Es un día de nostalgias. Se sabe que la nostalgia le ocurre con mayor frecuencia a quien tiene algunos tiempos idos acumulados en las sienes. Es mi caso. Intentaré darle forma verbal a la que me acomete en el día de hoy. Parecerá de orden culinario, pero no lo es tanto, o si lo es, pero además es bien otra cosa, lo que no hace más que aumentar la confusión.
Entre los amigos que la distancia dejó en Mendoza, está un grupo de inadaptados con los que acometimos el trabajo de sonidistas e iluminadores. A partir de una pequeña empresa que surgió de otro emprendimiento, de buenas a primeras, nos vimos envueltos en la vorágine que significa laburar en un escenario. Aprendimos a los ponchazos el oficio y durante tres años fatigamos muchas fiestas, cumpleaños, recitales, etc., provistos de la clásica remera negra de los plomos y portando el cinturón con herramientas que otorga chapa de que uno sabe lo que hace (o al menos pretende saberlo)
Mi especialidad en la manada era la iluminación: Instalación y control de todos los chirimbolos que sirven para darle vida a un salón vacío y que parezca una pelea de la Guerra de las Galaxias, o para que un recital adquiriera el relieve de una presentación profesional, o para que la entrada de la cumpleañera sea seguida con toda precisión por un haz de luz que la transforma en una estrella de Jolivud. De todo eso me ocupaba, con cierta habilidad que provenía de la casualidad y los sucesivos choques eléctricos que me propiné dada mi proverbial torpeza.
En el fragor de esas batallas contra cables, chips, escaleras frágiles y carga y descarga de todo tipo de aparatos los laburantes estrechamos lazos de amistad signados por la singularidad del oficio (que tiene su lado snob, sin duda).
Pasa que, compartir largas jornadas que no terminan más, armar la parafernalia, desarmarla en la madrugada cuando todos se fueron a dormir y los gallos cantan, descansar un par de horas y volver a arrancar, bañarse y cambiarse en vestuarios, baños y tugurios que nunca conocieron épocas mejores, etc., exige que uno por lo menos soporte a sus compañeros de trajín. Y si aparece la amistad es mucho mejor. Y si esa amistad es previa adquiere nuevas dimensiones. Como en nuestro caso.
Dos costumbres entrañables de esa época quedarán para siempre en mi memoria, gusto y olfato.
La primera: cuando estábamos en lo peor del laburo, enchufando, probando y ajustando, teníamos nuestro coffee break, con características muy particulares. Tomar, tomábamos cualquier cosa, mate, café, gaseosa, dependiendo del momento del año y el clima reinante. Pero invariablemente engullíamos sánguches de mortadela. Y nada de muestras gratis. Enormes y sustanciosos emparedados confeccionados con la mitad de un pan de medio kilo (habituales en Mendoza) y una provisión de fiambre notable. A veces le poníamos mayonesa pero no siempre.
Esa merienda tardía era el sustento necesario para encarar la segunda parte de la tarde y la noche, en previsión de que la cena fuera obviada por la magnitud del laburo. En algunas ocasiones la ceremonia de los sánguches se repetía en la madrugada, mientras estábamos desmontando los chirimbolos.
Cuando uno de los facinerosos del grupo tuvo la ocurrencia de casarse, además de ponerse un traje nos dio otra sorpresa. En la fiesta correspondiente, allá por la madrugada cuando estábamos en plena beoditud y las corbatas adornaban nuestras cabezas como la mítica vincha de Guillermo Vilas, apareció en medio del salón una mesa rodante adornada con meticulosa delicadeza, cubierta con una tela primorosa y escoltada por los mozos del catering cual si de una joya se tratara. En medio de una ceremonia digna de una coronación y al final de un tañido de trompetas ejecutado por el DJ, los mozos retiraron el velo y dejaron a la vista ¡una montaña de sánguches de mortadela!
De más está decir que nos abalanzamos sobre ellos, riendo, llorando, festejando aquellos tiempos que se nos iban y de hecho se escurrían entre los dedos de las patas.
La segunda: la madre de uno de los compañeros de plomitud era (porque ya no está) una tremenda cocinera que hacía de la comida criolla un poema. Y uno de sus sonetos más famosos eran los pasteles fritos (en otros lugares que no son Mendoza se los conoce como empanadas fritas o, delito lingüístico, empanadas suflé). Desde que el trabajo nos juntó adquirimos la costumbre de festejar cada cumpleaños en la casa del nombrado (que con sus padres tenía una especie de bar - restaurant privado que en el fondo lucía una meticulosa cancha de bochas que se usaba como excusa para juntarse a comer).
Describo los pasteles para que se les haga agua la boca, aunque no creo poder reflejar tanta magnificencia en simples palabras: la cosa comenzaba con un picadillo de carne adobado con entusiasmo, que incluía cebollas, morrones (pimientos les decimos en Mendoza), ajo y especias varias. Se cocía en grasa de pella (la más pura de todas) un día antes de armar los pasteles para que reposara como se debe y rejuntara todos los sabores. La masa era semihojaldrada, hecha a puro palote de amasar, de dos capas y cortada en círculos que también quedaban hechos el día anterior. Luego, como las empanadas clásicas, se armaban sin otro agregado que agua para pegar los bordes y reforzar el repulgue y de ahí marchaban derecho a la olla.
Una enorme olla de hierro fundido que borboteaba en el fuego (fuego de leña, of course). Dentro del caldero milagroso había también grasa de pella pura y transparente a la temperatura del infierno. Ahí caían los pasteles y la cocinera los retiraba con una espumadera mastodóntica cuando estaban dorados y crujientes, depositándolos en fuentes enlozadas (esas amarillas con bordes verdes) también de generoso tamaño. Y de ahí a la mesa en donde la turba esperaba alborozada la llegada de semejantes delicias. Acompañábamos invariablemente los pasteles con el típico sodeado. ¿Qué cuernos es un sodeado? En un vaso grande mete el lector dos cachos de yelo, más bien amplios, le incorpora un tinto de regular calidad (nada de varietales o cosa por el estilo, apunte más bien a Toro o Uvita) hasta la mitad del vaso y luego activa la mezcla con el prodigioso chorro que emerge de un sifón de soda, hasta completar el volumen del recipiente. Es importante que la soda choque contra el vino y los tempanitos para que aparezcan esas burbujas etílicas que son tan gratificantes. Eso es un sodeado y tiene la virtud de ayudar a procesar la proteína y además, agregarle frescor al gañote.
Hemos llegado, es menester confesarlo, a comer una docena de pasteles por cabeza, lo que es prodigioso dada la contundencia del alimento.
Mientras los pasteles morían arreglamos el mundo infinitas veces y soñamos sueños que luego fueron realidades. En una de esas juntadas tuvimos como invitado al mítico Andrés Antonio Areco (que los mendocinos recordarán por el programa de radio “Peña Folklórica de Cuyo”) que había llegado al pueblo para conducir el relanzamiento del Festival de la Cueca y el Damasco que fue uno de esos sueños que soñamos y que hicimos carne. Nosotros, casi todos, lo habíamos visto cuando éramos pibes conduciendo la primera edición del Festival. Debido al desgaste el evento casi había desaparecido. Y lo recuperamos gracias a varios milagros que ocurrieron a la misma vez. Y logramos que Don Andrés lo volviera a conducir. Y ahí, entre pasteles fritos, sodeado y agua mineral (Don Andrés ya no estaba para esos trotes) reconstruimos nuestra historia y le pusimos palabras a nuestras emociones.
Puede esperarse que, como todo relato, este tenga alguna conclusión que le otorgue orden y sentido.
No será así en esta ocasión.
Este montoncito de recuerdos desperdigados que se anotó a medida que goteaba del marote quedará como salió de los dedos, porque a veces el desorden es un orden que no podemos apreciar a simple vista.