jueves, marzo 31, 2011

MAZAZO

(XVI)
Una vez se hubo separado de sus acompañantes deslizándose entre la multitud, Rea Silvia recibió un mazazo. Hasta ese momento, protegida por sus amigos y absorta en la contemplación de aquella pira donde se consumían los restos de su hermano, había permanecido ajena a cuanto le rodeaba. La decisión de correr al lado de su madre le había obligado a salir de su ensimismamiento. Debía ser precavida y fijarse en el gentío. Entonces, al pasar por delante de dos hombres y escuchar un comentario, supo brutalmente que su madre iba a renunciar al trono. Quedó paralizada. Al poco se arriesgó a pedir a un muchacho que se hallaba a su lado que le confirmase esa noticia.


- ¿Ves allí, junto a las autoridades, al augur Appius? – respondió el joven aludido –. Él se encargará de tomar los augurios y, sin son favorables, Amulio será proclamado rey.

- Pero ¿es que le ha pasado algo al rey Númitor? – preguntó Rea Silvia, con un hilo de voz. El muchacho se volvió a mirarla, extrañado. Debía ser la única persona en Alba Longa que no se había enterado de lo ocurrido desde el día anterior. Le pareció reconocerla, a pesar de llevar el rostro velado con el manto.


- Te he visto antes de ahora. ¿No estabas ayer en el mercado con una piara de cerdos?

Rea Silvia no contestó. Le temblaba el cuerpo entero y todo le daba vueltas. El muchacho, dándose cuenta de su malestar, la cogió del brazo y la sostuvo. Le aseguró que, hasta donde él sabía, el rey Númitor estaba ausente. Como su hijo había muerto y había peligro de guerra, la reina Aurelia había decidido ceder el trono a Amulio, hermano del rey.

Con los ojos cerrados, Rea Silvia se esforzaba por controlarse y recobrar la serenidad. Debía superar el pánico, apartar de su mente la idea de que su padre hubiera muerto. Pero ¿por qué otro motivo habría renunciado al trono su madre? No se le ocurría ninguno.


- ¿Quieres que te traiga agua o que te acompañe a algún sitio? – preguntó el muchacho. Ella afirmó con la cabeza.


- En cuanto se me pase el mareo, ayúdame a llegar a la explanada. Quiero ver de cerca esa ceremonia.




De muy mal humor regresaba Criseida al lugar donde esperaban las autoridades. Ya desde lejos se le veía el rostro crispado y una manera de andar casi furiosa. Había hecho el favor de acompañar a la tumba a las criadas de Aurelia, sin ninguna necesidad porque eran sólo escoria, y le había tocado sufrir los insultos de Celia y de Kritubis delante de todo el mundo. ¡Menuda profecía! Y una maldición estúpida, porque ella no cazaba: ni conejos, ni pájaros, ni corzas. Lo único que la compensaba de esa humillación pública era que los asistentes, gente ignorante y bobalicona, se habían creído a pies juntillas esas sandeces. Y eso le convenía. Mejor que la temieran y tuvieran claro que nada detendría a la próxima reina de Alba Longa.


A idéntica velocidad la seguía la vestal Adriana. Llegó muy agitada y, aprovechando que se estaban haciendo los preparativos para la lectura de los augurios, hizo un aparte con la Vestal Máxima y le contó lo ocurrido con Criseida en el momento del enterramiento.

- Cuando Celia le ha profetizado que los nietos de Númitor se vengarían de sus crímenes, Criseida ha dicho abiertamente que no permitiría que tuviera nietos – dijo Adriana –. ¡Yo pensaba que sólo querían apoderarse de Rea Silvia para doblegar a Aurelia y que, cuando consiguieran el trono, la dejarían en paz…! Estaba en un error. La matarán, como han hecho con su hermano. Tengo mucho miedo, Camilia.


- Serénate, Adriana. ¡No consienta la diosa Vesta que el hogar de Aurelia y Númitor se destruya por completo! Ahora calla y déjame pensar…

Aurelia miraba continuamente en dirección al camino por el que habría de venir el carro de Númitor. El sol estaba alcanzando su cénit, debía estar a punto de llegar. Ojalá estuviera allí ya. No porque pensase que con su presencia podría impedir a su hermano Amulio alzarse con el trono, eso lo consideraba un hecho inevitable, sino por la pura necesidad de compartir con él toda su angustia y su preocupación. Númitor sabría cómo proteger a Rea Silvia y conseguir que volviera con ellos sana y salva. ¡Ay, su hija! Se le partía el corazón pensando en cuánto estaría sufriendo, en cuánto se necesitaban mutuamente. Y aún debía agradecer a los dioses la ayuda de Camilia. Miraba otra vez el camino que se perdía cuesta abajo entre los castañares. No se veía ni siquiera una nube de polvo.



No era Aurelia la única intranquila por la espera. Así como los dioses han dotado a los seres humanos de la virtud de la paciencia, aunque distribuyéndola en desigual medida, la naturaleza ha repartido equitativamente la impaciencia. La sentía con intensidad Amulio. Deseoso de gozar cuanto antes del poder que le otorgaría la corona, con gusto hubiera mandado arrojar agua a las piras funerarias para acabar antes con ese fastidioso funeral. Y aún lo estaba crispando más el augur Appius, bajo cuya dirección se iba a colocar ya el altar del sacrificio y no hacía otra cosa que volverse aquí y allá buscando la mejor orientación para ubicarlo. ¡Y eso que le había mandado una advertencia para que se apresurase y leyera los buenos augurios sin dilación!

Los guerreros formados en torno a las piras también daban signos de cansancio. Al calor que aquellas arrojaban, se unía el del sol del mediodía que, aun siendo moderado, recalentaba los cascos de bronce. Los miembros del Consejo partidarios de Amulio no cesaban de moverse y hablar entre sí. Criseida aún les provocaba mayor desasosiego. Continuamente se quejaba en voz alta y, cuando no pedía empezar la ceremonia y coronarse de una buena vez, sugería abrir en canal al propio Appius si no se daba prisa.


Eso pedía a sus acompañantes el rey Númitor, a la vista de Alba Longa: que se dieran prisa, que azuzaran tanto como pudieran a los caballos pues veía, a lo lejos, en la explanada de las incineraciones, las columnas de humo que revelaban que ya no llegaría a tiempo de ver el cadáver de su hijo. La fiebre y el cansancio lo aturdían. El traqueteo del camino torturaba sus huesos, le desmadejaba el cuerpo. Pero lo peor de todo, lo más insufrible y angustioso era la incertidumbre sobre cuál habría sido la suerte de su hija y su esposa. ¿Se habría portado su hermano con lealtad o, como su corazón temía, habría aprovechado la ocasión en beneficio propio?


Appius había sacrificado ya el cordero y se disponía a examinar sus entrañas, cuando Rea Silvia se sintió lo suficientemente repuesta como para empezar a descender de la colina y acercarse a la explanada. Así se lo dijo al muchacho que la estaba ayudando y comenzaron a andar. Ladera arriba, entre el público, desesperados, sus amigos la buscaban. Palantea levantaba la cabeza para ver si podía identificarla por el manto, pero todos eran oscuros y no conseguía distinguirlo. Espórtula y Alec se movían con habilidad entre la gente, pero tampoco daban con ella y temían preguntar.


- ¡Los augurios son favorables! – exclamó con gran solemnidad el augur. El griterío de los guerreros impidió que se pudiera oír a la reina Aurelia pronunciar las palabras de su renuncia. Pero supieron que lo había hecho cuando Amulio levantó ambos brazos y recibió la aclamación de cuantos tenía a su alrededor.


En ese mismo instante el carro que traía a Númitor irrumpió en la explanada y se dirigió a donde estaban las autoridades. Al punto corrieron hacia él, interponiéndose en su camino, Pratex y los secuaces de Amulio. Cesó repentinamente el griterío. Y de entre el público se oyó un grito:


- ¡Padre! ¡Padre! ¡Cuidado! Ése es uno de los asesinos.

lunes, marzo 28, 2011

MALDICIÓN.

(XV)

Aurelia tenía los ojos clavados en la pira funeraria donde las llamas empezaban a consumir los despojos de su hijo. No hay una despedida más trágica y dolorosa para una madre, ni una hoguera donde su corazón se incendie más. Soportaba el sufrimiento sin un quejido, consciente de ser observada por los cientos de albanos que asistían al funeral y se dolían con ella. Este sería su último acto como reina de Alba Longa y, pese a tratarse de un despojamiento perpetrado de la manera más traicionera y odiosa, la proximidad de la renuncia la aliviaba: cuanto estaba en sus manos para impedirlo, había sido hecho. El resto dependía del designo de los hados.

Y los hados, sin duda, favorecían a Amulio. Los guerreros lo habían aclamado con entusiasmo, enardecidos por su llamamiento a defender la patria con sus propias vidas, poniendo como ejemplo de valor a los difuntos. Sus palabras habían sido más parecidas a una arenga que a una despedida fúnebre. No había vacilado en mentirles: debían estar preparados porque el siguiente ataque se produciría en cualquier momento. Esto aún los había inflamado más. Anunciado el peligro, no veían ante ellos el horror de las heridas, las mutilaciones o la muerte, sino la perspectiva de alcanzar honor y gloria, pues no la hay mayor para un hombre que morir en el campo de batalla.

Cuando el fuego de las piras hubo prendido por completo ocultando a la vista los contornos de los cadáveres, la multitud se relajó. Era el momento de hablar unos con otros, comentar lo ocurrido con el de al lado, recordar otras muertes, otras guerras. Junto a la reina y tras ella se produjeron murmullos y movimientos. Alguien dio un recado al oído de la Vestal Máxima y ésta, a su vez, acercó sus labios al de la reina Aurelia.

- Ha regresado mi mensajero. El rey Númitor debe estar ya en camino y llegará hacia el mediodía. Me advierte, sin embargo, que está muy enfermo.

La reina se esforzó en mantener impasible su semblante. Ojalá su marido llegara con bien. ¡Que los dioses pusieran alas a sus caballos y lo ocultaran a sus enemigos…! En ese instante la garra de su cuñado Amulio se cerró sobre su brazo y un mal presentimiento le oprimió el corazón.

- Las fosas están abiertas. Es hora de enterrar los cadáveres de tus criadas – dijo Amulio.

- Los voy a acompañar yo – respondió la reina –. Esperaremos a que se hayan consumido las piras.

- No esperaremos a nada, Aurelia. Son siervas y muchachos imberbes, no es preciso tratarlos con tanta consideración. Ordena que se los lleven.

- Son parte de mi familia y, por ahora, sigue siendo la familia real. Han muerto por nosotros. A mí me corresponde decidir cuántos honores y consideración merecen y digo, ante testigos, que los merecen todos.

La tensión era palpable y se propagó a su alrededor. Camilia argumentaba a favor de la reina y Criseida trataba de acallarla a su manera destemplada e irrespetuosa. Los consejeros estaban divididos. Unos, conscientes de la importancia de despedir a los difuntos de la manera adecuada para aplacar sus espíritus, le daban la razón a Aurelia; a otros los espoleaba la impaciencia y querían ganar tiempo: en cuanto se extinguiesen las llamas de las piras debían leerse los augurios y proclamar a Amulio rey. Dado el peligro, no era admisible más retraso. Al fin, el sacerdote de Júpiter Latiaris, temiendo que se enquistara la disputa, realizó una propuesta.



- ¡Menuda estupidez! – dijo airada Criseida, sin mirar a la vestal Adriana. Ésta, con mucha prudencia, fingía no oír las protestas de la esposa de Amulio. La solución ofrecida por el sacerdote de Júpiter había sido finalmente aceptada por todos: para no mermar la solemnidad y decoro de los funerales de los guerreros abandonando la explanada antes de tiempo, ni rebajar los de las mujeres y los imberbes, se había acordado que sus cadáveres fueran acompañados hasta las fosas por una representación al más alto nivel después de Aurelia. Y así, aun repugnándole a la reina ceder su lugar a quien había sido cómplice o instigadora de aquellas muertes, y no pudiendo oponerse sin hacer público aquel crimen, Criseida había sido designada para presidir esa parte del funeral en representación de la reina, acompañada por la vestal Adriana y la mitad de los consejeros.

Con cierta solemnidad se había vuelto a formar el cortejo con los músicos, los portadores de las ofrendas y del ajuar, y los siervos llevando los lechos fúnebres, tras los cuales caminaban ellas mismas. Bordeando la explanada, se dirigían hacia la necrópolis, en la parte superior de ladera. Las tumbas estaban ordenadas en estrechas terrazas a las cuales se accedía por una senda zigzagueante. Muchas personas se sumaron a la comitiva mientras otras se dirigían directamente al lugar del enterramiento, partiendo del punto desde el cual habían presenciado los ritos de despedida.

Una vez allí, los cadáveres fueron depositados uno a uno en fosas rectangulares y con ellos sus ajuares respectivos: recipientes de cerámica para comida y bebida y una fíbula para los jóvenes; en el caso de las mujeres, a la cerámica se añadieron pulseras de cuentas de vidrio, anillos de ámbar y broches, adornos que habían lucido las difuntas en vida. La vestal Adriana agregó un retorcedor al ajuar de la más anciana, como le había encomendado la reina. A punto ya de ser cubiertas de tierra, un grito rompió el silencio.

- ¡Eh, tú, Criseida! – se oyó decir. Todas las cabezas, fijas en las sepulturas, se levantaron para mirar en la dirección de donde procedía la voz. En la ladera, justo por encima de donde se hallaban abiertas las tumbas, envuelta en un manto oscuro y con el índice extendido señalando a la esposa de Amulio, se alzaba la figura de la adivina Celia. Mascaba hojas de laurel para estimular su inspiración. Cerró los ojos.

- Veo tu corazón oscuro ennegrecerse más. Y a ti cubierta de sangre, mujer malvada, fiera entre las fieras. Los espíritus de aquellos a quienes estás enterrando se revuelven de cólera a tus pies. Pero tus crímenes no quedarán sin castigo. La venganza vendrá de la mano de los nietos de Númitor.

- ¡Cállate ya, vieja mentirosa! – le respondió Criseida con una mueca de rabia –. Dedícate a otro oficio, porque no sirves como adivina. Númitor no tiene nietos ni los tendrá, porque yo misma me ocuparé de eso.

- No crees en los dioses ni en los hados, impía. Allá tú. Porque son tan ciertos como que al día le sigue la noche y a la noche el día. Y se cumplirán – sentenció la anciana.

- Vigila, Celia, no vaya a ser que un cliente estafado te rebane el cuello cuando menos lo esperes – casi escupió Criseida. La gente que estaba más próxima a las fosas, escuchó con asombro y espanto lo que dijeron la una y la otra, y no se atrevían a moverse ni a emitir un sonido. Sólo se oía el zumbido de los insectos y, allá abajo, el rugir del fuego que consumía las piras. A una señal de Adriana, los servidores comenzaron a echar tierra a las tumbas.

- ¡Mírame a mí! – se oyó decir de pronto a otra voz desde el extremo opuesto. No era un grito, pero había autoridad en la orden, un mandato imposible de desobedecer.

- Hablo en nombre de Divaida, divinidad protectora de las criaturas de los bosques y de las domésticas, de las acuáticas, de las que surcan el aire, de las nocturnas y las diurnas, de las que no conocemos ni hemos visto jamás, de las que han sido y de las que serán; guardiana de los seres sin malicia y de las doncellas. A ti, Criseida, que por ambición persigues a una corza protegida suya, yo, Kritubis, su sacerdotisa, te maldigo.

Una ráfaga de viento azotó la necrópolis, se agitaron túnicas y mantos, el sol palideció. Jamás se había escuchado en Alba Longa palabras tan terribles procedentes de bocas distintas: una profecía seguida de una maldición. Se estremeció Criseida, pero volvió la espalda altiva y emprendió el regreso. La vestal Adriana siguió sus pasos para dar cuenta inmediata de lo ocurrido a la Vestal Máxima. El público, sobrecogido, permanecía clavado en el suelo.

jueves, marzo 24, 2011

RITOS FUNERARIOS EN HONOR DEL HIJO DE NÚMITOR

(XIV)

A pocas personas les fue concedido descansar esa noche en Alba Longa. Quien más atrozmente padecía era la reina Aurelia que, acompañada únicamente de la sierva Tuccia y con el corazón abatido por la pena, velaba el cadáver de su hijo. Mientras derramaba lágrimas por él, no podía apartar de su mente los temores por los peligros que acechaban a su hija, tan joven, tan inocente e indefensa. Se lamentaba también de no haber preservado mejor el trono de su marido. ¿Qué explicación le daría, cómo se justificaría cuando él regresara? Y aún sentía más honda la punzada de dolor, porque ni siquiera podía afirmar que Númitor continuaba vivo.


El sueño huía de los ojos de Criseida, tizones encendidos por la ira. Debía haberse acostado ostentando el título de reina y he aquí que, por culpa de un lechón apestoso y un estúpido augur que bien podía haber simulado un augurio favorable, seguía siendo Criseida a secas. Apretaba los puños al pensar en su marido y sus escrúpulos. ¡Cuánto más fácil para todos habría sido que unos sicarios hubieran asesinado a Númitor en el camino fingiéndose ladrones…! De haber seguido su consejo, ahora, con buenos augurios o sin ellos, serían reyes. Ojalá Númitor hubiera reventado ya del mal de vientre que ella misma se había encargado de procurarle.

Tampoco Amulio dormía. La ceremonia de toma de los augurios se repetiría al día siguiente después del funeral. Le hubiera gustado presidir los ritos fúnebres investido con los poderes de monarca, pero lo más importante era que los guerreros lo reconocieran como su jefe natural. Y eso ya lo había conseguido. Además, había ordenado a los albanos presentarse armados para despedir con honores al hijo de Númitor y, al mismo tiempo, hacer una demostración de fuerza. Exhibir el mando de tantos guerreros armados persuadiría a los disconformes, incluidos los miembros del Consejo más reticentes, si el augur osaba titubear al interpretar la voluntad de los dioses.

La inquietud no daba tregua a la Vestal Máxima Camilia en la casa de las vestales . A causa del aislamiento que Amulio había impuesto a la reina, apenas había podido comunicarle el envío de un mensajero de confianza para avisar al rey Númitor y nada más. Y casi era mejor, porque se sentía angustiada y muy pesarosa de no poder darle noticias ciertas sobre Rea Silvia. Desde el principio de este drama había tratado de comprender las razones de la conducta de Amulio. Si quería ser rey ¿por qué no había matado a su hermano? Y si no quería mancharse las manos de sangre ¿por qué atacar tan brutalmente a su familia? Camilia intuía que para ayudar a Rea necesitaba hallar las respuestas a esas preguntas.


La aurora teñía de rosa el bosque y el santuario de Diana Nemorensis,
donde el rey Númitor de Alba Longa había pasado la noche inquieto. Cumpliendo su promesa, el sacerdote de Diana había sustituido por hombres de su confianza a los criados del rey y éste había dejado de vomitar, aunque su piel ardía, seguía sudando y se hallaba sumido en un agitado duermevela. Habían preparado un carro para transportarlo con el fondo de paja, una estera encima y espacio para que pudiera sentarse a su lado un acompañante. Lo acomodaron con mucho cuidado y el sacerdote despidió a la comitiva.

- No os detengáis por ningún motivo ni perdáis de vista al rey – advirtió–. Id tan rápido como os sea posible pues el trono de Númitor está en peligro. Y su vida también. Quieran los dioses que no sea demasiado tarde.


Rea Silvia se despertó sobresaltada con un vacío en el corazón. Su hermano. El dolor volvía con toda su agudeza tras haberse aplacado durante el sueño. A su lado Palantea dormía plácidamente, tendida de costado y con las manos juntas debajo de las mejillas. Se dio cuenta entonces, como si le arrojaran sobre el rostro un cuenco de agua fría, de la situación en que había quedado la pastorcilla por su causa: había perdido a los cerdos y ni siquiera había regresado a la cabaña de su ama desde el día anterior. ¡Kritubis podría castigarla muy severamente, e incluso reducirla a la esclavitud y venderla! La sola idea le produjo un escalofrío y aún se sintió más en deuda por su ayuda. Trataría de compensarla, impediría por todos los medios que a Palantea le ocurriera algo malo.

Al poco, una claridad difusa entró por los respiraderos de la cueva y anunció el nuevo día. Las muchachas se levantaron y llamaron a Espórtula, quien las hizo subir y beberse un caldo caliente. Tras una breve discusión, Rea Silvia impuso su voluntad por encima de la prudencia que le pedían sus amigos: asistiría al funeral de su hermano mezclada entre la multitud. No se tiznaría la cara, sino que iría lo más limpia y aseada posible, como señal de respeto, si bien se cubriría la cabeza y el rostro con un manto prestado por Espórtula. Con la atención puesta en los ritos, nadie del público se fijaría en ella.
El lugar de la ceremonia era una explanada próxima a la necrópolis, un ensanchamiento de la ladera situado a mayor altura que Alba Longa, fuera de la muralla. Bajo la guía de Alec, las tres mujeres, Rea Silvia, Espórtula y Palantea, caminaron por entre las cabañas de la zona más alta de la ciudad hasta llegar a las inmediaciones de la puerta occidental, por donde habrían de salir. Tantas personas marchaban en su misma dirección que, formando un enorme grupo, cruzaron sin dificultad la puerta de la muralla.



Depositaron los lechos fúnebres en el suelo y las autoridades ocuparon su sitio. Con la cimera de crin de caballo de su casco agitada por el viento, Amulio se adelantó unos pasos para dirigirse al público. Su estatura soberbia, su coraza de bronce labrada que destellaba cuando entre las nubes asomaba un rayo de sol, lo asemejaban a un dios. Desde donde estaban no se oían sus palabras, pero debían ser muy elocuentes porque los guerreros lo jaleaban con frecuencia haciendo chocar las lanzas contra los escudos.
Terminado el discurso, dejaron aparte a los difuntos que habrían de ser inhumados y colocaron sobre las piras funerarias a los guerreros. Tres veces los llamaron por sus nombres antes de aplicar las antorchas que prendieron el fuego. Viendo arder el cuerpo de su hermano, Rea Silvia se sentía extraña, avergonzada. Él había perdido la vida para defenderla. Y ella, en lugar de honrarlo como debía, ¿qué hacía ahí, entre el público, ocultando su parentesco, negando ser de la misma sangre? ¿Qué le impedía ir a donde estaba su madre y llorar con ella? Empezó a retroceder lentamente para separarse de sus acompañantes sin llamar su atención.


Allá abajo, sobre las aguas del lago Albano desfilaban las nubes empujadas por el soplo de Favonio. Los bosques de la orilla opuesta se estremecían reflejados en el temblor de las ondas. Como ellos, el corazón de Rea Silvia vivía una silenciosa agitación: la muerte de su hermano enturbiaba la hermosura de la primavera y oscurecía en su alma cualquier atisbo de alegría. Y algo más se movía por dentro, una inquietud sin nombre. Una y otra vez volvían a atenazarle las mismas dudas: ¿había obrado bien al huir? Rodeada de gente y a la luz del día, el miedo de la víspera le parecía carente de sentido. Todo era confusión y tristeza.

Seis piras funerarias se alzaban el centro de la explanada. Ocupando tres de sus lados, en formación, esperaban cientos de albanos con sus escudos y lanzas, cascos de bronce y petos de piel de buey. En el cuarto lado, frente a las piras, había un espacio reservado a las autoridades. El resto del público seguiría la ceremonia encaramado a las laderas. Desde la distancia vieron acercarse el cortejo fúnebre. Abría la comitiva un grupo de jóvenes vestidos con pieles de cordero. Portadores de ofrendas y flautistas precedían a los cadáveres tendidos sobre los lechos fúnebres. Tras ellos caminaba la reina Aurelia flanqueada por Criseida y Amulio. Al ver a su madre, Rea Silvia hubiera deseado correr a su encuentro y abrazarla. Los seguían Camilia y las demás vestales, el sacerdote del santuario de Júpiter Latiaris, los miembros del Consejo. A todos los conocía Rea desde la niñez. Y cada vez le resultaba más absurdo no estar allí con ellos.

lunes, marzo 21, 2011

DOBLE RESPIRO

(XIII)

Detenida en su carrera con brusquedad, Rea Silvia creyó haber caído en manos de sus perseguidores y forcejeó para zafarse de aquella garra. Pronto vio ante sí el rostro del pordiosero Alec que se golpeaba repetidamente los labios con el índice pidiéndole silencio. Palantea los vio a tiempo y se paró también. El hombre les hizo un gesto para indicar que lo siguieran y, volviéndose continuamente para asegurarse que iban tras él, las alejó de la puerta conduciéndolas entre un grupo de cabañas próximas a la muralla y acomodadas a su contorno. Caminaban deprisa, agachadas y sin hacer ruido, sorteando las irregularidades del suelo gracias a la luz de la luna, que brillaba espléndida sobre sus cabezas, aún sin haber cerrado la noche. A sus oídos llegaban, cada vez más lejanas, voces jadeantes y algunos gritos.

Al poco rato el terreno se hizo más abrupto, casi escarpado. Rea Silvia se dio cuenta de que habían alcanzado la parte más alta de Alba Longa y que a sus pies debían estar la puerta oriental de la muralla y el mercado. Alec se detuvo ante la que parecía ser la última cabaña, con la parte trasera adosada a la roca, y les indicó con la mano que entraran tras él.
- Mira a quién traigo – dijo cruzando el umbral. El interior estaba muy oscuro, la única luz provenía del fuego encendido en el centro de la cabaña, en el hogar sobre el cual humeaba un caldero. Espórtula levantó la cabeza y las llamas se reflejaron en sus ojos un instante, porque enseguida se puso de pie y acudió a la puerta a recibir a Rea.
- ¡Estás aquí! Doy gracias a los dioses. Pasad, pasad y sentaros junto al fuego. Os daré un caldo que os reconfortará – y ya estaba rebuscando en el fondo de la cabaña unos cuencos con los que volvió al hogar y los colocó sobre las piedras que delimitaban la hoguera.

Las jóvenes se habían sentado resoplantes y fatigadas, las piernas sin fuerzas para sostenerlas más. Con manos temblorosas sujetó Rea Silvia el cuenco que Espórtula le tendía. Las lágrimas comenzaron a correrle de nuevo.

- Estoy muy asustada. ¿Tan fácil soy de reconocer? – preguntó.
- Sí para alguien que, como yo, te daba puñados de habas secas antes de que tuvieras dientes – respondió la anciana –. Os vi en el mercado. Y Alec se quedó en la puerta de la muralla por si volvíais…
Palantea se bebió deprisa su caldo y, viendo que Rea Silvia aún temblaba, le echó el brazo sobre los hombros y la apretó.

- He visto, delante de la cabaña de mi tío Amulio, a uno de los hombres que han atacado esta mañana mi casa – dijo Rea Silvia sin dirigirse a nadie en particular –. En el mercado decían que me iban buscando. ¿A dónde podré ir? ¿Qué estará pasando con mi madre?

- Aquí estás a salvo – afirmó Espórtula.


- Pero pueden registrar las cabañas…

- ¡Qué registren! Os esconderé y no habrá quien os encuentre, créetelo. En cuanto a tu madre, está bien. Mañana, cuando haya pasado el funeral, trataré de ponerme en contacto con ella.

- ¿Es mañana el funeral? – se sobresaltó Rea Silvia – . ¡He de asistir!

- Es mejor que descanses ahora – dijo con firmeza Espórtula –. Mañana será otro día y ya veremos lo que conviene hacer. Vamos, tomad estas tortas de harina por si tenéis hambre luego y esta ropa para taparos y venid conmigo. Alec, tú quédate vigilando la puerta.

Mientras la anciana apartaba de la pared del fondo un banco de madera cubierto con una piel de oveja y unos cestos encima, Rea Silvia se acercó a Alec y le cogió las manos. En sus ojos brillaban las lágrimas y el agradecimiento. Lo abrazó antes de responder a Espórtula, que la llamaba apremiante.

Entre el suelo de la cabaña y la pared rocosa se abría un hueco oscuro. Con una lucerna, Espórtula iluminó unos escalones tallados en piedra viva. Descendieron por la estrecha escalera, y pronto se encontraron en el interior de una cueva espaciosa, aunque el techo no era mucho más alto que ellas. No se veía el final de la gruta pero debía tener algunos respiraderos, pues entraban finos haces de luz. Las paredes y el techo estaban cubiertos de trazos blancos que resaltaban contra la oscuridad de la piedra. La temperatura era cálida y reinaba allí una extraña paz.

- ¿Qué son esos dibujos? – preguntó Palantea, admirada de aquellos garabatos sin sentido que, sin embargo, resultaban armónicos. Espórtula pareció confusa y no respondió enseguida. Extendió en el suelo un par de esteras para que se tumbaran las muchachas y les anunció que les dejaría una lucerna encendida con carga para toda la noche.

- Es el retrato de mi amado – dijo de pronto –. El círculo más grande es la cara ¿veis? Y esa curva, la boca. La nariz es la raya recta del centro y las nueces de ambos lados son los ojos. A veces le pongo orejas, a veces no. Ahora nunca le pongo, porque me queda ya poco muy sitio para pintar.
Las muchachas la escuchaban atónitas. ¿Su amado? ¿Qué sería un amado? Le hicieron muchas preguntas atropelladas al mismo tiempo.
- Nuestros padres eran vecinos, así que crecimos juntos sin separarnos nunca. Cuando tuve vuestra edad, ¡el corazón y el cuerpo entero se me trastornaban sólo con que él me rozara…! No pensaba en nadie más, sólo en estar con él y a él le pasaba igual. Luego se fue a la guerra contra Lavinio y nunca regresó. Lo dibujo cada día para sentirlo cerca. Eso es un amado: alguien a quien se quiere tanto que la vida es imposible sin él.
Cuando Espórtula se marchó, las amigas se acostaron y hablaron de ese prodigio del que jamás habían tenido noticia. Amar a alguien de esa manera les parecía imposible y, al mismo tiempo, fascinante y muy misterioso.

- Me gustaría tener un amado – suspiró Rea Silvia - ¿A ti no?

Palantea, que siempre llevaba la siringa atada a su cinturón, la buscó entre sus ropas, se la llevó a los labios e hizo sonar una música tan tierna y hermosa que los ojos del amado de Espórtula parecían llorar.



El salón principal de la cabaña real se había iluminado con antorchas. Las sujetaban unos cuantos criados de pie, en semicírculo detrás del que formaban la reina, sus cuñados Amulio y Criseida, la Vestal Máxima y los diez miembros del Consejo. En el centro se había colocado un altar portátil: un grueso tronco de castaño cuyo interior había sido vaciado para aligerar su peso hacía las funciones de pie, y sobre él se sustentaba el ara, una piedra plana, ligeramente rebajada en el centro y con dos canalillos labrados en cada uno de los laterales. Sendos cuencos situados en el suelo, debajo de los canales, recogerían la sangre de la víctima.

Appius entró en el salón y tras él dos criados con el lechón que iba a ser sacrificado. El augur saludó con una inclinación de cabeza e inmediatamente se dirigió al altar. De espaldas a él, preguntó cuál iba a ser la consulta a los dioses. Respondió el varón más anciano del Consejo:

- Es voluntad de la reina Aurelia renunciar, en nombre de su marido, al trono de Alba Longa a favor de su cuñado, hijo menor del rey Procas, el noble Amulio. Siempre que esa renuncia cuente con el beneplácito de los dioses.
El augur volvió a saludar, les dio la espalda y ordenó a los criados colocar al lechón sobre el ara. El animal parecía aturdido y se dejó subir sin oponer resistencia. Appius elevó durante un instante los ojos hacia lo alto, recitó en voz baja las fórmulas requeridas, extrajo de una funda de cuero su cuchillo sacrificial y de un solo tajo degolló al cerdo, que se derrumbó sin un quejido. Abrió entonces al lechón en canal y un olor fétido, nauseabundo, inundó la estancia y obligó a todos a taparse la nariz. Appius metió las manos en la herida y separó las dos partes para examinar el interior. El estómago estaba tan hinchado que parecía a punto de reventar.

- Los augurios no son favorables – dijo dirigiéndose al anciano que había realizado la consulta. Y se creó un momento de gran confusión en la cabaña real.



Gracias a Cayetano por regalarnos una tinaja y anunciar esta iniciativa en su blog.

jueves, marzo 17, 2011

PÁNICO

(XII)

Si los dioses nos hubieran concedido entrar en el cuerpo de un águila y, extendiendo las alas, sobrevolar aquella tarde el mercado y la ciudad amurallada de Alba Longa, habríamos visto entrecruzarse algunas vidas. Cada cual caminaba por su lado, dirigiéndose a su casa, o a cambiar un saquito de guisantes por otro de harina, o a llorar a un difunto, o a prestar sus servicios en la cabaña real. Allí iba el augur Appius apretando el paso por temor a no hallarse ante su puerta cuando le llamaran, como le había pedido que hiciera la Vestal Máxima. Previendo que lo requerirían para interpretar los augurios, se había acercado al mercado a adquirir un lechón, un animal sonrosado y saltarín que trotaba detrás de él sujeto con una cuerda de esparto. Por muy poco, no se había cruzado con la vestal Adriana quien, siguiendo también las instrucciones de la Vestal Máxima y acompañada de un siervo, buscaba un ejemplar adecuado para la lectura de los augurios, ignorando que Appius había conseguido ya uno. Tras ella iba la enigmática Kritubis que, desde hacía un buen rato, la seguía con disimulo, quizá esperando el momento de abordarla.


Por dos veces las hermanas Énule y Amnesis pasaron, sin verlas, por delante del tramo de la muralla donde Rea Silvia y Palantea, rodeadas de cerdos, hablaban en voz baja con las cabezas muy juntas. Tampoco las habían visto los secuaces de Amulio, pese a que merodeaban por las proximidades calentando los ánimos de los albanos, al mismo tiempo que buscaban discretamente a Rea. De pie, a corta distancia, se encontraba un muchacho de doce años, absorto ante la vista del lechón negro tumbado al lado de Rea Silvia. Su mirada iba del lechón al rostro de aquella pastorcilla deshecha en llanto y, recordando el prodigioso nacimiento del gorrino negro que había impedido mamar a su hermano, no dejaba de preguntarse si se trataría del mismo gorrino y si la pena de la joven tendría que ver con él. Lo que no preveía entonces Urbano Lacio, pues así se llamaba el niño, es que él mismo tendría que ver, y mucho, con Rea Silvia. Ese primer encuentro, en el que no medió ni una sola palabra, iba a ser decisivo para su futuro: aquella intuición suya al relacionar a la hija de Númitor, sin saber que era ella, con los malos presagios, le hizo comprender más tarde que su perspicacia, clarividencia y fino instinto no debían desperdiciarse en las labores de pastoreo o labranza. Y, para gozo del mundo, decidió convertirse en observador de su tiempo y componer una crónica oral a la que consagraría el resto de su vida.

Reanudando el vuelo, habríamos visto a la vestal Adriana examinar un cochinillo, hacer que le abrieran el hocico para mostrarle las encías sin dientes, palparle el abdomen y, finalmente, llevárselo. Con mucha afabilidad le habló entonces Kritubis. Le alabó el acierto al escoger el ejemplar, se agachó para examinarlo de cerca y, con disimulo, le metió al animalito unas hierbas en la boca. Se ofreció amigablemente a acompañarla a la cabaña real y la vestal aceptó. Unos pasos por delante de ellas, con su saco al hombro, regresaba al interior de la ciudad Espórtula, la vieja con la lengua más afilada del mercado y aún de toda Alba Longa, rezongando en voz alta para que la pudiera oír todo el mundo. Al cruzar la puerta de la muralla la anciana se paró un instante a hablar con el pordiosero Alec y, en ese momento, la vestal Adriana y Kritubis la adelantaron, aliviadas ambas por librarse del tormento de oírla.


Más tarde y más en el interior de la ciudad, Criseida abandonaba su casa con la cabeza muy erguida y porte altivo. Se encaminaba hacia la cabaña real acompañada de Catión, quien le había llevado el recado de que la reina Aurelia se disponía a renunciar al trono ante el Consejo y su esposo Amulio requería su presencia. Tras ella salió de la cabaña Pratex. Debía tener instrucciones precisas, porque se quedó allí, junto a la entrada, mirando con ojo atento a su alrededor, escrutando las caras de los viandantes y dando órdenes en voz baja a cada uno de sus hombres cuando se acercaban a él. Y cuando el sol parecía alcanzar el horizonte, habríamos visto levantarse del suelo a Rea Silvia y a Palantea, dirigir a los cerdos con unos golpecitos de bastón hacia la puerta de la muralla y penetrar en la ciudad.



Dos vías importantes y paralelas se abrían de este a oeste recorriendo la entera longitud de Alba Longa, atravesadas de vez en cuando por otras secundarias que unían la parte alta y la parte baja de la ciudad. En las parcelas resultantes las cabañas se levantaban sin orden, dejando entre los cercados de unas y otras apenas el espacio suficiente para pasar.
Avanzaba Rea Silvia por una de esas vías con los ojos fijos en el suelo, conteniendo las lágrimas. Se había serenado en apariencia, pero su pecho ocultaba un tumulto de pesares. La muerte del hermano era el más lacerante y profundo, el más difícil de soportar. Que hubiera muerto en el campo de batalla, o se lo hubiera arrebatado una enfermedad, habría sido más tolerable que perderlo delante casi de sus propios ojos, atacado a traición. Lo imaginaba inmóvil, sin respirar, sin ver, ni oír, inconmovible a sus besos y a su llanto, y esa imagen le resultaba insoportable. Pese a todo, y con ser dolorosa, la muerte de su hermano era su única certeza. Lo demás eran dudas y angustia, incertidumbre: ¿dónde estaría su padre? ¿Le habría ocurrido algo? ¿Sabría ya la noticia? Su madre estaría padeciendo un sufrimiento espantoso.
- ¿Es por aquí? – le preguntó Palantea al llegar a un cruce, sin levantar la voz. Rea Silvia alzó la cabeza para orientarse.
- Si. Ahora debemos seguir esta vía hacia la derecha – respondió. Y sintió un cosquilleo en el cuerpo, porque entraban en una de las vías importantes, abundaban los grupos de hombres y sería difícil pasar desapercibidas. Había tardado demasiado tiempo en tranquilizarse, caía la tarde y de nuevo la asaltaban la angustia y el miedo. Pero debía ser fuerte, se repetía. Surgió ante su vista el grueso tronco teñido de rojo que remataba la cabaña de su tío Amulio. Estaba ya cerca, muy cerca de su salvación.



Entre las pocas mujeres que circulaban por esa vía estaban Énule y Amnesis. La habían recorrido varias veces con la esperanza de encontrar a Rea Silvia antes de que la reina Aurelia renunciara al trono, como se rumoreaba que estaba a punto de hacer. Y debía ser cierto, porque pasando cerca de la cabaña real habían visto al augur Appius muy descompuesto: al parecer, en un momento de descuido le habían robado su lechón. Y como la renuncia no podía llevarse a cabo sin haber consultado la voluntad de los dioses a través de los augurios, habían mandado a un siervo deprisa y corriendo a la casa de las Vestales a buscar otro animal. Y suerte que la vestal Valeria había comprado uno.
Amnesis agarró a su hermana del brazo y la detuvo. Venían hacia ellas dos muchachas con una piara de cerdos. La pastorcilla más alta, con los hombros un poco levantados y el paso elástico, andaba exactamente igual que Rea Silvia. En ese momento la muchacha levantó la cabeza y miró en dirección a la cabaña de Amulio, situada justo detrás de las hermanas. Durante unos instantes se quedó clavada en el suelo, su rostro se transformó en una mueca de espanto y, volviéndose rápidamente, echó a correr en dirección contraria, seguida por su compañera.
- ¿Qué pasa? – gritó Énule, volviéndose para ver qué había provocado el miedo de Rea Silvia. A sus espaldas, Pratex giró la vista hacia las pastoras e hizo seña a algunos hombres para que salieran en su persecución.
Rea Silvia y Palantea corrían con todas sus fuerzas. Se metieron entre las cabañas y las sortearon como podían, tropezándose a veces. Los cerdos se habían quedado atrás, en la vía principal y, gruñendo aterrorizados, se habían enredado entre las piernas de los perseguidores. Instintivamente Rea se dirigía hacia la puerta de la muralla para volver a salir, aun sin saber qué haría después, dónde se refugiaría, cuánto tiempo podría resistir esa fuga desenfrenada sin agotarse. A punto de atravesar la puerta, una mano huesuda la sujetó del brazo, frenó bruscamente su carrera y casi la hizo caer.

lunes, marzo 14, 2011

EN EL MERCADO.

(XI)

Kritubis se asomó a la puerta de su cabaña y vio alejarse en dirección a la ciudad a las dos mujeres que le habían pedido agua. Miró la posición del sol. Si se daba prisa, le daría tiempo de ir a Alba Longa y regresar antes del anochecer. ¿Quién sería la muchacha que había traído a la cabaña su sierva Palantea? Las había visto mientras se cambiaban las ropas a escondidas en la parte de atrás. Y le había parecido muy sospechoso que se hubieran presentado poco después unos desconocidos, hombres rudos y desagradables, preguntando por una joven. No le gustaba.


Entró de nuevo en la cabaña y examinó el revoltijo de ropas que había dejado su sierva en un rincón. Era una túnica de calidad excelente: lana clara sin ninguna impureza y un tejido perfecto. Pocas personas en Alba Longa vestirían así. La escondió detrás de las esteras enrolladas que les servían de noche para dormir, avivó el fuego bajo el caldero donde se calentaba el agua para la cena y echó dentro cuatro coles. Con un ligero manto sobre los hombros, su saquito de hierbas colgado del cinturón y la ayuda de su cayado, emprendió el camino a Alba Longa.


Preocupado por el estado de salud del rey Númitor y la sospecha de deslealtad por parte de sus servidores, el mensajero de la Vestal Máxima no se decidía a regresar a Alba Longa. En su ánimo luchaban dos deberes contrapuestos: por una parte, obedecer a su rey y llevar cuanto antes su mensaje a la reina Aurelia y a la Vestal Máxima; por otra, no podía desoír su propia intuición acerca del peligro en que aquel se hallaba. ¿Y si sus siervos lo maltrataban aún más o lo entregaban indefenso a sus enemigos? Tras mucho cavilar, encontró el modo de conciliar ambos deberes. Era un riesgo, porque se encontraba en un lugar extraño, entre personas de las cuales no sabía nada, pero debía correrlo. Así, solicitó hablar con el sacerdote del santuario de Diana.

- A ti apelo, como hombre de probada virtud – dijo apenas estuvo ante el anciano sacerdote –. Mi rey, a quien has acogido enfermo en el santuario, está en grave peligro. Necesito tu ayuda.

El sacerdote le ofreció asiento y le pidió que se explicase. Una vez le hubo puesto en antecedentes del ataque sufrido esa mañana en Alba Longa y confesada su sospecha de que los siervos del rey podrían estar envueltos en una traición, el mensajero expuso su idea. Se trataba de sustituir esa misma noche a los cuatro criados de Númitor por cuatro personas de la confianza del sacerdote y que fueran éstas últimas quienes condujeran al rey a su ciudad al amanecer del día siguiente. Si podía contar con su ayuda, él mismo partiría de inmediato a llevar el mensaje a la reina Aurelia.

- Ve tranquilo – respondió el sacerdote – porque me encargaré de hacer cuanto me pides. Conozco a Númitor desde hace años y siento por él un gran respeto. Quieran los dioses auxiliarlo en este momento crítico y extender la protección a su familia.


Desde el resguardo de la arboleda, Rea Silvia vio a los primeros grupos de gente en un extremo del mercado. Detrás se alzaba la muralla de adobe y, por encima de ella, los tejados de las cabañas, pues la ciudad, aunque extendida a lo largo de la ladera en paralelo al lago Albano, crecía también pendiente arriba. Se detuvo y apoyó la espalda en un tronco. Como traídas por un golpe de viento, las imágenes de esa misma mañana se le presentaron con toda su crudeza: los soldados ensangrentados en el suelo del salón, las armas, su hermano y su madre gritándole que huyese, las siervas empujándola hacia la salida, el aullido de su madre. El corazón le latía con furia, le temblaban las piernas. Cerró los ojos y trató de tranquilizarse. No lo consiguió, pero al fin encontró fuerzas para controlar sus temores.

- ¿Cómo estoy? – preguntó a Palantea quien, en pie delante de ella, rodeada de sus cerdos, la miraba en silencio.

- Muy diferente de esta mañana, creo yo – respondió la pastorcilla –. De todos modos, es mejor que no hables con nadie y mantengas la cabeza gacha. Ven detrás de mí sin separarte. Cuando quieras que me pare agárrame de la túnica y, si has de decirme algo, que sea en voz baja o al oído.

Rea Silvia asintió con la cabeza, pero no se movió.

- No tenemos mucho tiempo, sobre todo si hemos de volver a mi cabaña a dormir – y con estas palabras, Palantea echó a andar.

Salieron del bosque y alcanzaron enseguida el mercado. Algunos labradores ya estaban recogiendo sus productos, pero más adelante se agrupaba mucho público y las muchachas se metieron entre él, muy atentas la una a la otra y a los cerdos. Cerca de la puerta oriental de la muralla había numerosos corrillos y hacia ellos se dirigió Palantea con la esperanza de conseguir información. A sus oídos llegaban retazos de conversaciones.

- Sí, sí, están reunidos allí el Consejo, la Vestal Máxima, todos… – oyeron decir.

- … no podemos seguir así – protestaba airado un hombre en un grupo situado a su izquierda –. ¡Por muy reinas que sean las mujeres no sirven para resolver asuntos de la incumbencia de los hombres!

- Una catástrofe, es cierto. Pero la reina Aurelia no se merece este trato. ¡Pobre mujer, como si no hubiera sufrido bastante! – decía una joven en un grupo de mujeres.

Rea Silvia agarró de la túnica a Palantea. Ésta se volvió y con una sola mirada comprendió lo que le pedía. Se acercaron a las mujeres y la pastorcilla, poniéndose al lado de una de ellas, le preguntó qué pasaba. La mujer las miró.

- ¿No os habéis enterado? Ya veo que llegáis del campo – respondió –. Una desgracia muy grande. Han atacado la cabaña del rey y han matado a su hijo y a toda su familia. De los que estaban allí sólo se ha salvado la reina.

- Y su hija, que dicen que ha conseguido huir – intervino otra.

- Sí, aunque también se rumorea que los asesinos la están buscando…

Rea Silvia sintió la mano de Palantea agarrar la suya y apretarla. La vista se le había oscurecido y la cabeza le daba vueltas. Se dejó arrastrar por la fuerza extraordinaria de la pastora que, sujetándola por la cintura, tiraba de ella y avanzaba con gran determinación entre la gente. Al fin la hizo sentarse y apoyar el hombro contra la muralla mientras ella misma se sentaba de espaldas al público para protegerla de las miradas curiosas. Los cerdos las rodearon.

- He de ir con mi madre, he de ir con mi madre… – repetía en voz baja Rea Silvia –. Estará muy sola.

- No, no puedes ir con ella ahora – respondió con suavidad pero firmemente Palantea –. Es muy peligroso. La cabaña real está muy lejos y ya has oído que te buscan….

- Tienes razón, sí. Ayúdame a encontrar refugio.

- Claro que te voy a ayudar. Iremos a donde quieras. Pero ante todo debes tranquilizarte porque de lo contrario llamarás la atención y alguien puede reconocerte.

- Me tranquilizo, sí, ya estoy más tranquila. Ay ¿adónde iré? – y tras unos instantes durante los cuales las lágrimas le rodaban como un torrente por las mejillas, tuvo una idea –. La casa de mi tío Amulio está aquí cerca. Vamos, rápido, vamos allí. Con él estaré a salvo y podré encontrarme con mi madre.

Gracias a Joanna por anunciar esta iniciativa en su blog.