En esta novela de Donna Tartt y de generosa extensión nos encontramos con un protagonista que nos cuenta en primera persona su agitada existencia; a lo largo de un montón de páginas acompañamos en su periplo a Theodore Decker, un chico de trece años que vive con su madre en Nueva York y lo seguimos durante sus primeros años de juventud. Theo es un buen hijo que acude a un colegio prestigioso a costa del duro esfuerzo materno por asegurarle una buena educación. Una mañana las circunstancias y la lluvia les llevan a ambos a encontrarse visitando el Met cuando una terrible explosión destroza las salas que estaban visitando. Theo es uno de los pocos supervivientes de la masacre, logra escapar del infierno en que queda convertido el museo y en su huída se lleva consigo un pequeño aunque muy valioso cuadro, "El jilguero", que mantendrá oculto, sin ser capaz de separarse de él ni de entregarlo a las autoridades, además de un anillo que un anciano que cae herido junto a él en la explosión le entrega para que se lo haga llegar a su socio.
Huérfano y sin nadie a quien recurrir, rechazado por su abuelo y con su padre en paradero desconocido es acogido temporalmente por la familia de su compañero de colegio Andy Barbour, una familia acomodada, culta, aunque algo excéntrica. Al tiempo, se atreve a ponerse en contacto con Hobie, el socio del anciano que falleció en el museo y conoce también a su sobrina Pippa que también ha sobrevivido a la explosión aunque con graves secuelas. Las cosas parecen ir enderezándose hasta que aparece por sorpresa, después de años sin dar señales de vida, el padre del chico que lo reclama y se lo lleva a Las Vegas, con intención en realidad de beneficiarse de la gestión del fondo que su madre ha dejado para Theo.
De las calles de Manhattan y su ambiente de toda la vida el chico se ve transportado al inhóspito desierto de Nevada a donde le acompaña siempre bien oculto el cuadro del que nunca se separa. Las Vegas son lo más parecido al infierno para Theodore. Supuestamente se encuentra a cargo de su padre y la novia de este, pero ellos se dedican básicamente a buscarse la vida entre los casinos, las apuestas y demás asuntos turbios donde no tiene cabida el ocuparse de un niño. Theo está más solo que nunca, falta a la escuela, conoce a Boris un muchacho de origen ucraniano y naturaleza salvaje, más abandonado todavía que Theo porque, a pesar de tener padre, jamás conoció el amor. Ambos chicos pasan los días entre borracheras, colocones de pegamento y viendo películas en la televisión, en un barrio deshabitado a las afueras donde no llega ni el transporte público ni los repartidores de pizza.
A ese niño perdido y solitario nos lo encontramos más adelante de vuelta en Nueva York, convertido en un adulto que se sumerge en las drogas y el alcohol para escapar de su soledad, que sigue tratando de llenar el hueco que su madre le dejó, un sumidero en el que se va hundiendo sin remedio a pesar de que podemos adivinar una posible vía alternativa, que podría salvarse y disfrutar de una vida "normal", la que podría esperarle al lado de Hobie, que se convierte casi en un segundo padre para él, que le acoge y le da un oficio del que vivir en el mundo de las antigüedades, e incluso llega a planear una boda que le podría situar bien en el entorno social. Pero ese no es su destino ni se esfuerza por alcanzarlo, él sigue hundiéndose arrastrado por el peso de su dolor y tendrá en su cuadro oculto la única fuerza que le hace sentir que tiene algo valioso, algo que lo distingue de los demás y le da sentido, aunque tenga que mantenerlo en secreto. Y para ayudarle en ese camino sin retorno reaparece su ángel negro, su amigo Boris que tira de su manga hacia el pozo de la nada, porque su amistad es profunda pero letal, le lleva a lo peor de la autodestrucción. Y cuando tenga que acompañarlo para recuperar su jilguero perdido, emprenderá un descenso definitivo hacia el desastre.
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El Jilguero de Carel Fabritius |
En la novela nos encontramos con un minucioso detalle de las sensaciones, los pensamientos y las alucinaciones, las ansiedades y miedos sin fin, las sospechas y el vacío existencial, pero también mos acercamos al disfrute de la amistad fraternal, el amor de la familia y la sensación de pertenencia, en un relato que se desarrolla sin prisa, a pesar de ir avanzando en la narración se detiene en cada reflexión, en cada momento de ansiedad o sufrimiento. Es esta una novela alejada del buenismo, de todo intento de salvar el honor del protagonista, de hacerle aparecer como un personaje positivo. Nos lo muestra como un ser débil y sometido a la esclavitud de sus adicciones, con un muy buen fondo, una buena base humana, Theo es una buena persona pero que perdió demasiado pronto y de manera demasiado brutal los pilares de su vida y desde entonces sus cimientos no fueron sino arenas movedizas sobre los que nada permanente es posible construir. Y sufrimos con ese hundimiento anunciado, al menos yo he sufrido junto a ese joven al que tomas cariño necesariamente y como él, llegas a añorar a esa madre ausente a la que sigue adorando y cuya figura no para de crecer aún después de muerta, encarnando todo lo luminoso que pudo haber en su vida. Sólo Pippa se le asemeja de alguna manera como referente positivo, tal vez porque pasó por la misma experiencia traumática que él, sufrió el mismo shock pero salió de ello fortalecida en sus virtudes, en vez de perderse en la oscuridad como Theo, ella sobrevivió física y psicológicamente. Theo la ama desde el primer día y parece ser la única que podría darle un sentido a su vida.
El libro es largo, bastante largo la verdad y además, aunque la prosa es bastante limpia y se lee bien, es preciso contar con tiempo y ánimo para embarcarse en él, ya que resulta una lectura intensa, dramática en ocasiones pero que toca en lo más profundo, porque entra de lleno en lo más oscuro del alma del protagonista, en su soledad y en sus duras experiencias. Una lectura recomendable, sin duda, que merece la pena disfrutar, aunque sea a costa de sufrir algo por ello.