigar a nuestros vecinos. Y espero que no se irrite si llegan a sus oídos mis palabras.
- Vamos, vamos, Baucis, no pienses eso. Y además, no es asunto de los mortales el juzgar a los dioses. Y menos aún nosotros, que hemos sido tan favorecidos por ellos. Aunque a decir verdad, ¿qué ser, divino o humano, no hubiera premiado tu generosidad y tu dulzura?
- No me des méritos que no me corresponden, Filemón – protestó Baucis con una sonrisa – porque fuiste tú quien trajiste a nuestra choza a aquellos dos desconocidos. ¡Qué pena daban…! Parecían aún más pobres que nosotros ¿te acuerdas? con los vestidos raídos, los pies en carne viva y aquellas caras de hambre…
- Y de desesperación, pobrecillos. Imagínate, ir casa por casa pidiendo ayuda y que nadie les brindase ni un poco de agua… – añadió Filemón.
- Apenas los hiciste entrar, me dejaste con ellos y te fuiste corriendo al huerto a traer nabos y lechugas. ¡Cada vez que pienso que estuve a solas durante un buen rato con el mismísimo Júpiter y con Mercurio, me entran temblores…! De haberlo sabido cuando cruzaron el umbral, creo que me hubiera desmayado.
Filemón le pasó el brazo por los hombros y la apretó suavemente.
- ¿Sabes, querida esposa, que somos los mortales más afortunados? Más pobres que las ratas y más dichosos que nadie a quien hayamos conocido jamás. Amarte y ser tu esposo es lo más maravilloso de mi vida. Sí, hemos tenido mucha suerte.
- Y después de nosotros, quien más suerte tuvo fue la oca – dijo Baucis dando golpecitos con el índice en el pecho de Filemón, que no pudo reprimir la risa. Le embelesaban las bromas y el buen humor de ella.– ¡Yo toda apurada tratando de sacarla de entre las piernas de los dioses, sin saber que eran dioses, para echarla al puchero, y ella escabulléndose de mí pero sin separarse ni un ápice de ellos! Ya lo creo que tuvo suerte. Cuando intercedieron por ella y me pidieron que no la sacrificase, recibió de los dioses el regaló de una vida larga. Porque claro, si el propio Júpiter había renunciado a comérsela, ¿cómo nos la íbamos a comer nosotros, aunque estuviéramos muertos de hambre? Debe ser la única oca en el mundo que murió de vieja.
Los ancianos rieron con ganas y luego callaron. No podían seguir bromeando al recordar lo que ocurrió después. Habían preparado a toda prisa la mesa con los pocos y pobres alimentos de que disponían y disfrutaron viendo con cuánta alegría y apetito los engullían los forasteros. Una vez terminada la comida, los invitados se dieron a conocer: no eran unos vagabundos como hacía creer su apariencia, sino los dioses Júpiter y Mercurio. Para Baucis y Filemón fue un momento terrible, porque al estupor que les produjo esa revelación se unió otra noticia que los dejó helados: Júpiter había decidido castigar a ese pueblo cruel que le había cerrado las puertas. Y así, sin darles tiempo a reaccionar, les pidió que lo siguieran y emprendieron una caminata para subir a un cerro. Al llegar a lo alto, hombres y dioses se detuvieron y se volvieron para mirar el valle que habían dejado atrás.
¡Qué dolor tan agudo sintieron al ver que el valle ya no existía y que aquella hondonada donde se levantaban las casas de sus vecinos, los campos de cultivo, los pastos y los corrales, había quedado sepultada por las aguas de un lago! La miserable choza en la que habían vivido hasta entonces se había transformado en un templo de mármol de altísimas columnas que se reflejaban en el agua transparente. Entonces, Júpiter los miró con ojos penetrantes y les manifestó su voluntad de premiarlos concediéndoles sus deseos. Baucis y Filemón se miraron y apenas cruzaron entre ellos unas palabras antes de dar su respuesta. Pidieron al padre Júpiter dos cosas: una, seguir viviendo allí y dedicarse al cuidado del templo; la otra, la más importante, morir los dos a la vez. - ¿Crees que Júpiter cumplirá su palabra? – insistió Baucis. Su voz sonaba cansada.
- ¿Sabes de algún dios que haya dejado de cumplirla? – respondió su marido. – Hummmm… Tengo mucho sueño, querida mía. Barrer el templo me ha dejado exhausto.
- Y hace un calorcillo tan agradable … Dame la mano, Filemón.
Unieron sus manos arrugadas y entornaron los párpados. Los pliegues que surcaban sus rostros se hicieron más profundos y sus cuellos adquirieron un aspecto leñoso. Baucis abrió los ojos un momento. Los dedos que Filemón y ella tenían entrelazados habían empezado a crecer, se alargaban hacia el cielo cubriéndose de brotes y se multiplicaban en nuevas ramas. Vio que las orejas de su amado se volvían finas y puntiagudas como las hojas del roble. Quiso tocarse ella misma el rostro con la otra mano, pero no pudo moverla. Y al notar que sus pies echaban raíces y se enlazaban bajo la tierra con las raíces de Filemón, comprendió que Júpiter estaba cumpliendo su promesa.
NOTA 1: Este texto está inspirado en una fábula relatada por el poeta Ovidio en su obra Metamorfosis. De Antonio Martín Ortiz surgió la idea de hacer entre él, Soledad Sánchez M. y yo misma un trabajo conjunto, presentando el texto antiguo, una poesía y la recreación del mito mediante el texto actual que habéis leído. Así que podéis disfrutar del texto de Ovidio en el blog de Antonio Martín Ortíz, y del poema inspirado en esta misma historia en el blog de Soledad Sánchez M . Esperamos que lo disfrutéis.
NOTA 2: Antonio Martín Ortiz me informa que Ovidio utiliza para referirse al árbol la palabra “quercus”, que debería traducirse por “encina” y no por “roble”. Esta observación tiene más interés si cabe teniendo en cuenta que la encina era el árbol de Júpiter.
*Vista del lago de Villa Borghese, con el templo de Serapis. Roma.
**Detalle de escultura femenina. Museos Capitolinos. Roma.
***Detalle de cabeza masculina. Museos Capitolinos. Roma.
****El dios Mercurio. Jardines de Monforte. Valencia.
*****Detalle del “Moisés” de Miguel Ángel. Iglesia de San Pietro in Víncoli. Roma. Foto de Rafa Lillo.
****** y *******Detalles de dos robles, fotografías gentileza de nuestro amigo Pedro de La tierra de los árboles
fábula, amor eterno, Ovidio, Metamorfosis