Y entonces todo se revuelve. Empezando por las tripas.
Porque cuando sopla hay que estar atentos a las tripas. Ahí, solo ahí, está el
centro del huracán. Claro, que si fuera eso nada más no pasaría demasiado, como
en la vida. Porque en la vida no pasa demasiado, viéndolo fríamente. Te
despertás, te levantás, te bañás, salís, alguien nace, volvés, alguien muere, cocinás,
comés, te dormís. Y eso es todo, claro, viéndolo fríamente.
Pero a veces hay otro viento. Y cuando hay otro viento, como
decía, primero lo notás en las tripas. Y después en las manos, después en la
cara, y al final en todo el cuerpo, que es como decir en la mente. Y ahí es
cuando todo se revuelve.
Que no todos los vientos son iguales, ni en el soplar ni el
sentir. Los hay amables y moderados, como esos vientos primaverales que no
olvidan que existen para transportar cosas delicadas y frágiles, vientos
fecundadores. También los hay tempestuosos e inconstantes, llenos de tormentas
de verano en sus entrañas, pasajeros. Los hay aburridos, permanentes,
interminables, como los inviernos y la injusticia.
Hay muchos vientos, tantos como velas para amarrarlos. Pero
todos ellos no son nada al lado de una sudestada hecha y derecha. Ella llega
ululando, levantando arena y recuerdos, borrando barreras, destruyendo contornos
y mapas, creando territorios y zanjones. Inundando. Y es distinta porque otra
es la disposición para el encuentro: mientras los otros vientos invitan a dejarse
llevar, la sudestada convida a ponerse de frente y a apechugar. La sudestada te
define para siempre, que es como decir hasta la próxima vez.