Una vez se hubo separado de sus acompañantes deslizándose entre la multitud, Rea Silvia recibió un mazazo. Hasta ese momento, protegida por sus amigos y absorta en la contemplación de aquella pira donde se consumían los restos de su hermano, había permanecido ajena a cuanto le rodeaba. La decisión de correr al lado de su madre le había obligado a salir de su ensimismamiento. Debía ser precavida y fijarse en el gentío. Entonces, al pasar por delante de dos hombres y escuchar un comentario, supo brutalmente que su madre iba a renunciar al trono. Quedó paralizada. Al poco se arriesgó a pedir a un muchacho que se hallaba a su lado que le confirmase esa noticia.
- ¿Ves allí, junto a las autoridades, al augur Appius? – respondió el joven aludido –. Él se encargará de tomar los augurios y, sin son favorables, Amulio será proclamado rey.
- Pero ¿es que le ha pasado algo al rey Númitor? – preguntó Rea Silvia, con un hilo de voz. El muchacho se volvió a mirarla, extrañado. Debía ser la única persona en Alba Longa que no se había enterado de lo ocurrido desde el día anterior. Le pareció reconocerla, a pesar de llevar el rostro velado con el manto.
- Te he visto antes de ahora. ¿No estabas ayer en el mercado con una piara de cerdos?
Rea Silvia no contestó. Le temblaba el cuerpo entero y todo le daba vueltas. El muchacho, dándose cuenta de su malestar, la cogió del brazo y la sostuvo. Le aseguró que, hasta donde él sabía, el rey Númitor estaba ausente. Como su hijo había muerto y había peligro de guerra, la reina Aurelia había decidido ceder el trono a Amulio, hermano del rey.
Con los ojos cerrados, Rea Silvia se esforzaba por controlarse y recobrar la serenidad. Debía superar el pánico, apartar de su mente la idea de que su padre hubiera muerto. Pero ¿por qué otro motivo habría renunciado al trono su madre? No se le ocurría ninguno.
- ¿Quieres que te traiga agua o que te acompañe a algún sitio? – preguntó el muchacho. Ella afirmó con la cabeza.
- En cuanto se me pase el mareo, ayúdame a llegar a la explanada. Quiero ver de cerca esa ceremonia.
De muy mal humor regresaba Criseida al lugar donde esperaban las autoridades. Ya desde lejos se le veía el rostro crispado y una manera de andar casi furiosa. Había hecho el favor de acompañar a la tumba a las criadas de Aurelia, sin ninguna necesidad porque eran sólo escoria, y le había tocado sufrir los insultos de Celia y de Kritubis delante de todo el mundo. ¡Menuda profecía! Y una maldición estúpida, porque ella no cazaba: ni conejos, ni pájaros, ni corzas. Lo único que la compensaba de esa humillación pública era que los asistentes, gente ignorante y bobalicona, se habían creído a pies juntillas esas sandeces. Y eso le convenía. Mejor que la temieran y tuvieran claro que nada detendría a la próxima reina de Alba Longa.
A idéntica velocidad la seguía la vestal Adriana. Llegó muy agitada y, aprovechando que se estaban haciendo los preparativos para la lectura de los augurios, hizo un aparte con la Vestal Máxima y le contó lo ocurrido con Criseida en el momento del enterramiento.
- Cuando Celia le ha profetizado que los nietos de Númitor se vengarían de sus crímenes, Criseida ha dicho abiertamente que no permitiría que tuviera nietos – dijo Adriana –. ¡Yo pensaba que sólo querían apoderarse de Rea Silvia para doblegar a Aurelia y que, cuando consiguieran el trono, la dejarían en paz…! Estaba en un error. La matarán, como han hecho con su hermano. Tengo mucho miedo, Camilia.
- Serénate, Adriana. ¡No consienta la diosa Vesta que el hogar de Aurelia y Númitor se destruya por completo! Ahora calla y déjame pensar…
Aurelia miraba continuamente en dirección al camino por el que habría de venir el carro de Númitor. El sol estaba alcanzando su cénit, debía estar a punto de llegar. Ojalá estuviera allí ya. No porque pensase que con su presencia podría impedir a su hermano Amulio alzarse con el trono, eso lo consideraba un hecho inevitable, sino por la pura necesidad de compartir con él toda su angustia y su preocupación. Númitor sabría cómo proteger a Rea Silvia y conseguir que volviera con ellos sana y salva. ¡Ay, su hija! Se le partía el corazón pensando en cuánto estaría sufriendo, en cuánto se necesitaban mutuamente. Y aún debía agradecer a los dioses la ayuda de Camilia. Miraba otra vez el camino que se perdía cuesta abajo entre los castañares. No se veía ni siquiera una nube de polvo.
No era Aurelia la única intranquila por la espera. Así como los dioses han dotado a los seres humanos de la virtud de la paciencia, aunque distribuyéndola en desigual medida, la naturaleza ha repartido equitativamente la impaciencia. La sentía con intensidad Amulio. Deseoso de gozar cuanto antes del poder que le otorgaría la corona, con gusto hubiera mandado arrojar agua a las piras funerarias para acabar antes con ese fastidioso funeral. Y aún lo estaba crispando más el augur Appius, bajo cuya dirección se iba a colocar ya el altar del sacrificio y no hacía otra cosa que volverse aquí y allá buscando la mejor orientación para ubicarlo. ¡Y eso que le había mandado una advertencia para que se apresurase y leyera los buenos augurios sin dilación!
Los guerreros formados en torno a las piras también daban signos de cansancio. Al calor que aquellas arrojaban, se unía el del sol del mediodía que, aun siendo moderado, recalentaba los cascos de bronce. Los miembros del Consejo partidarios de Amulio no cesaban de moverse y hablar entre sí. Criseida aún les provocaba mayor desasosiego. Continuamente se quejaba en voz alta y, cuando no pedía empezar la ceremonia y coronarse de una buena vez, sugería abrir en canal al propio Appius si no se daba prisa.
Eso pedía a sus acompañantes el rey Númitor, a la vista de Alba Longa: que se dieran prisa, que azuzaran tanto como pudieran a los caballos pues veía, a lo lejos, en la explanada de las incineraciones, las columnas de humo que revelaban que ya no llegaría a tiempo de ver el cadáver de su hijo. La fiebre y el cansancio lo aturdían. El traqueteo del camino torturaba sus huesos, le desmadejaba el cuerpo. Pero lo peor de todo, lo más insufrible y angustioso era la incertidumbre sobre cuál habría sido la suerte de su hija y su esposa. ¿Se habría portado su hermano con lealtad o, como su corazón temía, habría aprovechado la ocasión en beneficio propio?
Appius había sacrificado ya el cordero y se disponía a examinar sus entrañas, cuando Rea Silvia se sintió lo suficientemente repuesta como para empezar a descender de la colina y acercarse a la explanada. Así se lo dijo al muchacho que la estaba ayudando y comenzaron a andar. Ladera arriba, entre el público, desesperados, sus amigos la buscaban. Palantea levantaba la cabeza para ver si podía identificarla por el manto, pero todos eran oscuros y no conseguía distinguirlo. Espórtula y Alec se movían con habilidad entre la gente, pero tampoco daban con ella y temían preguntar.
- ¡Los augurios son favorables! – exclamó con gran solemnidad el augur. El griterío de los guerreros impidió que se pudiera oír a la reina Aurelia pronunciar las palabras de su renuncia. Pero supieron que lo había hecho cuando Amulio levantó ambos brazos y recibió la aclamación de cuantos tenía a su alrededor.
En ese mismo instante el carro que traía a Númitor irrumpió en la explanada y se dirigió a donde estaban las autoridades. Al punto corrieron hacia él, interponiéndose en su camino, Pratex y los secuaces de Amulio. Cesó repentinamente el griterío. Y de entre el público se oyó un grito:
- ¡Padre! ¡Padre! ¡Cuidado! Ése es uno de los asesinos.